miércoles, 24 de mayo de 2017


 LEANDRO CALDERONE


Casi ángeles


La isla de Eudamón

—¡No hay tiempo! —se escuchó con nitidez. Fue un grito ofuscado, impaciente y, sin embargo, gracioso, surgido en medio de un grupo de albañiles que daban los retoques finales a la gran mansión que estaban construyendo. Era el 11 de febrero de 1854. Estaban agotados y acalorados, querían terminar de una vez, pero un hombrecito pequeño, que caminaba con pasos largos sosteniendo una ridícula sombrilla blanca, los retenía, mientras mostraba la hora en un reloj de bolsillo.

 El doctor Inchausti, elegante y solemne, se acercó al grupo y medió en la discusión. Aunque el sol del mediodía estaba insoportable y los hombres corrían el riesgo de insolarse, el hombrecito, vestido con pantalón blanco, camisa blanca, levita blanca y zapatos blancos, gritaba muy irritado que debían terminar de colocar el reloj en ese mismo momento. —¡Es muy importante, Inchausti! —le dijo con irreverencia y tono desafiante al doctor, a quien nadie llamaba «Inchausti» a secas. El doctor Inchausti no toleraba los atrevimientos y, además, era muy considerado y afectuoso con sus empleados. Sin embargo, el hombrecito contestó como si ignorara que se trataba de uno de los hombres más ricos y respetados de la ciudad, y con más influencia. —Inchausti, este reloj tiene que estar funcionando en dos horas. ¡No hay tiempo! —dijo, mientras clavaba su mirada en el doctor. Una hora más tarde, los albañiles y el carpintero terminaban de empotrar el gran reloj que coronaba el altillo de  la mansión. Inmediatamente después, cinco ancianos de estatura casi idéntica, todos con rasgos y atuendos indígenas,


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entraron en la casa y subieron hasta el altillo, donde los esperaba el hombrecito de blanco. Los ancianos indígenas abrieron sus morrales, de los que empezaron a sacar cientos de piezas de relojería de todos los tamaños. Con una precisión admirable, en pocos minutos armaron el mecanismo del gran reloj. El hombrecito de blanco abrió una pequeña valija blanca, de la cual sacó un cofrecito de madera, también blanco. Y de éste, una pequeña pieza de metal gris. Tendió su diminuta y delicada mano, y colocó la pieza dentro del mecanismo del reloj. Los cinco ancianos y el hombrecito de blanco miraron el reloj durante unos cuantos segundos, hasta que el minutero marcó por fin el primer minuto. Y así fue cómo el imponente reloj construido por los maestros relojeros prunios comenzó a funcionar. Y funcionó a la perfección, sin adelantar ni atrasar, ni detenerse jamás, durante exactamente 177 años, 9 meses, 11 días y 7 horas. Una vez terminado el trabajo, el hombrecito salió al jardín trasero de la mansión, donde el doctor Inchausti mostraba a su joven mujer y a su pequeño hijo los árboles que había hecho plantar. El hombrecito de blanco interrumpió la charla del doctor y su mujer con su acostumbrada irreverencia. — No se va a romper, pero si se llegara a romper, que no va a ocurrir, claro; pero si llegara a ocurrir, en la improbable eventualidad de que se rompiera, aunque le repito que es casi imposible que eso suceda, no llame a ningún relojero para que meta sus manos. Nosotros vamos a venir a arreglarlo. ¿Está claro? — Está claro —contestó el doctor, conteniendo la irritación que le provocaba ese trato impertinente. — Y cuídenlo bien—advirtió el hombrecito mientras se servía un vaso de limonada, sin que se lo hubieran ofrecido—. No como se cuida a un reloj cualquiera. Tampoco como se cuida a un mueble. Mucho menos como se cuida a un objeto. Cuídenlo como se cuida a un ser querido —indicó con precisión y se bebió de un trago la limonada—. ¡Qué bien me


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vino! ¡Qué verano más insoportable! —exclamó—. No entiendo qué le gusta a la gente del verano. Buenas tardes. Y sin decir nada más, se retiró. La mujer miró a su marido, buscando una explicación a su inusitada tolerancia, y preguntó con enorme curiosidad: — ¿Quién es ese hombre? — Es quien me salvó la vida en el Perú —fue la contundente respuesta del doctor Inchausti. Cuando el hombrecito pasó junto al pequeño hijo de la pareja, que jugaba en el jardín, el niño lo miró y le preguntó: — ¿Usted quién es? El hombrecito lo miró, le sonrió y dijo: —Si te diera a conocer mi nombre y te explicara realmente quién soy, no lo entenderías. Diré, solamente, que me dicen «Tic Tac». Y se alejó, mientras abría su ridícula sombrilla blanca. El niño casi hubiera jurado que lo vio desaparecer entre las gardenias.


En el instante en que el minutero del reloj de la mansión comenzaba a girar, a 17,8 kilómetros al noroeste de la mansión, en una estancia que también era propiedad del doctor Inchausti, otro grupo de ancianos prunios, comandados por otro hombrecito de blanco idéntico a Tic Tac, ponía en funcionamiento un reloj igual. Yen ese mismo instante, a 17,8 kilómetros al sur de la estancia, en una parroquia del pequeño pueblo de Escalada, otro grupo de ancianos prunios, comandados por otro hombrecito de blanco, réplica de Tic Tac, ponía en funcionamiento un tercer reloj, análogo a los otros dos. En el año 1854 no había aviones ni satélites. Si hubiera habido algo semejante, un observador, desde el cielo, podría haber advertido que durante una fracción de segundo tres puntos emitieron una luminosidad azulada, intensa, y los tres vértices se unieron a través del firmamento, formando un triángulo equilátero perfecto.

9    Capitulo 01

La mansión Inchausti

Cuando Bartolomé Bedoya Agüero se enteró de que su tía Amalita había echado escandalosamente a su primo Carlos María de la mansión Inchausti, sintió que ésa era la solución para todos sus males. Todos sus males, en realidad, eran uno solo: la ruina en la que había caído tras dilapidar la fortuna familiar. A  su padre le había llevado toda una vida duplicar la riqueza de los Bedoya Agüero. A Bartolomé, en cambio, le llevó apenas unos pocos años acabar con ella. A pesar de su juventud, ya era un aristócrata en bancarrota, por eso la noticia de la ruptura de su tía con su primo era una buena chance de recuperar la fortuna perdida. Era el día 10 de enero de 1986, y estaba sofocado por el calor que se había acumulado en el pequeño departamento de dos ambientes en el que había recalado con Malvina, su hermana menor, cuando se enteró de la noticia. Lo que había ocurrido era un escándalo: la severa Amalia Inchausti había descubierto que su hijo tenía un romance con Alba, la mucama, y, producto de ese amor, ella había quedado embarazada. En apariencia, no se trataba  de un simple amorío; el joven Carlos María afirmaba estar enamorado de la mucama, y ante eso, la anciana expulsó a ambos de inmediato de la mansión familiar y cortó todo lazo con su único hijo. Siendo viuda, se había quedado completamente sola. Ante ese panorama, Bartolomé se acercó de inmediato a su solitaria tía, con la intención de ganarse su favor. Se vistió con su mejor traje, beige claro, se batió suavemente los copiosos rulos de su cabellera, y se colocó su sombrero preferido, al tono. Se puso unas gotas de perfume, imitación de uno muy costoso, y gastó un dinero imprudente en las masas

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preferidas de su tía. Así la visitó, luego de varios años sin verse, le expresó sus más sinceras condolencias por lo que había ocurrido, y se mostró en un todo de acuerdo con la decisión de limpiar la vergüenza familiar perpetrada por el díscolo de Carlos María. Volvió a visitarla el sábado siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Y pronto la visita de los sábados se transformó en una costumbre: tomaban el té con masas y hablaban de la desfachatez del primo en persistir en darle un apellido tan ilustre a una simple mucama. Amalia no quería ni oír hablar de su hijo, ni de la mucama, por supuesto, ni del nieto que le darían. —Soy una pobre viuda sin hijos —sentenció con frialdad la amarga anciana. —Sin hijos no, tiíta... Yo la quiero como a una madre, ¡quiérame como a un hijo! —suplicaba Bartolomé, pensando en los millones que podría heredar de ella. Al poco tiempo empezó a visitarla dos o tres veces por semana. Se convirtió en su confesor. Más tarde comenzó a ocuparse de sus asuntos y finalmente consiguió llevarle las cuentas. Fue ahí, al inmiscuir sus narices en los libros contables, cuando su ambición descomunal encontró una medida tan inmensa como la fortuna de Amalia Inchausti. En sus visitas  cada vez más frecuentes, Bartolomé comenzó a advertir que el ama de llaves, la severa Justina, quien vestía siempre de negro y llevaba el pelo recogido en un turbante, lo miraba de manera sugestiva. Sus grandes ojos negros expresaban algo inequívoco: amor. Bartolomé se aprovechó de eso, y generándole expectativas que nunca respondería, se ganó su favor. Era bueno tener de su lado a la persona de mayor confianza de la anciana. Unos meses más tarde, el 21 de septiembre de 1986, Amalia recibió un escueto telegrama de su hijo, en el que le comunicaba que ese día había nacido Ángeles Inchausti, su nieta. Bartolomé temió que ante esa noticia la vieja se ablandara y recompusiera los lazos familiares, pero lejos de conmoverse, Amalia se enfureció aún más, indignada Con la idea

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de que esa bastarda llevara su ilustre apellido. Y nuevamente se negó a ver a su hijo y, sobre todo, a su nieta recién nacida. Poco a poco, Bartolomé fue ocupando el lugar del desterrado, y logrando que su tía lo quisiera como a un hijo. Albergaba la esperanza de que, llegado el momento, pudiera heredarla. Un día abandonó el caluroso dos ambientes en el que vivía con su hermana y ambos se mudaron a la mansión, en la que ya casi ni se hablaba del primo, ni de la mucama, ni de la nieta. Era como si nunca hubieran existido.


Cinco años después de la expulsión de Carlos María, Bartolomé era ya el señorito de la casa. Justina fantaseaba en secreto con él y lo que harían juntos con esos millones, pero una noticia intempestiva barrió sus fantasías de un plumazo. — Me caso, che —dijo con simpleza Bartolome, como si hubiera hecho un comentario sobre el clima. — ¿,Perrrrdón? —exclamó Justina, quien remarcaba mucho las erres, abriendo sus enormes ojos negros. —Sí, me caso —repitió Bartolome sin dar más detalles. Y lo concretó con una celeridad tal que hizo sospechar a Justina de las verdaderas razones de tan apresurada decisión. Sus temores se confirmaron siete meses más tarde, cuando Ornella dio a luz a su bebé, al que llamaron Thiago. Era el 24 de agosto de 1991. — Tiene el lunarrr de los Inchausti —afirmó Justina al ver al pequeño bebé que, en efecto, tenía un diminuto lunar en una mejilla. Bartolome era Inchausti por parte de madre. El casamiento de Bartolome, y el posterior nacimiento de su hijo, amargaron muchísimo a Justina, cuya obsesión por su señor se acrecentaba hora tras hora. Sin embargo se mantenía fiel a él y a sus planes, y accedió a interceder ante la vieja Amalia, que si bien estaba postrada en una cama desde mucho tiempo atrás, seguía con el control absoluto de todo lo que ocurría en la casa. Justina le aseguró que esa tal Ornella era una chica de muy buena familia, y la tía Amalia

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estuvo finalmente de acuerdo con la idea de que vivieran en su mansión. Pero a pesar de lo que aparentaba ser, desde el día en que llegó hasta el día en que se fue, Ornella tuvo en Justina a una acérrima enemiga.


La vida transcurrió sin novedades durante un tiempo. El pequeño Thiago crecía feliz en la mansión, en tanto que el amor de Justina por Bartolomé aumentaba su infelicidad, proporcionalmente a la impaciencia de su señor. — ¡No se muere más esta vieja! —refunfuñaba Bartolomé. —Y sí, tiene una salud de hierrrrro la desgraciada. Puede llevar arios... — ¿Qué me estás sugiriendo, Justin? —preguntó Bartolomé con ganas de que Justina sugiriera eso que él no se animaba a hacer. —No sugiero nada, mi señorrr. Digo que la madre de la vieja, la finada Rosa María, murió a los 102 arios... Son de carretel largo. — ¡Se me va la vida esperando! —se quejó Bartolomé. Y su descontento se repetiría hasta el hartazgo.


Pero no tuvo que esperar demasiado. Un día de julio de

1996 la tragedia golpeó una vez más a la familia Inchausti: su primo Carlos María falleció en un accidente de tránsito. La noticia devastó a la anciana Amalia. Fiel a su estilo, no podía amar bien a los suyos mientras estuvieran vivos, sólo los amaba cuando morían. Y la trágica e inesperada muerte de su hijo la quebró hasta la enfermedad. Bartolomé estaba casi en la gloria: muerto su primo, ya casi no había obstáculos entre él y la fortuna de su tía, sólo restaba esperar a que la vieja estirara la pata. Sin embargo, ocurrió algo fuera de todo cálculo: su tía, desolada y enferma, comprendió tarde la importancia de la familia, y le pidió a Bartolomé que encontrara a su nuera y a su nieta. Al no haberse casado nunca con su hijo, queda-

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ban excluidas de la herencia, y Amalia quería reparar esa injusticia antes de morir. Claro que Bartolomé le prometió encontrarlas, y con gran desazón le informaba cada día que todas las búsquedas eran infructuosas. — ¡Como si se las hubiera tragado la tierra, che! —exclamaba Bartolomé, con su mejor cara de circunstancia. — ¡Ni rrrastros! Más difíciles de encontrar que sepulturero en la nurrrsery —acotaba Justina, amante de las metáforas mortuorias. Amalia Inchausti les suplicaba que redoblaran sus esfuerzos. Les facilitaba todo el dinero que necesitaran para encontrarlas, dinero que por supuesto era gastado en perfumes originales y vinos espumantes con los que Bartolome brindaba por la cercana fortuna. Mientras tanto, la culpa y la tristeza agravaron la enfermedad de la anciana. Era sólo cuestión de días. — Todo marcha a pedir de boca, Justin. Acabo de hablar con el médico personal de la vieja, dijo que le quedan apenas horas... Hoy, a más tardar mañana, la vieja espicha, ¡y los millones  son ours! Los días pasaban sin novedades, hasta que una noche fría y tormentosa de agosto algo sacó de cauce la rutina de la mansión. Justina amaba las tormentas, pero Bartolome las temía. Sin embargo, esa noche pensó que una buena tormenta era el marco ideal para que la vieja estirara la pata. Estaban en la cocina, planeando lo que harían con los millones, cuando alguien hizo sonar la aldaba. En ese preciso instante la lluvia se volvió más intensa. Cuando Justina abrió la puerta, se topó con una nena de diez años, que lloraba.  Era Ángeles Inchausti. Y más atrás estaba su madre, Alba, la mucama, la viuda de  Carlos María. La mujer estaba embarazada, a punto de dar a luz. Con sus últimas fuerzas pidió ayuda, y se desmayó.

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Mucho pesaría en la conciencia de Justina todo lo que ocurrió aquella noche en que la muerte sobrevoló la mansión Inchausti, oculta bajo varias máscaras. Aquella noche infausta hubo una muerte deseada, una muerte evitable, una falsa muerte y una muerte segura. Justina tenía algunos escrúpulos y ofreció cierta resistencia, pero todo fue decisión de Bartolomé, quien era su señor, su amor, su debilidad. —¡Diez arios! —exclamó él entre susurros, en un pasillo de la planta alta, junto a la habitación de huéspedes en la que habían depositado a Alba—. ¡Diez años estuve cuidando a esta vieja maldita, para que ahora venga una camuca arribista, con una hija bastarda y otro por nacer a quedarse con mi fortuna! ¡Con nuestra fortuna, Justin! — Pero, señor... —intentó contradecirlo Justina—. Es una vida. Dos vidas. ¡Tres vidas, mi amor, digo, mi señor! — ¿Y desde cuándo te importa tanto la vida a vos, chitrula? —refutó Bartolomé. — Llamemos a un médico, señor —suplicó Justina—. ¡Va a parir de un momento a otro! Bartolomé comprendió que tendría que apelar a la seducción para convertirla en su cómplice. Entonces se colocó por detrás de ella, y le susurró al oído. — No vamos a dejar que nadie se quede con nuestros millones, Justin. Pensá en la panzada de placeres exóticos que nos vamos a dar juntos... ¡Estoy en mis treinta, che! ¡Ya me merezco una vida de lujos! — Pero, señor, ¿vamos a cometer un asesinato? —¿Quién habló de asesinato, Justin? Nada de eso... Mirá,

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la madre, pobrecita, llegó muy enferma. Murió al dar a luz. Y el bebito o bebita, pobre alma, también espichó en el parto... — ¿Y la otra? —objetó Justina—. ¿Cómo pasa a mejor vida? Usted... ¿tiene el estómago como para hacerlo? — No tenemos que hacerlo nosotros. Lo hará la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. Y el plan resultó. Casi en su totalidad. Alba murió en el parto. Pero el bebé, que fue una niña, sobrevivió. Bartolomé decidió entonces que también sería víctima de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. Y allí fueron, al bosque, con la pequeña Ángeles y la beba recién nacida. A Ángeles la abandonaron en lo más espeso de la arboleda. La idea inicial era dejar a la beba en el otro extremo. Alejadas ambas de la suerte y de la gracia de Dios. Pero Justina manifestó que ella misma se encargaría de la recién nacida, y Bartolomé se lo agradeció; le desagradaban esos menesteres. En el instante en que Bartolomé comunicaba, apesadumbrado, la trágica noticia de la muerte de Alba y su hijita it la vieja Inchausti, Justina salvaba de la  muerte a la beba. Compadecida, la escondió en un recóndito sótano de la mansión. E irónicamente le puso el nombre de Luz a quien ocultó en

las sombras, para rescatarla de la oscuridad de la muerte. Sumergida en la culpa y la tristeza más profundas, Amaba Inchausti murió esa misma noche en que recibió la notiCia. Y Bartolomé presenció, ¡al fin!, la muerte de su tía. Una muerte tan deseada. Alba Castillo fue condenada a morir, ignominiosamente, por Justina y Bartolomé. Una muerte evitable. Luz Inchausti murió sin morir. Sobrevivió en secreto, proegida por Justina, pero alejada de la realidad. Una falsa muerte. Y Ángeles Inchausti fue abandonada para que muriera en medio de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. desamparada por completo y sentenciada a una muerte segura.

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Unas horas antes de ser abandonada en brazos de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque, cuando aún su madre estaba viva, Ángeles recibió un regalo. Mientras Alba agonizaba en una cama extraña, el hombre de ropa ridícula y la mujer vestida de negro cuchicheaban en una habitación. Ángeles aguardaba sentada en el piso del pasillo. Intentaba no llorar, porque sabía que cuando sus enormes ojos celestes derramaban lágrimas, el mundo entero lloraba con ella. Cada vez que Ángeles lloraba, llovía. Por eso hizo todo lo posible por no llorar, porque esa noche ya era lo suficientemente triste. Sin embargo, tenía muchas ganas de desahogarse. De llorar la muerte de su padre, la enfermedad de su madre, la pobreza y el desamparo en el que vivían. Ángeles luchaba para controlar su angustia y sentimiento de orfandad, hasta que el cansancio la venció. Pero como el lugar le resultaba inhóspito, no llegó a dormirse del todo, y a los pocos minutos la despertó un olor dulce y penetrante. Creyó estar en la cocina de su casa, donde su madre cocinaba la torta de limón que tanto le gustaba. Pero no, aún permanecía en ese pasillo oscuro y aterrador, por el que al rato, sin embargo, vio acercarse a un anciano. Su sonrisa le dio tranquilidad, parecía un buen hombre. Además su cuerpo desprendía algo así como lucecitas blancas, brillantes, hermosas. El anciano sonreía. Y la llamó por su nombre. —Ángeles... Es muy importante que recuerdes siempre quién sos. Esto te ayudará a recordarlo —le dijo mientras le entregaba una pulsera de cuentas de plástico, con una medallita con un símbolo extraño—. Cuidala mucho, por favor. Ella se lo prometió y el anciano se fue de la misma mane-

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ra que había llegado, en secreto. Ángeles no lo sabía —¿cómo podría saberlo?—, pero ese anciano que le había regalado una pulsera era Urbino Inchausti, su abuelo, quien había desaparecido misteriosamente, mucho antes de que ella naciera.

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Bartolomé estaba exultante. Había muerto su tía Amalita, habían desaparecido todos los herederos, y el heredero universal, en consecuencia, era él. Él y su hermana, es decir, él. Tenía una felicidad que lo tenía llorando todo el día. Estaba hasta más bueno, más tierno con su hermana, con su hijito, con su mujer. Justina observaba con un amargo resentimiento esa ternura. Lo único que alumbraba un poco su alma sombría era esa frágil beba que había salvado de la muerte, y que mantenía oculta en el recóndito sótano de la mansión. Comprendió que iba a ser necesario mantenerla allí un buen tiempo, por lo que empezó a acondicionar en secreto el lugar. Lo calefaccionó y comenzó a decorarlo. Esa maternidad usurpada había despertado en  ella los sentimientos más nobles, y le había hecho revivir  su gran pasión: los musicales. Comenzó a decorar el sótano como un pequeño teatro, una suerte de café-concert. Había un escenario, había telones rojos, había música, había vida. Mientras tanto, Bartolomé, casi olvidado de su leal cómplice, hacía planes a futuro con su futura riqueza. —Se hizo justicia, che. ¡Los Bedoya Agüero volvemos a ser millonarios! —celebraba con su hermana, que ya estaba gastando a cuenta. Barto creía que su renovada posición económica descongelaría un poco el témpano que había entre él y su mujer. Su casamiento con Ornella había sido un error, él la amaba, pero ella claramente no; y se ofuscaba hasta ponerse violento cada vez que ella le sugería la posibilidad de divorciarse. Bartolomé estaba convencido de que cuando final-


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mente se hiciera de la herencia, le sería más fácil a Ornella amar a un millonario, y podría, por fin, vivir su vida feliz. Pero una vez más, algo complicó sus planes. El día en que se hizo lectura del testamento descubrió que la tía Amalita, en sus últimos minutos de vida, había agregado una cláusula en la que disponía que, a partir del día de su muerte, habría diez años de plazo para encontrar a sus herederas. Superado ese tiempo, su herencia pasaría a manos de sus sobrinos Bartolomé y Malvina Bedoya Agüero. Bartolomé deseó que su tía estuviese viva, para poder matarla él. Enfurecido, volvió a ensombrecerse y a maltratar a su familia. Diez arios era mucho tiempo, y muy riesgoso.  No creía que la pequeña Ángeles hubiera podido sobrevivir, aunque, a la luz de su escasa suerte, todo era posible. Pero había una tragedia más inmediata que la espera de esos cuantiosos años: estaba en bancarrota. Vivía en una suntuosa mansión —en el testamento su tía le permitía seguir viviendo allí—, pero no tenía un centavo; y sin embargo tenía una vida onerosa y apariencia de hombre rico que sostener. Entonces encontró una solución. Había, además, una cláusula en el testamento que estipulaba una donación, sin demasiadas especificaciones, de unos cuantos miles a algún orfanato. Compadecida con el infortunio de su nieta a la que no llegó a conocer, Amalia quiso expiar sus culpas con caridad. Entonces donó una buena suma a cualquier institución que protegiera niños. Ésa fue la luz de esperanza que encontró Bartolomé. De ninguna manera aceptaría que unos huérfanos roñosos percibieran un solo peso de su fortuna. Decidió convertirse él en esa institución. Creó una fundación destinada a dar asilo y educación a niños de la calle. Necesitaría un lugar donde albergarlos, sería el área de la servidumbre de la mansión. Obviamente también tendría que encontrar un par de chicos, y con la ayuda de Justina y algún contacto que conservaba en la policía, consiguieron algunos. Era indispensable contar con la autorización de un juez, por eso recurrió a Adolfito Pérez Alzamendi, el padre de un compañerito de colegio de su hijo.

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En tiempo récord creó la Fundación Bartolomé Bedoya Agüero, más conocida como la Fundación BB, dedicada al cuidado de niños desamparados. Cuando la fundación fue aprobada, y llegaron los primeros niños, Bartolomé recibió entonces esa pequeña parte de la herencia. Alcanzaba para un año de vida ostentosa. Pero claro, ahora debía dar de comer, vestir, educar y cuidar a esos roñosos. Y eso costaba dinero. Entonces fue Justina quien le acercó una solución: que los niños lo generaran. En el sector de la servidumbre se conservaba un viejo taller de juguetes. El viejo Urbino Inchausti, abuelo de Ángeles, había sido un aficionado a los juguetes, y había acondicionado un espacio donde despuntaba el vicio. Era un taller artesanal de lujo. Justina sugirió que podían poner a los chicos a hacer falsificaciones de juguetes de colección, que luego colocarían en el mercado negro. A Bartolomé le encantó la idea, pero como el negocio de las falsificaciones tardaría en funcionar y el dinero se iba rápidamente, había que encontrar paliativos. De inmediato. Él sabía que nada genera más lástima y culpa que un pobre niño pidiendo en la calle. Decidió, entonces, mandar a los chicos a pedir limosna. Cuando la limosna era grande, Bartolomé no desconfiaba. Pero cuando la limosna menguaba, entonces los obligaba a usar las dotes que los niños habían desarrollado en la calle: robar. Así fue como la Fundación BB encontró su auténtico rumbo. Por fuera, se trataba de una fundación altruista, dedicada al cuidado de la infancia. Por dentro, era un lugar frío y cruel, donde los chicos eran obligados a fabricar juguetes, pedir limosna y robar.

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Si uno está atento, puede observar, antes de que llegue el amor, una serie de detalles sutiles que lo anticipan. Como la brisa suave y fresca que anticipa una tormenta o como la oscuridad profunda que anticipa el amanecer. Cuando llega vl amor, antes que él, cual mensajero, llega la magia. La magia que produce encuentros, casualidades, lugares y moitientos indicados. La magia que nos vuelve visibles a los ojos de otro. El 21 de marzo de 2007 hubo magia en un lugar muy iiingico. Ese día comenzó una historia que cambiaría la vida de un grupo de personas, para siempre.


Ramiro Ordóñez fue en otro tiempo un niño feliz. SI existe algo peor que no haber

conocido nunca la felicidad, es haberla experimentado y luego haberla perdido. No una Felicidad de ensueño, publicitaria, desmedida. La suya había sido una felicidad modesta, pero que alcanzaba. El motivo de su dicha era su madre y sus rizos dorados, su hermanita, la pequeña casa en la que vivían, la escuela a In que iba, el delantal siempre blanco y con olor a limpio, todos los libros que coleccionaba con pasión, la hora de la merienda, el programa de música que daban los sábados en In tele, su cuarto cálido y siempre ordenado, los pocos juguetes bien conservados que tenía, el cine un sábado al mes, la vlititarra que veía a diario en la vidriera de la casa de instrumentos, la alcancía en la que su madre ponía día tras día una moneda y esperar ansioso que fueran tantas que alcanzaran para comprarse esa guitarra. Una espera feliz. Ver crecer a Alelí, su hermanita, los primeros pasos de ella, la

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risa de su madre cuando la niña empezó a llamarlo Rana, porque  Rama no le salía. Viajar con su mamá en el último asiento del colectivo, los picnics que ella organizaba para él y sus amigos en el parque, las tardes de lluvia leyendo libros de piratas y extraterrestres y de búsquedas del tesoro y de amor. Todo eso conformaba la felicidad de Ramiro. Pero un día, de manera casi imperceptible, sutil como un cambio de estación, algo empezó a variar. Su madre sonreía cada vez menos y sus rizos dorados perdieron brillo, su delantal ya no estaba tan blanco ni tan limpio, ya no había monedas en su alcancía ni nuevos libros, desapareció el cine un sábado al mes. La guitarra en la vidriera se veía cada vez más inalcanzable. Su felicidad se había vuelto translúcida, sólo quedaba la sonrisa de Alelí, que nunca se apagó. Y con el correr de los días su madre no sólo no sonreía, sino que ahora lloraba. Tuvieron que dejar su casa modesta, limpia, cálida. Fueron a vivir a la de una amiga de su madre, que parecía siempre molesta. Su madre tenía que viajar, se le escapaba el futuro. Y mamá se fue. Mamá llamaba al principio una vez por semana. Mamá dijo que mandaría monedas, unas que valían más que las de acá. Mamá dijo que todos irían a vivir a otro lugar, un lugar donde siempre era verano. Un lugar donde todos volverían a sonreír. Pero mamá no volvía. Mamá no mandaba monedas. Y mamá dejó de llamar. La amiga de mamá estaba cada vez más enojada y trataba muy mal a Alelí. Un día le pegó. Ramiro sintió odio por primera vez en su vida. Esa señora un día los subió a un colectivo y viajaron mucho. Fueron hasta un lugar muy feo y frío, donde los obligó a bajar. Alelí tenía sólo cuatro arios, y él apenas diez. Les dijo que esperasen ahí. Que volvería enseguida. Y se fue. Pero nunca volvió. Tampoco ella volvió. Se hizo de noche y Ramiro no sabía cómo regresar. Y tuvieron que crecer de golpe, estirar la piel, saltar la niñez hacia una juventud imposible. Y entre las cosas que Ramiro aprendió fue una nueva palabra, el nombre de ese lugar donde estaban: orfanato.

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Un año más tarde aún luchaba contra la desesperanza, y por las tardes, él y su hermana se escapaban del orfanato para ir a pedir limosna, con la ilusión de juntar dinero para alquilar una casa donde vivir juntos. Con sus once años, Ramiro creía que ese sueño era posible. Una tarde, mientras pedían  limosna, se les acercó una mujer que fue una promesa de recuperar la felicidad perdida. Les ofrecía una casa, una niñez a resguardo, vivir con otros chicos, estudiar, y poder crecer tranquilos, como se merecen todos los niños. Ramiro y Alelí llegaron a la Fundación BB cuando Ramiro tenía once arios y Alelí cinco, pero a los pocos minutos de la edulcorada bienvenida de Bartolome, la promesa de la felicidad recobrada se esfumó. Pronto entendió que la vida sería cara en la Fundación, habría que pagarla pidiendo limosna, fabricando juguetes y robando. Le dijeron que eso era trabajar, que él era todo un hombrecito y era tiempo de hacerlo. La felicidad se volvió una hilacha, menos que un recuerdo. Pero mientras Justina los conducía hacia las habitaciones, Ramiro vio algo que, por un instante, reencendió el brillo de sus ojos: una guitarra. —¡Ni se te ocurrra tocar eso! —le advirtió la mujer—. Es del  niño Thiago, el señorito de la casa. Y sacó a ambos de la sala, pero Ramiro ya sonreía. Esa guitarra, como un eco del pasado,  por un instante fue un retazo de aquella felicidad perdida.

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Lleca era, sobre todo, un chico simple, de seis años, y resolvía todo con simpleza. Había vivido buena parte de su vida en la calle, y como allí aprendió a hablar al «vesre», todos le decían Lleca, calle al revés. Sabía poco de sí mismo. Que había sido encontrado por el grupito de «bepis» con los que andaba cuando apenas tenía dos años —un poco más o un poco menos— y que desde entonces había vivido en la calle. Ésa es su historia. Punto. Simple. Como se crió sin tener nada, no extrañaba nada. No lamentaba ninguna pérdida ni la ausencia de un padre o una madre. Después de todo, ninguno de sus «gomías» tenía un padre o una madre. Su única preocupación era evitar a la policía o a los asistentes sociales, que terminarían llevándolo a un orfanato. Por lo demás, tenía la vida resuelta. Sobrevivir en la «Ileca», para él no era un problema, era algo fácil. Simple. Lo único que lo inquietaba, y que a veces lamentaba, era no tener un nombre. Él era Lleca, y estaba bien, le encantaba ser Lleca. Era popular y querido, y defendido por los más grandes. Ser Lleca, además, significaba tener mundo, ser el negociador, el que conseguía todo, el que se las ingeniaba. Pero no tenía nombre. Todos en su grupo tenían uno, aunque no lo usaran. El «Bicho», aunque nadie le dijera así, se llamaba Martín. El «Furia» se llamaba Ramón, pero no le gustaba, prefería que lo llamasen Furia. Estaba Tito, que se llamaba Robertito; estaba Pancho, que se llamaba Francisco. Todos tenían un nombre, menos él. Un día pasó lo más temido: estaba durmiendo en el inte-


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rior de una galería cuando cayó la policía con un asistente social y lo llevaron a un juzgado. Del juzgado lo llevaron a un instituto de menores, y del instituto de menores, a un orfanato. Y de ahí lo habrían trasladado a otro instituto si no hubiera usado su astucia. En ese orfanato había un chico más grande, de unos diez u once arios, rubio y muy peleador. Ese chico tampoco tenía nombre, le decían Tacho. Lleca se acercó a él y logró que le hablase, ya que Tacho no hablaba con nadie. A los pocos días se enteró de que su silencioso compañero iba a ser trasladado a una fundación. Y entonces comprendió que ésa era su chance. Unas horas más tarde, Tacho llegaba de la mano de Justina a la Fundación BB. Cuando Bartolomé fue a abrir el baúl del auto para sacar las pertenencias de Tacho, se encontró con el pequeño Lleca, que sonriente y con picardía les dijo: —¿Qué sapa, boncha, todo liso? A lo que Barto, azorado y divertido, contestó: — Re liso, che. ¿Y vos quién sos? — Lleca —contestó él con simpleza. Rápidamente, Bartolomé  pidió la tutela de ese pequeño atorrante, y allí se enteró de que no tenía nombre. — Esto hay que arreglarlo, che. Vamos a ponerte un nombre, purrete. A ver, elegí vos, ¿cuál te gusta? Pero Lleca, con una determinación inusitada para un niño de seis arios, se negó a recibir un nombre cualquiera. Él estaba seguro de que su madre, al dar a luz, le había puesto uno, y él sólo usaría un nombre el día que descubriera el suyo.

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Muchas veces las personas se convierten de grandes en lo opuesto a lo que fueron en su  niñez. Ése fue el caso de Juan Morales, que sería algún día un joven valiente, decidido y fuerte, la antítesis del niño frágil, temeroso y vacilante que era a los siete arios. Había nacido en un monte, cerca de un pueblo perdido en el norte. Su familia era pobre, más allá del eufemismo «humilde», mucho más que eso. Pertenecía a una familia muy numerosa. Eran, hasta ese momento, ocho hermanos. Y en una familia tan numerosa, los débiles de la manada deben espabilarse o quedan rezagados. Juancito no tenía muchas luces, pero tenía un aliado: su hermano mellizo. El Melli parecía más débil, era más pequeño de cuerpo, más flacucho, pero era muy despierto. Ambos tenían una unión inquebrantable, estaban como soldados. El Melli era quien ayudaba a Juan a atravesar uno a uno todos sus miedos, ya que Juan le tenía temor a todo, y en especial al campo de ortigas. Para ir desde la casa hasta el arroyo, podían tomar el camino largo, que les demandaba unos treinta minutos a pie. O tomar el atajo y cruzar el campo vecino en cinco minutos. Claramente, el atajo era más cómodo, salvo por el hecho de que el campo  vecino estaba lleno de ortigas. Ortigas vigorosas, enormes, más altas que ellos. Rozar apenas una hoja de esas ortigas gigantes significaba ardor e hinchazón en las piernas y en los brazos. Pero el Melli tenía un secreto. Y Juan se negaba a creerlo. —Si no respirás, la ortiga no te hace nada —afirmaba el Melli. Para Juan eso era absurdo, un sinsentido, y seguía haciendo el camino largo, aun cuando el Melli le demostraba

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saltando entre las ortigas que, si no respiraba, la ortiga no lo lastimaría. Una tarde de verano estaban jugando en el arroyo y Juan tuvo una sensación, como un animal que presiente un peligro aun antes de que éste sobrevenga. Juan era puro instinto, y ese día sintió que algo cambiaría, y para siempre. Al volver a la casa, el Melli enfiló hacia el camino largo. Pero Juan sintió que tal vez ésa era la última chance que tendría de hacerlo. Entonces miró a su hermano, en quien confiaba más que en nadie. —¿De verdad la ortiga no arde si no respirás? —preguntó. —Te lo juro, Juancito, vos me viste. — ¿Y cómo es? —Vos nada más tenés que respirar hondo, aguantar el aire, y mandarte. No tengas miedo, dale. Juan lo miró. Ésas eran las palabras mágicas. «No tengas miedo». Si el Melli lo decía, era hora de superar lo que le impedía hacerle frente a ciertas cosas. Ambos  cruzaron el alambrado. Se pararon al borde de las ortigas.  Se miraron. Se sonrieron. No eran gemelos idénticos, eran bien distintos, pero si alguien los hubiera visto en ese momento, no lo habría dudado: ¡eran tan hermanos! El Melli lo miro, le hizo un gesto, y respiraron bien hondo. Cerraron la boca, contuvieron el aire, y el Melli empezó a correr. Y Juancito lo siguió. Ambos corrieron unos cien metros hasta llegar a un claro. Ahí soltaron el aire. — ¿Y? —preguntó el Melli, adivinando la respuesta. — ¡Es verdad! —exclamó fascinado Juancito—. ¡Ni arde, ni pica! ¿Cómo puede ser? — No sé, ¡pero es! ¡Vamos! Volvieron a tomar aire, y vuelta a correr. Y así atravesaron el campo de ortigas, sólo deteniéndose para respirar un poco y volver a correr. Al llegar a la casucha donde vivían, se encontraron con varios hechos extraños. El primero, en el patio de la casa había un señor y una señora muy bien vestidos. El segundo, la madre de ambos estaba con la cabeza gacha, con una

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expresión más o menos compungida, casi llorando. Eso era algo muy extraño. Y lo  tercero, sobre una mesa había un televisor. Eso sí que era raro. No tuvieron tiempo de festejar, ya que antes de abrir la boca, el padre, severo, les informó que el Melli  se iría con los señores, ya que lo iba a adoptar una familia de la Capital. Y no dijo más. Ambos hermanos se miraron. Sus corazones se estrujaron a la par. Desgarro y dolor. Y rebeldía. Pero al papi no se le discutía. Al papi sele hacía caso, y se le tenía miedo. Juan pensaba que no podría sobrevivir sin su hermano. Tenían ambos siete arios, y apenas si sabían decir no. Juan estaba sentado en el fondo, dándole la espalda a la partida de su hermano. El Melli se acercó, y le dijo que lo dejaban ir a la ciudad con él, y despedirse allí. Juan asintió, y fue calladamente hasta el auto de los señores bien vestidos, que le abrieron la puerta con una sonrisa, y él subió. Cuando se cerró la puerta, el auto arrancó. Juan se alarmó porque el Melli aún no había subido. Miró por la ventanilla, y vio que lo saludaba con gran tristeza en su rostro. La mujer bien vestida giró y sonriente le dijo: — Así que te dicen Melli... — No, a mi hermano le dicen el Melli. —Mejor te vamos a llamar por tu nombre, es más lindo, ¿no? ¿Te llamás José? Aun con siete años y sus pocas luces, Juan comprendió lo que estaba ocurriendo. José, el Melli, su hermano, el que no le tenía miedo a nada, se había asustado. Lo asustó la idea de ser adoptado, de dejar el monte y la familia. Y por miedo lo había mandado a él en su lugar. Su hermano, una parte de sí mismo, lo había traicionado. Desde ese momento, su vida cambió para siempre. Su familia lo había entregado a cambio de un televisor. Blanco y negro. Y así fue  su vida a partir de ese día: en blanco y negro. Su mutismo desconcertó a la familia adoptiva. Nunca se adaptó. La nueva madre terminó rechazándolo y los días en esa casa fueron un infierno. Hasta que escapó.

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Vagó por la ciudad, por la vida. Conteniendo el aire, como en un gran campo de ortigas. Desde la traición del Melli, de su otra mitad, ya no podía confiar en nadie. Se metió en problemas. En muchos problemas. Terminó rodando por institutos y reformatorios. A esa altura, el miedoso Juancito se había convertido en puro resentimiento. Ya no le tenía miedo a nada. Sólo al Escorial, un reformatorio para niños y jóvenes problemáticos. Un robo, una pelea callejera, un policía y la intervención de un asistente social. Pero algo ocurrió a último momento. Alguien lo rescató. Alguien evitó su traslado al Escorial. Y en su lugar, lo llevaron a una fundación, la Fundación BB. Su instinto le decía que ese señor de rulos y sonrisa falsa era peor que un campo de ortigas. Tenía once arios, mucho resentimiento y mucho odio acumulados cuando llegó a la Fundación BB. Allí conoció a un chico rubio y de ojos tristes que se llamaba Ramiro, quien seriá, con el tiempo, su hermano, esa mitad que perdió el dia, que el Melli lo traicionó.

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—La vida es una rueda, rueda con ella —le decía siempre su madre. O tal vez lo dijo sólo una vez, pero a Jazmín le quedó grabado a fuego. Ella no entendía lo que su madre quería decirle. Todavía no podía pensar en metáforas, por eso imaginaba la vida de verdad como una gran rueda de auto. Esa frase que su madre repetía era una más de las tantas cosas que no le cabían en la cabeza, pero la aceptaba. No comprendía la infinidad de rituales y tradiciones que preservaba su familia. Para cada pregunta de ella siempre había una única respuesta: — ¿Por qué tenemos que usar pañuelos en el cabello? — Porque somos gitanos. —¿Por qué hacemos palmas? — Porque somos gitanos. —¿Por qué el abuelo parece llorar cuando canta? — Porque es gitano. — ¿Por qué no puedo jugar con esas chicas? ¿Por qué se ríen de mi en el colegio? ¿Por qué tengo que bailar así? — Porque somos gitanos. — ¿Por qué papá y el tío pelean tanto? ¿Por qué tienen cuchillos? ¿Por qué gritan y los clavan en la mesa de madera? — Porque somos gitanos. Ser gitano lo explicaba todo. Y sin saber por qué, sentía orgullo de ser gitana. No sabía qué significaba serlorpero su madre lo decía con orgullo y su padre también. Sus abuelos, tíos y primos gritaban y cantaban con orgullo: ¡somos gitanos! Todos hacían palmas cuando ella bailaba flamenco, y le gritaban, y la vivaban, y los tacos repiqueteaban en el tablao, y el olor de las rosas, y la seda roja brillante, y ese canto que parecía un llanto. Somos gitanos. Y con orgullo.

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Ser gitano es todo en un mundo de gitanos. Ser gitano

es nada en un mundo de payos. Jazmín cumplía siete arios. Era un día de lluvia y no podían salir. Su madre hizo palmas. Y cantaron y bailaron en su habitación. Su papá le regaló una  cámara de video. Su mamá la filmaba mientras ella bailaba y cantaba:


Vienes arrepentida, vienes pidiendo perdón... Diciendo que me quierest que he sido tu primer amor...


De pronto un grito. ¿Por qué gritan? Porque somos gitanos. Más gritos. La sonrisa de su madre se desvaneció. Miedo en sus ojos. Su madre la escondió bajo la cama y le hizo prometer que no saldría. Desde su escondite, ella vio los zapatos de su padre, los zapatos de otro hombre. Olor a cigarro. Más gritos. Se tapó los oídos. Oyó un grito desgarrado. Su padre cayó. Su madre también cayó. Sangre. Dolor. El hombre apagó su cigarro en el piso. Y se marchó. Todos lloraban y gritaban, lamentándose en el entierro de sus padres. Muchos juramentos, maldiciones y plegarias. Muchas viejas vestidas de negro. Y luego, mucha soledad. Ella tenía entonces que ir a vivir con otro clan. El clan de Joselo. ¿Y por qué? Porque somos gitanos. Joselo es cruel. Is violento. Joselo es malo. Un juez vino a buscarla y le dijeron que la iban a llevar a vivir a otro lugar. Que ya no tuviera miedo, que Joselo no podría hacerle nada. La llevaron a vivir a una mansión, la Fundación BB. Ahí no la dejarán cantar sus canciones. Ni usar su ropa. ¿Por qué? Porque no son gitanos. Ahí vive un chico muy serio y muy triste con su hermanita más chica. Ahí también vive un chico rubio, de pelo largo y enrulado, siempre está enojado y es prevenido. También hermoso. Se llama Juan, pero le dicen Tacho. Él la mira, la mira mucho. Y le dice que quiere ser su amigo. Pero ella le dice que no. ¿Por qué? Porque él no es gitano. Ella sabe que hubo un día en que todo eran palmas y

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música y flamenco. Y luego hubo un día en 1 y luto y desgracia. Pero sabe también quevendra un dia en  el que todo volverá a ser palmas y música que la vida es una rueda, y ella rueda con la vida

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El día que cumplió catorce años, Marianella supo que no crecería mucho más que la estatura que había alcanzado. Vio, con ansiedad, cómo todos sus compañeros y compañeras del orfanato habían pegado el tan esperado estirón. Pero cha no. Y ya sabía —ella estaba segura— que nunca lo pegaría. En lugar de acomplejarse y compadecerse, hizo algo que salvaría la vida: empezó a reírse de sí misma, aunque Marianella no sonreía. Se reía de su baja estatura, do su torpeza, de su escaso vocabulario. Se reía mucho y esa risa la salvaba. Aunque no tenía motivos para reírse, nunca is había tenido. Sabía que había sido abandonada en una parroquia en la que vivió sus primeros arios de vida. Recordaba vagamente a I cura, incluso con algo parecido al cariño, porque la había tratado con respeto. Pero un día él no estuvo más. Y ella tuvo que irse. A los cuatro años llegó por primera vez a un orfanato. era  el primero, pero no sería el último. Desde los cuatro hasta los catorce, pasó por ocho orfanatos. O la echaban o escapaba. Marianella se había convertido en una molestia, una diminuta hormiga enérgica. Porque a Marianella se respetaba. Y si alguien no lo hacía, se convertía en una furia capaz de golpear e incendiar. Le dolía tanto su soledad, el cúmulo de abandonos que había tenido que soportar; le dolía tanto el desamor, que esenojada. Furiosa con el mundo. Y pegaba. Su vida era dura. Triste. Injusta. No tenía motivos para reir, Le habían dicho tantas veces que era una nena muy mala, que se lo había terminado creyendo. Se había

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convencido de que tenía una sonrisa horrible. Y por eso cada vez que algo le daba risa, se tapaba la boca. Una mañana de marzo el director del orfanato en el que vivía les ordenó a todos que se pusieran su mejor ropa y se peinaran. Vendría a la institución un hombre justo. Un santo que adoptaría a uno de ellos y lo llevaría a su espléndida Fundación. Marianella no creía en milagros. Sabía que no existían hombres justos, y mucho menos santos. Ni espléndidas fundaciones. Y si existían, estaba convencida de que jamás la elegirían a ella. Sin embargo, tuvo que ponerse su mejor ropa, intentar desenredarse el pelo y presentarse en el comedor. Cuando estaba entrando, un chico que siempre la molestaba quiso pegarle un chicle en su pelo enmarañado. Ella lo advirtió, le sujetó la mano y se la retorció. Se trenzaron en una pelea que ganó Marianella, ya que peleaba mejor que un hombre. Y así la conoció don Bartolomé Bedoya Agüero, quien al verla tan chiquita, tan revoltosa, peleadora y rebelde, no dudó un instante. — ¡Ésa! ¡Ésa es la elegida! Marianella lo miró con desconfianza. Y también miró a la horrible mujer que lo acompañaba, vestida íntegramente de negro, y con turbante, que la observaba con sus enormes ojos, horrorizados. Marianella había aprendido a no tenerle miedo a nada o, al menos, a no demostrarlo. Por esa razón inquirió con sumo desenfado: — ¿Y éstos quiénes son? —Tu nueva familia, querida. ¡Tu nueva familia-exclamó Bartolomé con una sonrisa beatífica. Una hora más tarde, Marianella experimentaba dos cosas que nunca había vivido: viajaba en limusina y entraba en una casa con calefacción.

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—¡Vivís en babia! Siempre en la luna, ¡chambón! —le espetaba Bartolomé a Thiago, su único hijo, cada vez que


Las pocas veces que iba a buscarlo al colegio, el viaje de egreso era un largo monólogo de retos y recriminaciones lel padre hacia su hijo. Con apenas nueve arios, Thiago había aprendido a desconectarse cada vez que esto ocurría. Desviaba apenas su mirada, y observaba a través de la ventanilla. Se iba, mentalmente, a su mundo, en el que tenía una villa feliz. Como bien decía su padre, Thiago era un niño

en  la luna. Bartolomé le exigía mucho, y lo reprendía por todo: por no cuidar el uniforme, por sacar una nota baja, por confeliarlo a sus compañeros que tenía una beca en el prestigioso y rarísimo Rockland Dayschool, por ser amigo de los más pebres y roñosos, por no hacerse amigo de los más ricos, pin no traer a casa a jugar al hijo del juez  Pérez Alzamendi, per tocar y tocar la guitarrita todo el día, por llorar cuando I4B veía gritarle a su mamá.

 el  único remanso de Thiago en su vida era Ornella, su madre. El día se iluminaba cuando llegaba a casa y estaba

 esperándolo con la merienda. Le encantaba comer lentamente las tostadas con manteca, demorando hasta que se enfriaba el chocolate caliente, mientras le contaba cómo había sido su día en el colegio, qué le había dicho la chica line le gustaba o compartía con ella la nueva canción que bahía sacado con la guitarra. Ornella lo escuchaba con mucha atención, como si todo lo que él contara fuera muy mportante. Y es que lo era. Y Ornella lo sabía. Un día de invierno, mientras regresaban del colegio,

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 Thiago percibió que los gritos de su padre tenían un tono distinto. Le recriminaba las mismas cosas de siempre, pero había algo diferente en él: lágrimas en sus ojos. Bartolomé no lloraba, claro que  no, porque hacía un gran esfuerzo para no dejar escapar las lágrimas. Al llegar a la casa, notó que su madre no estaba, ni tampoco la merienda. La única explicación que Bartolomé le dio fue: —Tu madre nos abandonó. No quiero llantos ni berrinches, hacete hombre de una vez, ¡che! No la extrañes, ni eso se merece —y se encerró en su escritorio. El mundo de Thiago se rompió en mil pedazos. Era imposible que su madre lo hubiera abandonado. Tal vez sí a su padre, y lo bien que hubiera hecho, pero no a él. No tenía sentido, era un absurdo. Sin embargo, pasaban los días, y Ornella no volvía, ni llamaba. Cuando le preguntó a su padre dónde estaba su mamá, ya que quería ir a verla, Barto le contestó que «estaba prendiendo sahumerios en la India». El libro de geografía mostraba dónde estaba la India, el diccionario explicaba qué era un sahumerio. Pero ningún libro explicaba el abandono de su madre. Un año después de su desaparición, Thiago recibió una carta de Ornella, que ahora firmaba como Kendra; ése era su nuevo nombre. Le explicaba que estaba «buscándose» en la India, donde había encontrado la paz. Que lo quería mucho pero que ambos debían aprender a ser seres independientes. Y finalizaba  diciendo: «Te adoro, Lunarcito. Kendra». Thiago dejó la carta con desprecio, y nunca volvió a leerla. Guardó su dolor y empezó a mirar la vida como a través de una ventana. Estaba sin estar, miraba sin ver, oía sin escuchar; estaba en su mundo, en la luna. Y desde allí veía cómo la vida cambiaba a su alrededor. Justina, el ama de llaves, se ocupaba de él y lo trataba con mucho cariño. Su tía Malvina revoloteaba por la casa, inmersa en su propia luna. Barto estaba alterado, la herencia no se  destrababa, necesitaba cash. Y cuando la casa empezó a llenarse de chicos

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huérfanos, no le permitieron acercarse a ellos, que vivían en un ala apartada de la casa. Se sucedieron otoños, inviernos, Primaveras y veranos. Todo cambiaba a su alrededor, y Thiailo lo veía a la distancia, desconectado. Sin sentir ninguna tiloción. Un día su padre decidió que debía hacer sus estudios secundarios en Londres. Y, sin más, en dos días estaba viajando, solo, al instituto donde pasaría los siguientes tres años. Para Thiago todo daba lo mismo. Vivir en la mansión én Londres era un detalle. En Londres había mucha niebla, y eso lo ayudaba a i’sconderse, a ser un solitario. Se sucedían los meses, las cla.dis, los profesores, y Thiago seguía en su luna. Man on the mon le decían, en broma, sus compañeros. Ése era el título una canción de REM. Una tarde entró en su habitación de la residencia estuiliantil. Su compañero de cuarto había traído una guitarra. I di tomó y empezó a tocar algunos acordes, como recordando tul hábito que había abandonado hacía muchos arios. Intuii va mente empezó a tocar los acordes de Don’ t look back in ’I mor, una canción de Oasis que sonaba mucho en Londres por esos días, y que le encantaba, una canción que le provocaba una tristeza indefinible. Entonces empezó a cantar.


Slip inside the eye of your mind don’t you know you might find a better place to play...?


Las lágrimas empezaron a rodar por su mejilla. Después ilp muchos arios por fin pudo llorar. La canción le decía que ti lo profundo de su mente debía saber que debería enconar un mejor lugar para jugar.


You said that you’d never been but al] the things that you’ve seen will slowly fade away...

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Su voz se quebraba mientras cantaba, el llanto invadía todo. Sus ojos, su voz. La canción le decía que todas las cosas que había visto se desvanecerían en su mente...

So I start a revolution from my bed...

La canción le pedía que comenzara una revolución, y él lo hizo. Llorando, armó su bolso. Puso todo lo que tenía, que no era mucho. Y corrió a la estación del tren. De allí al aeropuerto. En el aeropuerto buscó un cibercafé y allí escribió una autorización como si fuera su padre. La imprimió, falsificó la firma y la adjuntó a la que había sido firmada ante un escribano. Luego se dirigió a  la compañía aérea que había extendido su pasaje de regreso para el mes de julio, y pidió cambiarla para ese mismo día. Pagó cien libras y esperó la hora de embarcar. Durante todas las horas que duró el vuelo, la canción sonaba y sonaba en su cabeza.


Don ’t look back in anger...


«No mires hacia atrás con ira», le sugería la canción. Y él no podía dejar de escucharla en su cabeza, mientras el avión iniciaba las maniobras de descenso.

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—Eudamón va con hache? —preguntó por preguntar una joven hermosa y frívola que se había sentado en la primera fila del aula magna de la Facultad. La muchacha se destacaba del resto, no sólo por su belleza, sino también por su atuendo, más apropiado para un cóctel que para una clase de arqueología. —No, Eudamón se escribe sin 17,-che. Se escribe exactamente como está escrito en el pizarrón —contestó el doctor Bauer, el brillante arqueólogo que estaba dando su clase. —Ah, ¡qué bólida! —dijo entre risas la alumna, tratando de captar la atención del profesor, pero él ni siquiera la miró, y continuó apasionado con el tema. La joven era Malvina Bedoya Agüero, hermana menor de Bartolomé y tía de Thiago. De chiquita, fue una nena consentida, superficial y caprichosa. De grande, seguía siendo igual. Cuando terminó el colegio secundario —dos años más tarde de lo que debía, dos veces repitiente—, se anotó en la carrera de diseño de indumentaria, porque le costaba muchísimo conseguir carteras que combinaran con los zapatos. «Oh, my God, ¿tan difícil es combinar una cartera con un zapato?» Si anotarse en la carrera le resultó difícil, mucho más complicado fue encontrar el aula donde se dictaba la materia que buscaba. Abriendo puerta tras puerta, se topó con el aula magna, donde se cursaba el último nivel de arqueología. Al asomarse creyó oír una frase clave —¿«trabajos en cuero»?— y pensó que por fin había dado con su clase. Y ahí lo vio, al frente del salón, con una camisa a cuadros abierta —divina—, sobre una musculosa verde militar —soñada—,

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unos pantalones cargo, unos borcegos deslustrados por el uso y un sombrero de cuero marrón gastado. «¡Me muero muerta! Este profe sí que sabe de moda», pensó y se sentó. No podía dejar de mirar sus ojos azules, su pelo dorado, sus dientes blancos —¿dónde se hará el blanqueamiento?—, ni dejar de escuchar el sonido de su voz. Le encantaba oír las palabras que decía, aunque no entendía nada. Y por supuesto nunca se enteró de que estaba en una clase de arqueología. Nada de eso importaba, porque al final de la clase sabía dos cosas: que Eudamón se escribía sin hache —¿o con hache?—, y que quería ser la novia del doctor Bauer. Concurrió puntualmente a cada clase de arqueología y, aunque seguía preguntándose cuándo empezarían a hacer trabajos en cuero, le fascinaba sentarse en la primera fila e imaginar diferentes maneras de abordar a Nick, como ya lo llamaba íntimamente. Él, seguía ignorándola, no por descortesía, sino porque cuando daba clases viajaba en el tiempo, al tiempo del que hablaba. Habían pasado unas pocas semanas cuando Malvina decidió que era hora de actuar. Enterada de que Nick daría una charla fuera del ámbito de la Facultad, decretó que ése sería el momento de aproximarse a él. Concurrió al museo con un vestido azul eléctrico, soñado, y escuchó paciente toda la charla. Luego, durante el cóctel, por fin pudo captar su atención. Él la vio y se deslumbró con su belleza. No asoció a esa mujer con la alumna que escribía Eudamón con hache, pero enseguida ella le aclaró de dónde lo conocía y lo felicitó por las clases, aunque se permitió criticarle que había poca práctica, que quería empezar a trabajar con cuero. Aunque él no entendió bien a qué se refería, le anunció que las clases siguientes tal vez fueran menos teóricas, ya que sería reemplazado por otro docente: estaba a punto de hacer un importante viaje. Ella se sintió morir. ¿Dos meses sin ver a Nick? ¡No way!

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el comentó que viajaría a Francia, a la Cóte d’Azur, donde (lela ría un seminario. ¿Dos meses entre francesas divinas? ¡No way! Viajaría con su hijo. ¿Nick tiene un hijo, es casado y feliz? No way !

el le contó que era padre soltero, que la mamá no vivía con ellos. Y mirando la  hora se disculpó, debía apurarse porque viajaba esa misma noche. ¿Nick se había ido sin llevarla o casa, sin besarla ni proponerle ser novios esa misma noche? ¡No way!


ltartolomé puso el grito en el cielo cuando Malvina le exijio un viaje a Francia, en primera por supuesto, mínimo ejetuya, hoteles de lujo y tarjeta sin límite. Ya hablaba de Nick limo su novio. Bartolomé ignoraba que apenas si habían onversado una vez, por lo que concluyó: «Que te lo pague in novio». Pero Malvina era insistente, persuasiva, y jugó su mejor arta. Aunque era bastante bólida, sabía conseguir lo que (leería. Tenía la información de que la herencia de tía AmaI da estaba trabada, pero sabía también que, en un gesto herno, su tía le había adelantado un suculento monto de ésta, la absurda cláusula de que sólo accedería a ella cuando so casara. Con ese argumento convenció a Barto. Ese viaje podía ser la ocasión de afianzar el noviazgo. Bartolome aceptó con la esperanza de casar a su hermana y al fin percibir algo de la herencia. Viajaría en turista, por supuesto. Iría a hostels con baño compartido. Y nada de tarjeta. Sólo debía sacar más horas a los purretes a la calle para solventar el gasto. Malvina partió hacia Francia. Grande y grata fue la sorpresa de Nicolás cuando la vio allí. Empezaron a frecuentarse: a veces ella iba a sus clases, a veces iban a  pasear por la playa. Por las noches él la dejaba en la puerta  de un gran hotel cinco estrellas. Ella lo saludaba desde la entrada, y cuando él se iba, ella caminaba diez cuadras hasta su hos-

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-tel. Pero Malvina logró lo que quería: ser registrada por Nicolás. Fue conociendo su vida. Supo que estuvo muy enamorado de su ex mujer, Carla. Se enteró de que ella lo había abandonado para irse con su peor enemigo, Marcos Ibarlucía. Que él se hizo cargo de Cristóbal, su hijo recién nacido, y que mantenía vivo el gran sueño de su padre y de su abuelo: encontrar la Isla de Eudamón. Una noche de verano —Malvina estaba sorprendida de que en Francia hiciera tanto calor en julio—, mientras caminaban por la playa, iluminados por una luna enorme que se reflejaba en las aguas tranquilas del Mediterráneo, Nicolás le habló de sus fantasías y anhelos. Y ella comprendió que había alcanzado el suyo.


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Nicolás Bauer era el único hijo del doctor Andrés Eneas Bauer y Berta Gough. Criado desde chico como un adulto, se transformó de grande en un adulto niño. Nicolás nunca supo decir no. No sabía decirle no a Berta cuando le hacía el corte de pelo  a la taza ni cuando lo vestía con bermudas y tiradores. No sabía decirle no a su padre cuando, como único paseo, lo llevaba una y otra vez al Museo Arqueológico Nacional. Nunca pudo decirle no a su madre, que se entregó a la depresión tras la muerte de su padre. Obsesionado y tildado de delirante, el doctor Bauer murió en un naufragio, tras una pista falsa que lo conduciría a Eudamón. Berta quiso evitarle ese destino a su hijo, y lo persuadió de estudiar otra carrera. Medicina. Nicolás no pudo decirle no, y tampoco pudo confesarle que, en secreto, estaba estudiando también la carrera de Arqueología. Berta tenía pavor de que su hijo también se obsesionara con esa loca idea de hallar la Isla de Eudamón. Isla mítica de la tribu de los prunios, cuya búsqueda incansable consumió las energías y el patrimonio del doctor Bauer padre, además de acarrearle la burla y el desprestigio entre la comunidad arqueológica. Tampoco supo decirle no a Carla, la explosiva y bella mujer que conoció en la Facultad. Carla era hermosa, apasionada... y libre. Jugaba con él, no se ataba  a nada ni a nadie. Nicolás sabía que debía alejarse de ella, que era un veneno que lo iría consumiendo poco a poco. Pero ella no lo soltaba, lo tenía atado con un lazo invisible, lo alejaba y  lo acercaba, pero nunca lo soltaba. Y él no supo decirle no. Tampoco pudo decirle no me dejes cuando ella se fue con

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Marcos Ibarlucía, un hombre al que él no conocía personalmente, pero sabía que era un traficante de reliquias arqueológicas, el peor de los crímenes para Nicolás. Tampoco pudo decirle no cuando Carla volvió a sus brazos, embarazada y abandonada. Él la recibió sin reproches y por un tiempo imaginó una vida juntos, un futuro, una familia. No tuvo la ocasión de decirle no te vayas, el día que despertó con una carta en la que ella explicaba su imposibilidad de atarse a algo. Y un hijo era algo que ataba mucho. Los abandonó, a él y a Cristóbal, el hijo de Carla y de Marcos Ibarlucía, a quien Nicolás criaría como propio. Y ahí todo cambió. Ser padre lo volvió adulto súbitamente; como si lo hubieran sumergido en un lago helado, despertó y dejó de ser un niño que no podía decir no. Dejó la carrera de medicina y se dedicó a terminar su doctorado en Arqueología. Contaba con la ayuda de su fiel amigo Mogli, un salvaje de la tribu zahorí, a quien Nicolás había salvado de la muerte  en una expedición por el África. De acuerdo con su cultura, Mogli le debía lealtad y servicio a su salvador, y por eso lo asistía con sumisión. Nicolás no aceptaba eso, y lo trataba como a  un amigo. Así constituyeron una extraña familia: un joven arqueólogo recién doctorado, un salvaje zahorí que hablaba un extrañísimo castellano, y el pequeño Cristóbal que crecía feliz, en un mundo de viajes, expediciones, leones y momias. La vida de Nicolás se había vuelto inesperadamente feliz. Era feliz viendo crecer a Cristóbal, o Cristobola como lo llamaba Mogli en su particular dialecto. Era feliz con su éxito profesional. Y era feliz con su apasionante búsqueda de la isla de Eudamón. Pero Cristóbal estaba creciendo. Ya tenía siete arios y era tiempo de establecerse, de tener una casa, un colegio; de hacer amigos y echar raíces. Y, sobre todo, Cristóbal, necesitaba una mamá. Entonces supo decir no a su deseo de vagar por el mundo, decidió establecerse. Y se dispuso a conocer a una mujer con la que pudiera formar una familia. Y apenas comenzó a pensar en eso, apareció una mujer

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hermosa que lo deslumbró. Fue en un cóctel. Ella se acercó con su espléndida sonrisa, con ese vestido azul que se movía suave, como un campo de trigo a la luz de la luna. Y le habló con esa voz de niña rica. Le hablaba de carteras de cuero, combinables con zapatos, pero él apenas prestaba atención a lo que decía. Mucho mayor fue su sorpresa cuando, a los pocos días, volvió a encontrársela en la Unte d’Azur. Pensó en el destino, Pensó en señales que no debía desoír. Compartieron varios días de paseos, de carteras de cuero y charlas sobre por qué era imposible combinar lunares con rayas. Nicolás estaba encantado. Ella no era inteligente, pero le resultaba divertida. Hacían una combinación perfecta. Ella era bella, dulce y graciosa. Él era inteligente, apasionado y soñador. Antes de que Nicolás terminara de hacerle la propuesta de ser novios, ella había dicho sí. A los cuatro meses de noviazgo, quiso sondearla sobre sus planes a futuro; no terminó de preguntarle si ella soñaba con formar una familia, cuando ella le dijo que aceptaba casarse  con él. Él no alcanzó a, decirle que Cristóbal necesitaba una madre, cuando ella le prometió que sería la madre de Cristiancito con gusto, aun cuando no lo había conocido ni recordaba bien su nombre. Casi sin darse cuenta, había programado un compromiso, una presentación en sociedad de su pareja. Y la sociedad era una cuestión importante; Malvina era una Bedoya Agüero, y ellos le daban mucha trascendencia a eso. Conocer a Bartolomé terminó de enamorar a Nicolás de Malvina. Era un hombre rico que había convertido su suntuosa mansión en una fundación en la que daba techo, colinda y estudio a un grupo de chicos huérfanos. Nicolás sinin que ése, definitivamente, era su lugar.


Una pista sobre un papiro que podía contener datos precisos de la ubicación de la isla de Eudamón lo llevó a Malasin, hacia donde partió con Mogli y Cristóbal. Mientras tanto, Ma lvina avanzó con la organización de la fiesta de compro-

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miso. Aunque la palabra fiesta, sumada a compromiso, le generó cierto temor a Nicolás, trató de no pensar en eso y siguió enfrascado en su sueño. Sólo lo recordó cuando des]           cubrió que la pista era inconducente y recibió un llamado de Malvina para chequear que su vuelo de regreso llegaría a tiempo. Al día siguiente tendría lugar el festejo. Así fue cómo el 21 de marzo de 2007 Nicolás volvió al país, se vistió con el disfraz veneciano que Malvina había elegido para él, vistió  a su hijo e intentó peinarle esa maraña de pelo imposible de desenredar, y juntos se dirigieron a la


mansión Inchausti. Había llegado la hora de sentar cabeza y comprometerse. Había llegado la hora de decir sí.


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La conmoción no ocurrió cuando la abandonaron en el bosque. Cuando ella llegó al bosque, en esa noche de tormenta, ya estaba amnésica. Lo que la dejó prisionera en un lugar sin tiempo en su cabeza fue la muerte de su madre. Ángeles Inchausti estaba tiritando en un oscuro imsillo de la mansión de su abuela. En una habitación, tras mut puerta entornada, su madre gritaba y lloraba. Un extraño hombre de rulos y una siniestra mujer toda vestida de negro, con turbante y unos ojos enormes, negros, estaban ron su madre. Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, oyó un último grito de su madre y el llanto de un bebé. Nada más. La puerta se abrió al cabo de unos minutos. La mujer sostenía a su hermano o hermana, no lo sabía. Y el hombre le dijo, casi sin mirarla: — Mamita espichó. Pasó a mejor vida. — Quiere decir que murió —tradujo la mujer viendo que la niña no entendía. Ése fue el final. Ahí se terminó Ángeles Inchausti. Lo que siguió fue como un extraño sueño. Como una madera en el mar, ella se movía de un lado a otro, sin saber dónde estaba. Cuando Bartolomé y Justina la abandonaron en el bosque, esa fría noche de tormenta, ella ya no sabía quién era. Y tampoco lo sabría la mañana siguiente,  cuando un hombre mayor que cortaba leña en el bosque la encontró, tiritando junto a un árbol. El hombre la llevó al

carromato donde vivía con su mujer. Eran los dueños de un modesto circo itinerante, el Circo Mágico. Ambos eran ya mayores y habían perdido hacía algunos años a su única hija. Se compadecieron de esa pobre

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niña perdida en el bosque, que apenas hablaba. No sabía dónde vivía ni cómo se llamaban sus padres. Tampoco recordaba su propio nombre. Amanda y Aldo Mágico eran muy buena gente y hacían siempre lo correcto, por eso comunicaron el hallazgo a la policía, que corroboró que no había ninguna niña buscada en la zona. Publicaron su foto en los diarios, pero nadie la reclamaba. Mientras tanto, el juez de menores decidió que la niña permaneciera con el matrimonio Mágico, hasta tanto dieran con su familia. Amanda era muy dulce y se ocupaba de ella con mucho esmero. Comenzó a llamarla cielo, cariñosamente, y lo que surgió como un modo afectuoso de invocarla, se convirtió con el tiempo en su nuevo nombre. Así nacía Cielo Mágico. Cielo no parecía extrañar su antigua vida. No sólo no la recordaba, sino que no se esforzaba por hacerlo. Lo único que conservaba de su pasado era una pulsera de cuentas plásticas, con un extraño símbolo. Se sentía feliz viviendo allí. Era la mimada de todos los artistas del circo, pasaba el día entero en el carromato de los enanos,  volvía siempre con algún machucón del carromato de los malabaristas, o toda pintarrajeada tras estar con los payasos. Pero lo que realmente la fascinaba eran los equilibristas. El señor Pierre Morel, que era el patriarca de la familia, no le permitió a Cielo acercarse a la cuerda floja durante mucho tiempo. —Paga subigse a la cuegda floja hay que sabeg pagagse en la vida —decía elíptico. Pasaron meses, y nunca pudieron dar con el paradero de la familia de la pequeña Cielo. Finalmente el juez le concedió al matrimonio Mágico la tutela de la pequeña, a quien pudieron documentar. Cielo Mágico ya tenía una identidad. Así, día a día, mes a mes, y año tras ario, Cielo fue creciendo feliz en un mundo fantástico. Allí no había los típicos animales de circo, ya que los Mágico no estaban de acuerdo con utilizarlos en las pruebas y números circenses, pero había

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lios perros. Cada carromato tenía dos o tres perros. Cielo hm conocía a todos por su nombre. Pasaba sus días entre asistas, lanzallamas y malabares, entre zancos y guitarras. FI circo era un conglomerado de artistas de distintas nacionalidades, por lo que Cielo empezó a desarrollar un curioso una forma de hablar muy particular. Era payasa con payasos, maga con los magos y bailarina  con los bailanPero lo único a lo que no podía acceder era a la cuerda lola. Será por eso que su gran deseo era ser equilibrista. Cuando cumplió los quince años, el señor Morel llegó Isla su carromato con una gran vara de equilibrio, y con na regalo de cumpleaños le comunicó que estaba dispuesto a aceptarla como aprendiz. Cielo Mágico comenzó a dar sus pi ’meros pasos en la cuerda floja. Comenzó en el piso, y luego fueron subiéndole la altura. Con gran destreza y gralIn, se fue convirtiendo en la mejor equilibrista que el señor Morel había visto en su vida. Cuando cumplió los dieciocho arios, hizo su debut prohional. Se había transformado en una mujer de una belleza ’mica, exquisita. Y el circo Mágico se engalanó con la nueva artista. Cielo amó mucho a sus viejis, como ella llamaba con gran efecto al matrimonio que la había criado como a una hija. Eran ya grandes, y temía no poder disfrutarlos durante varios arios más. Cuando Cielo tenía diecinueve, murió Aldo, y (los meses después, Amanda, que no sabía vivir sin él. Cielo volvió a quedar huérfana por segunda vez. Pero ya era una mujer bien parada en la vida, por eso era una excelente equilibrista, como decía el señor Morel. Sin los viejis, el circo empezó a disolverse. La solución fue venderlo, por nada, a un empresario de dudosa procedencia, que mantuvo a los artistas pero, a diferencia de sus dueños originarios, era un explotador. Poco a poco los artistas empezaron a irse, y Cielo entendió que se acercaba el momento de hacer su última función. A fines de marzo de

2007 se despediría sobre la cuerda floja del Circo Mágico. Pero un incidente involuntario precipitó su partida.

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’Iba en el aire, se podía respirar, se podía presentir. la magia y el amor llegarían a la mansión Inchausti. el 21 de marzo de 2007, mientras Marianella entraba por primera vez a la Fundación BB, Nicolás Bauer, a punto comprometerse, intentaba en vano desenredar el  pelo de Cristóbal en la habitación del hotel. Malvina corría desesperada por la mansión ultimando los preparativos de la fiesta

 Rama, Lleca y Alelí entraban en el Circo Mágico, siguiendo  la orden de Bartolome, con la intención de robar. mismo momento, Cielo deslumbraba al público con mas acrobacias y el avión en el que viajaba Thiago iba serenamente en la pista. Mientras todo eso ocurría simultáneamente, como si cruzara los hilos que unirían en un punto los diferentes destinos, frente a la mansión Inchausti una misteriosa de pelo plateado observaba el reloj con una sonrisa esperanzada

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Capitulo 02

Dos compromisos

en lo  primero que pensó Marianella apenas intuyó cómo seria su destino en ese  lugar fue escaparé. al llegar  a la Fundación BB, Marianella miró sorprendida la casa en la que viviría. El imponente portón de hierro labrado se abrió para darles paso, y ahí mismo Justina comunicó la primera regla.el porrrtón se cierra a las seis de la tarrrde, y nadie salir  ni entrar después de esa hora.

bartolomé la miró con severidad, ya que esos modos sólo generaban aprehensión en los niños. En cambio él los trataba  con una edulcorada ternura. Sabía que había un tiempo, rocoso, para ganarse la confianza de los purretes y así poder . iniciarlos en la inefable tarea para la que eran reclutados pero Marianella desconfiaba más de la sonrisa temblorosa de Bartolomé que de los ojos de lechuza de Justina. Mientras recorrían la galería que conducía a la puerta puerta principal la diminuta rebelde observaba la clásica construccion del  edificio. Y creyó ver que una horrible cabeza de bicho —una de las gárgolas que ornamentaban el frente de la mansion

— giraba a su paso. Ese lugar le daba miedo, tenía algo siniestro como un susurro de peligro. Por pura intuision se  aferró a la pequeña bolsa sucia y raída que traía entre sus brazos

la pesada puerta de madera se abrió, y Marianella sino una súbita caricia de la calefacción, algo difícil de apreciar si no se ha padecido realmente el frío. Tener frío en inviero es algo que conocemos todos, pero vivir a toda hora con frio algo muy distinto. Un frío que cala los huesos, que se siente como un dolor crónico, que no  se calma con nada. Así eran

 los inviernos de Marianella y de todos los chicos que vi-

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vían en el orfanato. Por eso, Cuando dio un paso dentro de la sala calefaccionada, la invadió una repentina emoción, y por un momento llegó a confiar en que su suerte de verdad había cambiado. Pero pronto se anotició de la segunda regla: —Este sector está prohibido para ustedes. Nadie puede entrar en la sala sin autorización. Y bajo ningún punto de vista se puede subir a la planta alta. ¿De acuerrrdo? —siguió advirtiendo Justina, remarcando mucho las erres. Y de inmediato la condujo al sector-donde viviría. Una pequeña puerta frente a la escalera conducía a la fundación propiamente dicha. Apenas la atravesó, notó el cambio. Ya no había allí paredes revestidas en madera pintada de color azul oscuro, ni pisos de mármol azul y blanco, ni hogar a leña, ni olor a lavanda, ni enormes cuadros de personas viejas, ni objetos dorados, ni estatuas desnudas. Detrás de la puerta, había paredes blanqueadas a la cal, pisos de madera resquebrajada y olor a humedad. Y frío. El mismo frío de siempre. Que la pequeña ingresara por la puerta principal, para luego negarle ese privilegio y conducirla al lugar gélido y horrible en el que viviría, no era simplemente un juego cruel y perverso. No. Era una estudiada manera de mostrarle todo lo que no tenía ni tendría jamás. Era una forma de someterla, de forzarla a aceptar su destino. Después de recorrer el estrecho pasillo que comunicaba la sala principal con el sector de los menores, llegaron hasta una especie de patio interno, techado. El frío bajaba desde la chapa del techo como una nevada invisible. En el patio había algunos pupitres, pero ningún libro. Y sobre  una pared, un pizarrón, sin rastros de tiza. Era evidente que esa especie de aula escolar no era usada con esos fines. Detrás de los bancos había dos puertas de madera con varias capas de pintura saltada. Se podía advertir que las puertas habían sido pintadas primero de verde, luego de rojo, después de blanco y por último de verde otra vez; pero habían mezclado pintura sintética con látex, y no habían rasqueteado bien la madera. Eso era algo evidente para Marianella, que cono-

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-cia mucho de oficios tales como pintura, albañilería, electricidad y plomería. justina, que llevaba sus manos recogidas a la altura del pecho, separando apenas una mano para señalar lo que iba mostrando, le indicó una pequeña puerta al fondo. —Ése es el baño. Se bañan cada dos días, cinco minutos mida más, si no se acaba el agua caliente —dijo amenazanlo y la miró como advertida de un peligro—. ¿Sos de rrresfriarte seguido vos? —Marianella negó con la cabeza, en silencio. —Más te vale... acá —expresó acentuando en exceso la última «a» y señalando el piso—, acá nadie se enferma. Acá no queremos llantos ni ñiñitas. Acá no queremos quejas, ¿está claro? Marianella ni siquiera asintió, sólo la miró con profundo desprecio. Justina sonrió con sorna, la mocosa era rebelde y osaba desafiarla con la mirada. Se le acercó, intimidante. —Acá no sobreviven los rrrebeldes, ¿sabés? —remarcó mientras miraba con curiosidad la bolsa sucia y raída que lii joven sostenía entre sus manos—. ¿Qué tenés ahí? La pregunta, casi una acusación, sobresaltó a Mar. —Cosas mías —contestó en guardia. Justina abrió grandes sus grandes ojos, y su pelo pareció erizarse. —Acá no hay nada tuyo. Acá todo es de todos. Acá todo se comparte. ¿Está claro? —y sin esperar respuesta, señaló una de las puertas—: Cuarto de los varones. Prohibido para las mujeres. —Abrió la otra puerta, y le indicó que pasara con un gesto. Marianella entró en la habitación. —Y éste es el cuarto de las mujeres. Acá vas a dormir vos. Esa cama está libre. En el placard tenés sábanas; hacete la cama, cambiate de ropa y andá para la cocina. —Giró con precisión sobre su eje y se dispuso a salir. Antes de cruzar la puerta, agregó: —En el placard hay ropa de una chica que ya no está entre nosotros. Algo te tiene que ir —fue lo último que dijo antes de salir. Marianella observó, aún aturdida, la habitación. Se parecía bastante a la mayoría de las habitaciones comunes de los orfanatos, pero en ésta había menos camas. Y, debía reconocerlo, los cubrecamas eran más lindos. Se sintió aliviada:

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por fin estaba sola. Se sentó en el colchón inferior de una cama marinera, abrió la bolsa que traía consigo y sacó un par de guantes de box. Los olió, le encantaba el olor a cuero, y se colocó uno. En ese momento, de la parte superior de la cama marinera, apareció el torso de un adolescente rubio. Estaba colgado como un murciélago, sonrió, casi teatral, y le preguntó: --Sos la nueva? Marianella respondió con un uppercut preciso y potente en el medio de la cara. El rubio gritó y cayó, estrepitoso. Marianella seguía en guardia cuando él dijo dolorido, tomándose la nariz: —El gusto es mío. Yo soy Tacho.


Aunque era muy esquiva y nada complaciente, después de un rato Marianella se disculpó con Tacho, que quedó muy sorprendido por la potencia de la trompada de la pequeña boxeadora. Él se ocupó de darle una segunda bienvenida al lugar, la llevó a la cocina y le contó algunos detalles que Justina había omitido. La cocina estaba repleta de canapés y bocaditos para la fiesta de compromiso que habría ese día. Mar estaba famélica, no comía desde la noche anterior, pero Tacho le recomendó no tocar la comida, sería peor el castigo que el hambre. Mar prefería los castigos al harnpre y, además, quería dejar bien en claro, de arranque, que era una rebelde. A Tacho le hizo mucha gracia verla comer desaforadamente, y más gracia le hizo ver entrar a Malvina, que la descubrió en plena acción. Como espectador se dispuso a mirar la escena. A pocas horas de comprometerse, Malvina estaba histérica. Nada era como ella lo había previsto: las flores no eran tantas como esperaba, ni el servicio tan top, ni los disfraces tan divinos, ni la música tan divertida. Entonces lo único que se le ocurrió fue compartir su nerviosismo con su prometido y llamarlo insistentemente por teléfono, haciendo una catarsis tras otra. Por su parte, Nicolás había dado el sí, pero era

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un consentimiento lleno de dudas, alimentadas, además, por In Israstencia de su hijo al posible casamiento, y por Mogli, el salvaje  amigo de Nicolás, que desaprobaba a la futura esposa. Los dos, que estaban desbordados, habían dado inicio a un círculo vicioso, que sólo llegaría a su fin con la interit so tajante de Bartolomé, el único que podía poner en nja n su hermana. ¡Calmate un poco, pedazo de bólida! ¿Querés que te deje antes de casarse? entendeme, Barti... ¡Estoy híper súper nervous! No me digas, che! —respondió con ironía Bartolome    ¿Cuál es el problema?, a ver... ¡Todo es el problema! ¡Hay tal crisis! —llorisqueó Malvina Empezando por el vestido! Tenía que ser marfil claro, y este no es  marfil claro, ¡es marfil clarito! ¡Pero bólida, es hermoso el vestido! Y yo lo veo más marfil claro que clarito. -¿Sí? ¡Pero claro que es claro! —aseguró y la miró con ternua-

 -. Se nos casa la bolidita, che. -Todavía no. cuándo, che? —aprovechó para indagar Bartolomé. lo unico  que deseaba era que ese casamiento destrabara la herencia.—¿Hablaron de fechas ya? No. Eso depende de Nicky. -eso depende, como siempre, de las mujeres, bolid, ¡no lo olvides! esa responsabilidad puso aún más nerviosa a Malvina, y solo  por ocuparse de algo fue a la cocina a controlar el catering, y al ver a Marianella devorándolo todo con sus sucias manos, estalló. Le venía bien el incidente para descargar toda su tensión: empujó con violencia a Mar y empezó a dar ¡gritos. -¡Sacá tus sucias manos del catering, mocoso! -Soy mujer, yo —contestó Marianella, ya airada. -¡Mocoso roñoso, ¿no te enseriaron a respetar a los seson es a vos?!

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Marianella no tenía nada, salvo dignidad. Y cuando se hablaba de respeto, ella sabía una sola cosa: a ella se la respetaba. Entonces observó que sobre la mesada de la cocina había una huevera repleta de huevos blancos. Tomó uno y con violencia contenida, repitió: —¡Soy mujer! —y explotó con fuerza el huevo contra el pecho de Malvina. Una ira roja y sorprendida invadió de tal modo a Malvina que su mano tomó impulso y una fuerte cachetada terminó estallando contra la mejilla de Marianella. Y la respuesta que recibió también fue automática, irracional: un gancho limpio y contundente cruzó la mandíbula de Malvina, que cayó desmayada en el acto. Por un instante se sintió orgullosa del gancho que le había asestado, pero por la cara de Tacho comprendió que estaba en serios problemas. Marianella decidió que no se quedaría allí para enterarse de cuál sería su castigo, y mientras Tacho trataba de hacer reaccionar a Malvina, tomó su bolsa sucia y raída, y huyó. Cruzó a toda velocidad la sala desierta, y salió de la mansión. Como había anticipado Justina, el portón ya estaba cerrado. Entonces, sin perder un segundo, lo trepó con agilidad. Siempre mirando hacia atrás en su hulda, no vio la fuente de cemento que estaba junto al portón, ti-opezó y cayó de bruces en el agua. Y de pronto una mano la ayudó a salir. Era un chico de su edad, tal vez un ario más grande, de cabello algo largo, lacio y castaño, con una sonrisa perfecta y dos lunares en su mejilla. Era Thiago, recién llegado del aeropuerto, que con aires de caballero le preguntó, mientras ella, empapada, tiritaba: —¿Y vos quién sos? Marianella no podía  pensar ni en su nombre. Sólo en esa extraña sensación que tenía en su panza, una especie de revoltijo mezclado con calor. Y un olor que le quedaría impregnado para siempre: el agua de la fuente estaba repleta de flores de jazmín. Así funciona muchas veces la providencia: escapando del destino, no hacemos más que correr hacia él.

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la magia duró apenas unos instantes, pero para Mar y thiago el tiempo se volvió espeso y los segundos se estiaron hasta el infinito. Hasta que dos gritos despertaron ambos  del trance. Era Justina quien, al ver a Marianella fuera (le la Fundación y empapada, comprendió que estaba humido. Ése fue un grito indignado. El otro, más agudo y pro’birlo de la sorpresa, lo dio al reconocer al hijo de Bartolomé. Justina tenía una tierna devoción  por el niño Thiago,como ella lo llamaba; lo había criado de pequeño, sobre todo  desde  que Ornella lo había abandonado. Thiago tenía hacia ella sentimientos encontrados. Por un lado, la particular ternura, de Justina fue lo más parecido que tuvo al cariño maternal tras el abandono de su madre. Pero por el otro, ella era la mano derecha de su padre, a quien secundaba en cada desicion –¡Niño Thiago! ¡Qué alegría! ¿Tu padre sabe que venías? preguntó como si desconociera que el joven no era bien-


-No —respondió él con una sonrisa, y agregó con ironia-

 Quise darle una sorpresa. ¡Y se va a sorrrprender tanto! —exclamó Justina, disimulando la tensión. Era evidente que no sería una sorpresa feliz para barto. Entre otros motivos, porque la causa principal del alejamiento de Thiago era que no conviviera con los chicos  Fundación. Estando cerca, Thiago podría percatarse do las actividades que allí se llevaban a cabo. Por esa misma razon  Justina tomó por los hombros a Marianella y la trató I una forzada dulzura. ----¿Y vos qué hacés, Marita, acá afuera? —Justina tenía

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esa antipática manía de deformar los nombres de las personas que no le caían bien. —Es tarde ya, ¡es peligroso quo estén en la calle! ¿Además mojada? —Sí, tropezó y se cayó en la fuente —explicó Thiago—, ¿Vivís acá? —le preguntó directamente a Marianella. Pero Justina interrumpió de inmediato ese diálogo, era gravísimo que Thiago intimara con ellos. —Sí, claro, Marianella es nueva en la Fundación. Pero andá, Thiaguito, andá a ver tu padre. Está muy excitado con el compromiso de tu tía Malvina. —¿Malvina se compromete? ¿Hoy? Me encanta cómo mo participan de todo en esta familia —dijo otra vez irónico. Y volvió a mirar a Marianella, que no le sacaba los ojos do encima. —¿Vos te estabas escapando? ¿Pasó algo? Ella amagó a contestar, pero Justina la tomó por los hombros apretándola aún más, y falsificó una sonrisa. — ¡Pero no! ¡Qué se va a estar escapando, si está rrregia acá! La mandé a buscar a Jásper, y la muy torrrpe trepó el porrrtón en lugar de abrirlo! Andá, Thiaguito, ¡anda! — ¿Dónde está? —cambió de tema Thiago. —¿Y dónde va a estar? Seguro que en el jardín trasero. — Lo voy a saludar —dijo al pasar y miró a Marianella de una manera que aceleró aún más el corazón de la joven—. Nos vemos, entonces. Ella no contestó. Lo vio rodear la mansión hacia el jardín trasero, mientras Justina sostenía su sonrisa tensa y la sujetaba por los hombros. Apenas Thiago desapareció tras la casa, el ama de llaves arremetió bestial contra la pequeña. —¿Así que escapándote, rrrata ingrata? —Marianella atinó a decir algo, pero Justina la zamarreó de un brazo. —¡Silencio entierrrro, mocosa! —gritó, atronadora—. Intenta escaparte una vez más y vas a ver dónde terminás. La tomó del brazo con violencia y la condujo otra vez hacia el interior de la mansión, y con un gesto que no pretendió disimular el tono de amenaza, agregó: — Y ni se te ocurra volver a acercarte al niño Thiago, ¿está claro? ¡Olvidate de él!

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marianella la miró sin contestarle nada. Y por lo que expresaban  sus ojos, Justina comprendió que ya era tarde: inposible que Marianella se olvidara de él.

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Lleca, Rama y Alelí llegaron al circo y se colaron con facilidad por la parte trasera. En el frente, debajo del gran cartel que rezaba «Circo Mágico», había otro más pequeño que anunciaba: «Con la participación especial de La Bailarina del Aire». Cuando salían a robar juntos, Rama trataba de evitar que Alelí participara. Él hacía doble trabajo, por él y por ella. Además sabía que a su adorada hermanita le encantaban los circos. Por eso Rama gastó esa tarde algunas monedas que había podido esconder de los ojos de lechuza de Justina y le compró un gran algodón de azúcar. Le buscó una silla vacía y la sentó ahí para que disfrutara del espectáculo mientras él y Lleca hacían el trabajo. Los tres intentaban llevar con normalidad la vida que tenían, hacía ya cinco arios, en la Fundación BB. Ya eran expertos en la materia. Jamás llamaban robar a lo que hacían, sino «trabajar». Alelí se sintió agradecida cuando Rail                ma le dijo que ella no trabajara, que él lo haría i) o r ella. Y con una gran sonrisa de felicidad aplaudió a los  artistas circenses que se sucedían. La que más le gustó fue la bailarina del aire, una acróbata rubia, hermosa, con unos enormes ojos celestes. Alelí observaba fascinada cómo la muchacha parecía volar colgada de una tela, con unas enormes alas blancas en su espalda. Pero en ese momento un hombre muy gordo se paró unos pocos centímetros delante de ella y vio que del bolsillo trasero sobresalía una billetera bastante gorda, como las que le encantaban a Justina. Vio que el bueno de Rama estaba trabajando y sintió que debía ayudarlo. La billetera estaba a la vista y gracias a eso, casi sin dejar

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e comer de el algodón de azúcar, se la quitó a su dueño, que ni se dio  cuenta. Alelí vio que el hombre miraba la hora en el pequeño reloj dorado —a Justina le encantaban los relojes dorados— y luego lo guardó en el bolsillo delantero del

chaleco También le pareció que era un trabajo fácil. Y con la misma tranquilidad de antes se lo sustrajo. Pero no advirtio que frente a ellos había una mujer que la estaba observando  Resultó ser la esposa del hombre gordo. Y ambos resultaron ser los nuevos dueños del Circo Mágico. ¡Ladrona! ¡Te está robando! —gritó la mujer a su marido-

el hombre reaccionó rápido y miró con descreimiento lo pequeña. —¡Sí, ella, la morochita te robó el reloj! —preciso la mujer. eI hombre no alcanzó a corroborarlo, que Alelí ya se Indita echado a correr. La mujer intentó atraparla y Alelí tuvo que subir a la pista del circo para eludirla. Cielo,la bailarina  del aire, vio desde lo alto la situación, y  comprendió de Inmediato lo que ocurría: los desagradables nuevos dueñoscirco  perseguían a una nena a la que acusaban de ladrona Y ella huía atravesando la pista. Sin dudarlo, Cielo decidio ayudarla y con un gesto  a su asistente le indicó que la bajara. Cielo descendió  como un ángel sobre la pista y se interpuso ante el hombre. Él intentó esquivarla, pero ella se le impidió. En ese momento había varios artistas en el esce nal ie. entre ellos el lanzallamas, que claramente detestaba al Huevo empresario. Y respondiendo a un guiño que le hizo tele, empezó a dirigir sus llamaradas hacia el hombre que Nomina en la pista. Lo mismo hicieron los payasos en sus Monoviclos, los malabaristas y los enanos. Todos empezaron u rodearlo, acorralándolo. Se armó un gran revuelo, idas, y caídas. Todo parecía parte del espectáculo. Cielo vio con sastifacción que la niña había podido escapar por la parte trasera del escenario. rama y Lleca habían visto toda la situación, y al observar  que escapaba, salieron de la carpa, la buscaron infrctuosamente  entre los carromatos, y dedujeron que Alelí había

corrido directamente hacia la Fundación. Rama le pidió a

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Lleca que regresara por la plaza. Él lo haría recorriendo el mismo camino que habían hecho  para llegar hasta el circo. Se dividieron y Rama comenzó a buscar a su hermana con                      mucha angustia. A pocas cuadras de allí, Rama empezó a oír música. Y la música era una pasión para él, cualquier tipo de música lo atraía como un imán. Se acercó al lugar desde donde provenía y vio a una chica de unos quince años, ataviada con tules y faldas muy largas de color verde, que bailaba apasionada, taconeando y moviendo sus manos como si fueran alas. Junto a ella había un pequeño estéreo en el que sonaba un tema flamenco. Apenas la vio, la reconoció. Era Jazmín   Romero, una chica que había estado viviendo en la Fundación hacía algunos arios. Jazmín era gitana, Bartolomé nunca les explicó por qué ella debió irse de la Fundación. Se detuvo unos instantes a observarla. Ella terminó de bailar e intentó detener a algunos transeúntes para leerles las líneas de la mano, pero nadie aceptó. En ese momento llegó un hombre muy ofuscado, hablaba a  los gritos y movía sus manos enormes, gesticulando. Jazmín lo llamaba Joselo,    y le suplicaba que entendiera que hacía todo lo posible. Rama comprendió enseguida la situación: así como ellos tenían un  Bartolomé que los explotaba, Jazmín tenía un Joselo. Pero Joselo era mucho más violento que bartolomé, y estaba furioso porque la gitanita no había conseguido nada de dinero.  Entonces la tomó fuerte de las muñecas y la sacudió. Jazmín no era una chica dócil, y le clavó fuerte un taco en el  pie, a lo cual Joselo respondió con una fuerte bofetada. Ése fue el límite para Rama, que saltó a defenderla. Se interpuso entre el hombre y la hermosa joven, que aún no lo había reconocido. Joselo creyó que ese adolescente de baja estatura era el noviecito de Jazmín y el causante de su baja productividad.    Esa conclusión lo llevó a querer demostrarle a la joven quién mandaba. Sacó su navaja, pero Ramiro reaccionó rápido: le pegó una fuerte patada en la entrepierna y una trompada que le hizo perder el equilibrio, Joselo no tuvo tiempo de en-

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entender
lo que había ocurrido, cuando Rama tomó de la mano a Jazmín y le dijo: — ¡Corré! Ella corrió instintiva, mirando a Ramiro y en ese momento lo reconoció. —¿Vos sos Rama, el de la Fundación BB, no? — ¡Sí, soy yo! —gritó él mientras corrían de la mano. — ¿Y a dónde estamos yendo? — ¡A la Fundación! —contestó Ramiro. — ¡No! —dijo ella y se frenó—. ¡Ahí no vuelvo! Pero Joselo estaba tras ellos, y ella se vio obligada a seguir corriendo. Rama tomó un atajo y se escabulleron.

Justina condujo de vuelta a Marianella a su habitación, Imprecándole todo tipo de amenazas, veladas y directas, en vaso de que volviera a intentar escapar; pero quedó muda al ver  en la habitación y ver allí a Rama, que le estaba alcalizando un vaso de agua a Jazmín. --Jazmín Romero! —dijo Justina en un tono que se parecia a la alegría del reencuentro, pero más bien era satisfaccion  volver a tener allí a una mocosa con la que tenía asuntos pendientes. Varios años antes, Jazmín había llegado a la Fundación ’,siendo una  niña pequeña, devastada por la tragedia, pero orgullo intacto. Desde el día en que llegó hasta el día en que se fue, Jazmín había sido una gitana rebelde y batalladora. Si Justina gritaba, ella gritaba más fuerte. Si Justina pegaba, ella pegaba más fuerte, o más tarde, pero en algun momento se la devolvía. Justina todavía tenía la marcade  la aguja de tejer que Jazmín le había clavado en la pierna tul Ilia que  Justina le había pegado una bofetada. „qué hace Jazmín Romero acá?

la pregunta estaba dirigida a Rama, pero él ni se percato, ,observando impactado a Marianella, que se había asomad detrás de Justina. Justina insistió, y Rama reaccionó.

la encontré en la calle. Estaba con el gitano ese que

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se la llevó de acá. Le estaba pegando. La ayudé a escapar y la traje. —Ramiro, andá con Lleca, Alelí y Tacho, tienen que ocuparse de eso. —¿Alelí volvió? —preguntó Rama. — ¿Cómo si volvió? ¿No estaba con vos? —Sí, pero hubo un problema en el circo y pensé que había venido para acá. —¡Andá ya mismo a buscar a tu hermana! —se preocupó Justina. Por un momento, Marianella pensó que su preocupación era genuina, pero lo único que alarmaba a Justina era que la pequeña hubiera sido atrapada por algún policía de una seccional no amiga de la casa, y que algo de los asuntos que allí se desarrollaban pudiera filtrarse. —Sí, ahí voy —dijo Ramiro. —¡Vos, conmigo, ahora! —ordenó Justina a Jazmín, que miró a Rama suplicando ayuda. Rama le tomó la mano y le dijo, tranquilizador. —Andá, va a estar todo bien. Jazmín salió con Justina. Al pasar junto a Marianella le sonrió, pero la otra sólo la miró, sin responderle la sonrisa. —Vos sos la nueva, ¿no? Yo soy Ramiro, me dicen Rama. — Soy Marianella. Y éste es el cuarto de las chicas, no podés estar acá —contestó ella, parca. — Es verdad —dijo él—. Voy a buscar a mi hermanita.  Pero la buscó en vano, ya que Alelí no estaba en la Fundación, sino que aún seguía escondida en un carromato del circo, del que no había podido salir, ya que a pocos metros estaba el hombre al que le había robado. Desde ahí veía cómo el odioso empresario discutía e insultaba a  la bailarina por haber ayudado a escapar a una ladrona y, además, por haberle producido excoriaciones. Y para colmo el hombre tenía parte del peluquín quemado por el lanzallamas. Le exigía una explicación. —¿La historia larga o la historia corta? —preguntó Cielo. —¡La corta! —gritó el empresario, que ya conocía esa


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odiosa, pregunta que ella hacía cada vez que no quería contestar algo. —La corta es que me voy, renuncio. -¡Vos no renunciás, yo te echo! ¿Me escuchaste? ¡Te echo! —Como prefiera —respondió Cielo, y se encaminó hacia ou carromato. Pero el empresario no estaba dispuesto a dejarla ir así nomás, y le informó que tanto ese carromato como todo lo que había en el circo le pertenecía. —Este carromato era de mis viejis y es lo único que me ’ligaron. ¡Es mío! — Nada es tuyo. Ni siquiera tu ropa. ¡Ese carromato se queda acá! Sacá tus trapos sucios de ahí, y te vas. Dejó que un par de matones que trabajaban para él la vigilaran y volvió al  interior del circo. Cielo no estaba dispuesta a entregar  su  carromato y subió decidida a llevárselo ft la fuerza, pero se detuvo en seco al encontrarse con la poqueria ladrona que, escondida, le suplicaba con un dedito bubre su boca que no la delatara. —Por favor, ¡no digas nada! Ayudame a escapar... —le N tiplicó. — ¡Agarrate, porque las dos nos escapamos! —dijo Cielo, poniéndose el cinturón de seguridad—. ¿Cómo te llamás? -le preguntó mientras encendía el carromato. — Alelí Ordóñez, ¿y vos? —Cielo Mágico. ¡Un gusto! Le dio la mano y apretó el acelerador. Los matones que la vigilaban apenas atinaron a correrse de su camino, y Cielo huyó del circo en su viejo carromato, que iba ganando velocidad. Carancho, el carromato de Cielo, era más que un vehículo; era un amigo, y como buen amigo era fiel. No le iba a Fallar en esa huida, aunque estaba bastante viejito y cachuzo. Sin embargo, sus fuerzas alcanzaron apenas hasta que estuvieron a salvo de los matones; entonces Carancho corcoveó, l’izo una explosión, echó mucho humo y se detuvo. Cielo en-

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tendió que debía darle un poco de tiempo, y algo de agua también. — Hasta acá llegamos, hermosa. Te llevaría a tu casa, pero Carancho no da más. —No hace falta, vivo cerca —dijo Alelí—. ¡Muchas gracias, Cielo! — De nada, hermosa —contestó Cielo con una sonrisa y una ternura única—. Pero ¿por qué robás? —preguntó, intentando que su pregunta no sonara a reproche, sino más bien a contención. Alelí se encogió de hombros y bajó la cabeza avergonzada, y se marchó. Cielo observó cómo se iba. En ese momento estaba convencida de que no podría hacer nada más por aquella nena.

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cuando Bartolomé entró en la cocina, Tacho y Lleca acbaban esconder a Malvina, desmayada, en la pequeña a. detrás del hogar a leña en desuso que reinaba con señorio en  la habitación. Ellos, acostumbrados a disimular irosencia, respondieron con naturalidad a cada una ireguntas. Bartolomé, que se mostraba muy estresado en sus manos una percha con un delicado vespoca, de seda color marfil. vieron a Justina? —les preguntó.

-fue la respuesta unánime. ¿Vieron a Malvina? Para nada. ¿Vieron a la modista? ¡Le tiene que hacer una tablita al y vestido de la bólida! Creo que en el jardín estaban los que organizan la fiesta —respondió Tacho para sacarse de encima a Barto-

 que se encaminó apurado hacia la puerta trasera que comunicaba con el jardín pero, instintivo, se detuvo y los es,


¿Pasa algo?ellos negaron con estudiada naturalidad. Bartolomé miró

a uno y a otro, y finalmente a los bocaditos que estaban sobre

la gran mesa de madera de la cocina. —¿Robaron comida, no es cierto? —ellos negaron, y Bardome sonrió—. ¡Hoy estamos de fiesta, purretes! ¡Agarren losforito cada uno, che! Y después vayan rápido a la plau la, hoy está hermoso para hacer «los rumanos» —dijo sin dar lugar a ningún comentario, y salió al jardín. [leca no dejó pasar la autorización para comer un foshirito, que al final fueron dos. Tacho regresó preocupado a

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la despensa, donde habían escondido a Malvina. Abrió la puerta, y allí estaba la futura

prometida, desmayada entre jamones y latas de conservas, con una creciente hinchazón rojiza en la mandíbula. —¿Está viva? —preguntó Lleca mientras deglutía el segundo fosforito. —Sí —respondió Tacho—. Pero cuando se despierte nos van a castigar a todos. Lleca asintió, eso era un hecho. Lo mejor que podían hacer era desentenderse, y demorar lo máximo posible el castigo. Sin mucho debate, decidieron cerrar con llave la despensa, mientras rogaban que se les ocurriera alguna buena coartada para eludir la obligada sanción. En el jardín habían instalado una motorhome donde se cambiarían los invitados de la fiesta que no llegaran vistiendo sus disfraces. Bartolomé dejó el vestido de Malvina para que le hicieran los retoques necesarios y se encaminó hacia la casa para afeitarse y ducharse. Acelerado como estaba, no divisó a su hijo que, a unos pocos metros, hablaba animadamente con Jásper, el viejo jardinero de la casa, quien mudó de expresión apenas lo vio. Thiago se dio cuenta de que algo pasaba, desvió su vista y advirtió la presencia de su padre. Pero no lo detuvo, y Bartolomé entró en la casa sin registrarlo. —¿Su padre no lo esperaba, verdad, joven? —preguntó Jásper mientras no dejaba de observarlo. —No, pero va a estar feliz de verme, ¿no? —contestó Thiago con ironía. El viejo Jásper asintió, sonriendo apenas. Era una especie de abuelo para él, conocía bien la conflictiva relación que tenían padre e hijo, y era el único que apoyaba su secreta afición por la música.


Tacho, Lleca y Rama se encontraron en el portón trasero de la mansión. Los tres observaban el movimiento previo a la fiesta de compromiso. Ya estaban acostumbrados a la ostentación y lujos en los que vivían los Bedoya Agüero, sus-


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tentados  en gran medida por los trabajos que cada día estallan obligados a hacer los chicos. Uno de ellos consistía en hacerse pasar por niños rumanos, tocar el acordeón y la panilereta, mientras simulando el acento rumano, pedían limosna. Rama seguía preocupado por Alelí, que aún no había regresado, pero el show de los rumanos tenía una hora precisa: la salida del colegio que estaba frente a la mansión. Los tres terminaron de ponerse el vestuario especial para la actuación, unos conjuntos raídos de color gris, de verano, calculadamente diseñados para conmover los días de baja imperatura. Se dirigieron hacia la plazoleta que estaba frente al colegio, y comenzaron la actuación: Rama tocaba el acordeón, Lleca la pandereta, mientras Tacho pasaba una gorra y, como era el actor de la Fundación, fingía el acento ¡imano cuando pedía limosna. —Ayuda a niños huérrrfano, por fapor. Padrrre muerrrrlo, madrrrre sin trrrabajo, serrr muchos hijos, uno bebé, ¡ayuda porrr faporrr! —rogaba en tono monocorde y lastimoso.


A pocos metros de allí se detuvo un taxi, del que bajaron Nicolás, Mogli y Cristóbal. Padre e hijo vestían de traje veneveneciano blano, y Mogli lo más parecido a ropa de fiesta que tenía. Mientras Nicolás pagaba al taxista, mantenía una disisien con su amigo y su hijo, quienes no estaban de acuerdo ron el compromiso que estaba por protagonizar. —Micola non estar sicuro —afirmó Mogli, con aires de sabiduría tribal. — Estoy seguro, y no digas esas cosas delante de Crisluna!. — Tiene razón. No estás seguro. ¿Por qué mejor no volvemos a Indonesia antes que estar  acá, haciendo esta pavailii? —contestó Cristóbal, que tenía siete añoso hablaba Hito si hubiera cumplido veintisiete. — ¡Por favor, te lo pido! —se anticipó Nicolás. Sabía,gue el descontento de su hijo no iba a quedar simplemente allí: No quiero problemas. Vas a conocer a Malvina, la vas a          neta r, y vamos a formar una familia. ¿Está claro?

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— Micola ser macho rudo —ironizó Mogli. —En la vida hay que ser un hombre de palabra —so tenció Nicolás ante su hijo. — ¡Padre deberer enseñar con ejemplu, non con palabril —reprochaba Mogli. — Por eso le estoy dando un gran ejemplo a mi hijo, Mogli Di mi palabra de que me comprometería hoy con Malvina, y acá estamos. Atinó a marchar hacia la mansión, pero Cristóbal estaba mucho más interesado en el show que los chicos estaban desarrollando más allá. Estaba siempre rodeado de adultos, y si bien le gustaba y se sentía un adulto también, cada vez que veía chicos se fascinaba como ante un objeto arqueológico. Nicolás lo sabía, por eso lo alentó a acercarse a observar el show. Sintió una gran felicidad cuando Cristóbal le pidió dinero para darles,  amaba ver la solidaridad en su hijo. Sin embargo, le explicó: — Cristóbal, hijo... Me encantaría ayudar a esos chicos, pero los ayudamos más si no les damos limosna. —¿Por qué? —preguntó extrañado Cristóbal. — Porque seguramente detrás de estos chicos, hay un adulto que los manda a pedir, cuando ellos deberían estar en el colegio en-este momento. Si les damos limosna, ese adulto los va a seguir explotando. —Pero son pobres, papá. ¿Mirá si no tienen para comer? Nicolás asintió. Era un dilema importante el que planteaba su hijo. Por detrás de ellos, pasó Alelí, que regresaba a la mansión y vio a los chicos haciendo los rumanos, y más lejos a Justina, que mientras regaba las flores del cantero, regenteaba la operación. Al descubrir a Alelí, con un simple movimiento de ojos le indicó que se sumara a la actividad. Los rumanos no sólo consistía en pedir limosna, sino que los más pequeños —Lleca y Alelí— aprovechaban el amontonamiento de gente para robar billeteras. Y a eso se abocó la niña. Mientras tocaba el acordeón, Rama la vio llegar y sonrió aliviado. Alelí empezó a observar a las mujeres y hombres que

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habian  ido a buscar a sus hijos a la salida del colegio. El espectaculo de los rumanos los retenía un poco en el lugar. muy cerca de ahy  divisó a un hombre agachado, que le hablaba a un nene  rubio, de pelo revuelto. La billetera asomaba de su trasero.  Fue un trabajo fácil y limpio. iledo en ese momento, Cielo se acercaba con un bidón de buscar agua para su carromato, cuando la sorprendio robando otra vez. Se lamentó de la pobre niña que, con extrema cautela, se alejó del lugar con el botín bien escondido entonces decidió intervenir. ante la insistencia de Cristóbal, Nicolás decidió darle dinero para los chicos, pero se aseguró de reiterarle que darlen limosna no era la solución. No es limosna, Bauer —replicó Cristóbal—. Ellos son artistas, es pagarles por su trabajo. Nicolás consideró que era una buena respuesta, después de todo siempre le enseriaba a su hijo que la única manera digna de ganar dinero era a través del trabajo. Decidió dejar para otro  momento la charla sobre el trabajo infantil. Cuando fue a buscar su billetera para sacar el dinero, se dio cuenta de que no la tenía y, como no era desconfiado, al principio no pensó que le habían robado. Mientras tanto, Cielo había llegado hasta Alelí, a quien sobresaltó su presencia. —¿Otra vez robando, hermosa? Alelí negó y, para rebatirla, Cielo le sacó la billetera que escondia en su espalda. Ese gesto, aislado, fue lo que vio Nicolás: Cielo con su billetera en la mano. En realidad, primero vio a Cielo, a secas, y quedó deslumbrado por su belleza pero, dos segundos después, descubrió lo que tenía en sus manos. Más allá de su belleza angelical, era una ladrona. Y grito: —Chorra! Esos gritos provocaron un lindo revuelo. Justina se alarmó, y con un gesto previamente ensayado, ordenó la retirada. Rama, Lleca, Tacho y Alelí rápidamerite escabulleron del lugar. Toda la gente observaba hacia el lugar que

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Nicolás señalaba a los gritos. Cielo no tuvo tiempo de reaccionar, vio que todas las miradas se dirigían a ella, y luego vio la billetera que sostenía en su mano. Como sabía que no tenía claridad ni facilidad de palabras, intuyó que tenía una única salida: huir. Entonces dejó caer la billetera y salió corriendo, rodeando la mansión. Y por supuesto Nicolás la siguió. Cielo corrió, desesperada, hacia la parte trasera de la casa. La seguía Nicolás, gritándole, y detrás de él venían Cristóbal y Mogli. Cielo estaba acorralada, la única chance que tenía era entrar en la mansión por el jardín trasero, y eso fue lo que hizo. En el jardín había mucho movimiento por la fiesta. Allí mismo divisó una motorhome de la que bajó una mujer, corrió hacia allí y se escondió. Nicolás llegó al portón trasero y miró para todos lados. Era inútil: la había perdido. Ella lo observaba desde el interior del vehículo, maldiciendo su suerte. El hombre más hermoso que había visto en su vida creía que era una ladrona.

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habia llegado la hora de la fiesta, y Malvina seguia sin aparecer. Bartolomé, que estaba entrando en una crisis nerviosa, divisó a Justina, quien aún se recuperaba del episodio de los rumanos y enviaba a los chicos a sushabitaciones para cambiarse para la fiesta. Bartolomé se acercó a ella mientras los chicos se iban. -¿Dónde está la bólida? No lo sé, señor. Pero tengo dos noticias para darle. Ahora no. es que lo tiene que saber ahora. -¿Qué?

-La primera es que volvió Jazmín Romero. La trajo rama.

-mira vos. Después la veo...

-La segunda...

-No tengo tiempo, Justina, después hablamos.

-es que...

-ocupate de los purretes, Tini! ¡Tienen que dar ganas de llorar con sólo verlos! Y se alejó, sin dejar que Justina lo advirtiera sobre el regreso de Thiago. Sería un problema para otro momento, penso). Y se marchó a preparar a los chicos para la fiesta, que además del compromiso sería una ocasión más para festejar. Asistiría mucha gente de  la alta sociedad que se conmueve fácil ante la indigencia y tranquiliza su conciencia social con un cheque. Con ese fin, los niños e presentaron ante los invitados con sus caritas tristes y sus ropas raidas. justina llegó al patio cubierto, donde esperaban todos, incluso Jazmín, y les explicó las reglas, sobre todo a la nueva,

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Marianella: entrarían y saldrían cuando se les indicara, y

sonreirían con caritas tristes.

Cielo esperaba que Nicolás se alejara del jardín para

escapar, pero eso no sucedió, ya que él nunca se fue de allí;

muy por el contrario, se instaló con el niño y ese hombre

extraño y despeinado. Cielo estaba en serios problemas, pero

como siempre encontraba la solución, en ese caso recurrió

a un hermoso vestido y una máscara que vio dentro de la

motorhome. Tal vez disfrazada podría huir. No se detenía

mucho a pensar, tenía un impulso y lo s-eguía.

Se desvistió y se puso el vestido. Y luego la máscara. Se

miró en un espejo: el vestido era un sueño. Si alguna vez

hubiera leído Cenicienta, se le habría ocurrido alguna analogía.

 Miró cuidadosamente hacia fuera: un hombre de traje

beige y rulos se acercó al rubio y a sus acompañantes, saludó

a todos con mucha alegría —demasiada para Cielo—, y los

condujo hacia el interior de la mansión. Entonces pensó que

era el momento de huir y, sigilosa, bajó de la motorhome

dispuesta a irse. Pero de pronto alguien que apareció de la

nada la tomó de un brazo.

— ¡Por fin, bólida! ¿Dónde te habías metido? —preguntó

apurado el hombre de rulos y traje beige.

Ella se quedó muda, entendía que él la confundía con

alguien pero no podía aclarar la confusión, ya que a pocos

metros estaría seguramente el rubio que la creía ladrona.

Concluyó, con sensatez, que lo mejor era no hablar.

— ¿Qué te pasa que no hablás, tarúpida? ¡Dale, vamos,

que Nicolás ya entró en la sala y te espera!

Y la llevó al interior de la casa. Cielo no pensó en ese

momento cómo escaparía de la situación, acababa de enterarse

 del nombre del rubio: Nicolás. Antes de conocerlo, Nicolás

 le hubiera parecido un nombre común, pero en ese

momento le pareció un nombre único, divino, y perfecto para

 él.

Bartolomé llevó a Cielo hacia el interior de la mansión.

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entraron por la cocina, y desde allí la condujo por una escalera

hacia la planta alta. Caminaron por un pasillo cuya oscuridad y olor a madera añeja y a lustramuebles le provocó presión en el pecho. Cielo no lo recordaba, pero en ese

pasillo fue donde recibió la noticia de la muerte de su madre

el dia  aquel en que olvidó todo. Estaba aturdida, sentía esa

extraña sensación en su pecho. Y para colmo tenía que soportar

 a ese desconocido que no paraba de decir cosas bartolomé le dio mil recomendaciones que Cielo no entendía, hasta que escuchó unas fanfarrias algo pretenciosas

 reaccionó y le dijo:

---¡Tenemos que entrar! Éste es tu momento, bólida. ¡No

litigas bolideces!

llevó su antebrazo ofreciéndoselo a Cielo quien, aturdida

 lo tomó con su mano. La opción de soltarse y salir

ni tiendo era tentadora, pero esa casa era un laberinto y

¡mina no poder escapar. Y, además, había algo que la atraía

sin poder resistirse: abajo la esperaba «Nicky».

Itartolomé caminó con Cielo tomada de su brazo hasta

el rellano de la escalera. Ahí las fanfarrias cesaron, y él, ceremonioso,

 anunció:

—Con ustedes... ¡Malvina Bedoya Agüero!

Ios invitados aplaudieron, y mientras descendían los

escalones, Cielo vio cómo en el centro del salón estaba Nico

km, con ese hermoso traje veneciano y un delicado antifaz

¡logro, que la miraba casi con devoción.

«¿Cómo pude dudar de comprometerme con esta belleza?»,

 pensó Nicolás mientras la veía bajar. La imagen le

evocó a las estatuas de las vestales romanas que había encondido

 recientemente en una excavación.

Bartolomé condujo a la que creía su hermana hasta el

 centro del salón, donde la entregó a su prometido. Nicolás

estaba arrobado por el halo de belleza que desprendía su

prometida. «Esta noche hay algo diferente en ella», se dijo

aturdido. Y no se equivocaba.

La tomó de las manos, más suaves que nunca, y mirándola

 a los ojos celestes que se adivinaban detrás de la más

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cara veneciana, le dijo, utilizando palabras que jamás pensó

pronunciar en ese momento:

—Hasta hoy no sabía que te amaba tanto —le susurró, y

se dispuso a besarla.

En los escasos dos segundos que tardó Nicolás en acercar

 sus labios a los de Cielo, ella especuló algunas cosas.

Pensó en no desaprovechar esa oportunidad que le daba la

vida: un beso del hombre más churro que había conocido,

era algo que no se volvería a repetir. Por  otro lado, comprendió

 que, al besarla, el hombre se daría cuenta de inmediato

 de la farsa y la desenmascararía. Y por último comprendió

 que, al ser descubierta, debería responder ante dos

delitos: robo de billetera y usurpación de identidad. Ante

semejante panorama, Cielo hizo lo que sabía hacer a la perfección:

 escapar con elegancia por la cuerda floja.

 Eludió el beso con un suave giro, y montándose a la

música que sonaba, empezó a bailar. La reacción sorprendió

 a Nicolás, que embelesado se dejó llevar por ella, y se

enredaron en un baile lento y sensual. Por fin, en un giro

que Nicolás le hizo dar, ella se soltó delicadamente de sus

manos, y huyó por la primera puerta que vio. Tanto Nicolás

como Bartolomé se sorprendieron de esta reacción, y Nicolás

 salió tras ella. Bartolomé entonces ganó el centro de la

sala:

—¡Ah, los jóvenes enamorados...! ¡Son unos locos lindos!

—dijo recuperando la atención. Y aprovechó la ocasión para

sus segundas intenciones. Sacó un pañuelo y se secó lágrimas

 inexistentes. —Disculparán ustedes mi emoción, pero

mi hermanita es mi debilidad. Y  aprovecho ahora su fugaz

ausencia para presentarles a mi otra debilidad: mis purretes,

 mis chiquitos... ¡Los niños de la Fundación BB!

Y con un gesto indicó a Justina que los hiciera entrar.

Tacho, Rama, Jazmín, Lleca, Mar y Alelí entraron en fila, con

sus sonrisas tristes. Ante esta imagen, los invitados se conmovieron,

 o por lo menos fingieron estarlo. Y empujados por

las palabras y golpes bajos de Bartolomé, en pocos minutos

todos estaban abriendo sus chequeras.

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bartolomé no lo sabía, pero en ese momento, desde el

o de la escalera, su hijo Thiago observaba su accionar.

lidad, no era la escena lo que miraba, sino a una de

rotagonistas: la pequeña fugitiva que no sonreía.

bartolome se secó las lágrimas que ahora sí inundaban

los ojos con una emoción genuina: los cheques recaudados

superaban ampliamente sus expectativas. Despachó a los

chicos,  ya era hora de dormir, y en ese lugar respetaban

algo sagrado los horarios y necesidades de los pimpollos.

 Justina los condujo hacia sus habitaciones, y Bartolome

 arengó para animar la fiesta, sin dejar de pregundónde

 estarían la bólida de su hermana y su prometido.

hiniesta a la primera pregunta llegó enseguida: desde

illo que comunicaba la sala con la cocina, irrumpió

ua, con sus pelos enmarañados, su mandíbula hinchada

lin gran moretón.

¡Barti, hay tal crisis! —gritó furiosa.

¡What the hell! —sólo atinó a decir sorprendido BarI

 tlidio tiempo le llevó a Malvina poder explicarse, y

lo al tanto de lo acontecido.

La nueva, la morochita, te pegó un cross de derecha y

unayó... ¿Eso me querés decir?

¡Eso te digo, bólido! Por favor, ¡matala! —suplicó.

Pero no puede ser... ¿Entonces quién era la que tenía

III vostido y tu máscara y bailó con Nicky?

¡¿What?! ¿Alguien se puso mi vestido, mi máscara, y

luido con mi Nicky?

¡Es lo que te acabo de decir, bólida!

¿Y dónde está Nicky ahora?

esa es una buena pregunta.

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Tal como Cielo sospechaba, la mansión era una laberinto,

pero pudo sortearlo, y logró salir otra vez al jardín trasero.

Corrió directamente a la motorhome y se escondió allí. Miró

hacia fuera y vio que el rubio no la había seguido. «Lo perdí»,

se dijo con alivio, y a la vez con cierta tristeza. El r’lloj había

dado las doce para esa Cenicienta, y debía despojarse del

vestido y la carroza.  Esa noche había un compromiso

pero no era el suyo, aunque por unos minutos había jugadll

a que sí.

Se desvistió y volvió a ponerse su ropa. Miró hacia fuera,

no vio a nadie, además de algunos mozos que salían con

botellas vacías y volvían a entrar con botellas llenas. Era una

noche fresca y había una gran luna coronando la inmensidad

 del jardín. Cielo descendió del vehículo para marcharse,

pero otra vez fue sorprendida por una mano que sujetó sil

brazo. Pensó que debería agudizar su mirada cuando de huir

se trataba. Esta vez no era el hombre de rulos quien la retuvo,

 sino el rubio, el churro, el galanazo que olía tan bien.

Ella lo miró con miedo y fascinación. Él, sólo con enojo:

—¡Así que robando otra vez, chorra!

Nicolás estaba ofuscado, demasiado, pensó el mismo, por

un simple robo. Lo que en realidad lo enojaba era lo que esa

la mujer le producía. Se sentía tan atraído como furioso. Ella

atinó a explicar, a justificarse, a aclarar los hechos, pero

como él no cesaba de gritarle y acusarla de ladrona, Cielo,

que tenía un concepto muy férreo del respeto y la dignidad,

replicó airada. Y empezaron a discutir a los gritos y, pot

supuesto, sin escucharse.

Pero Nicolás tenía una idea precisa sobre la delincuon

cia: no veía a un delincuente como tal, sino más bien como

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a una  victima. No a todos los delincuentes, por supuesto.

habia  algunos que no tenían nada de víctimas, pero pensó

que una chica humilde y hermosa, que no tendría más de

años, seguramente estaba pasando por una gran necerdtlad

 para tener que robar billeteras. Entonces depuso su

actitud e intentó dialogar.

-¿Por qué robás? —preguntó.

Y Cielo reparó en que esa misma pregunta le había hecho

a la pequeña Alelí unas horas antes. Y así como detrás

de esa pregunta habría posiblemente una historia larga y

dificil de explicar, tampoco ella podría sintetizar lo ocurrido

través una respuesta sincera y breve. Entonces decidió

mentir, para sacarse de encima el problema.

-Porque estoy sin trabajo y no tengo para comer.

Esto compadeció a Nicolás, que era muy emocional, y

casi empezó a lagrimear. Le dijo que el trabajo es dignidad,

que siempre se puede salir adelante, y una seguidilla de

hechas y lugares comunes. En realidad, apenas era

consciente de lo que decía, subyugado como estaba por su

belleza. Y Cielo apenas escuchaba, rendida ante su voz.

baroIomé salió a buscar a Nicolás, que no había regresado

 a la fiesta. Y se extrañó mucho al encontrarlo en el

Int din, hablando con una muchacha joven y bella. Eso significaba

 posible peligro de suspensión de boda y, en conionmencia,

 segura pérdida de parte de la herencia, por lo

nal intervino.

—¿Pasa algo, Bauer? —preguntó Bartolomé escudriñando

 a Cielo.

—No, no —respondió Nicolás separándose un poco de

ella y tratando de fingir naturalidad.

-¿Quién es esta chica?

—Es una amiga —repuso rápido el doctor Bauer—. Una

liusuuu amiga que me estaba contando un gran problema que

nene.

-Pucha, che... Así que un problema... Me imagino que

 un problemón, ¿no? Digo, para que te hayas ido de tu

nona de compromiso.

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Las palabras «fiesta de compromiso» le estrujaron

corazón a Cielo.

—Sí, tenés razón, ya estaba volviendo —se disculpó Nicolás—.

 Es que mi amiga está sin trabajo y sin dinero, y ésta

en una situación delicada.

— Pero, che, ¡qué picardía! —se compadeció con falsedad

 Bartolomé—. Pero no hay mal que dure cien años, mañana

 a primera hora tu amiga revisa los clasificados y consigue

 trabajo en un santiamén. Seguro que el doctor Bailen

con sus contactos, algo te consigue —le dijo a la joven.

— ¿Quién es el doctor Bauer? —preguntó Cielo.

— Yo soy el doctor Bauer —dijo Nicolás mirándola a lo

ojos, con intención—. Mi amiga es muy chistosa —se justificó

 ante Barto.

—¿Así que es médico? —repuso Cielo, embelesada con

Nicolás, olvidando que le acababan de decir a Bartolomé quo

eran amigos.

—No, arqueólogo —contestó Nicolás abriendo grandes

sus ojos, y agregó mirando festivo a Bartolomé—: No para

de hacer chistes mi amiga.

 Bartolomé estaba un poco nervioso ante la forma en quo

se hablaban Nicolás y su dudosa amiga, y quiso apurarlo

Ipara volver a la fiesta, pero de pronto Nicolás tuvo una idea

que, aunque no tenía ninguna sensatez, le pareció brillante.

Ante sí mismo pensó que era un gran gesto de su parte ayudar

 a esa pobre chica, pero omitió aceptar que lo que iba a

hacer lo haría por un inconfesable deseo de mantenerla

cerca.

— Pensaba, y le comentaba a ella... —dijo Nicolás—.

Bueno, que tal vez vos necesites a alguien que te ayude en

esta fundación maravillosa que tenés.

Tanto Cielo como Bartolomé se sorprendieron mucho.

Cielo no esperaba semejante idea, y Bartolomé jamás la aceptaría:

 ningún extraño podría inmiscuirse en sus actividades.

—Me encantaría tanto ayudar a tu amiga... —dijo con

extrema falsedad y lo miró dándole pie para que le dijera su

nombre.

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 ha , sí... Mi amiga... —repuso Nicolás mirando a Cielo,

cuyo nombre desconocía, esperando que ella reaccionara.

cielo —dijo ella rápidamente.

cielo —repitió casi al unísono Nicolás, pensando que

no habia nombre más perfecto para ella que ése.

mi querida Cielo, me encantaría poder ayudarte... y

no cuánto necesitamos este tipo de ayuda en la Funl’oro

 no tenemos dinero, apenas si nos alcanza para

nara los pobres purretes.

eso no es problema —dijo Nicolás, que acababa de

tener segunda idea insensata—. La verdad, Bartolomé,

 yo tenía muchas ganas de ayudarte con tu fundación,

sabia  cómo. Vos contratas a Cielo y yo le pago el sueldo.

ayudo a los dos.

nico y Bartolomé volvieron a sorprenderse al unísono.

con una secreta alegría por la posibilidad de mantecerca

 de ese rubio tan hermoso. Y Bartolomé, acorralado ,

 no sabía cómo haría para eludir ese problema.

pero , Nicky... —intentó disuadirlo Bartolomé—. ¿A vos

te parece?Cargarte con ese compromiso...

no hablemos más. Yo le pago a Cielo para que tra

a Fundación. ¡Es un compromiso!

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Dos horas más tarde, la fiesta había terminado. Nicolás

subió a la planta alta para despedirse de Malvina, quien

inventó una súbita gripe como excusa para no abrir la puerta

para despedirlo; en realidad, no quería que viera su mandíbula

 hinchada. Él aprovechó la situación para volver rIpido

a la cocina, donde lo esperaban Cielo y Bartolomé.

Cielo estaba recordando la secuencia de hechos disparatados

 que habían ocurrido ese día. Pensó que ésa era la

ocasión para, finalmente, huir de allí. Pero algo la retenía, ella

lo sabía y no  lo negaba: el rubio churro.

Más allá, susurrando, Bartolomé ponía en autos a Jus

tina de la situación.

— ¿Pero se volvió loco, señor? ¿Cómo vamos a dejar entrar

 a una desconocida en la Fundación?

— ¡Por supuesto que no, chitrula! ¡Pero no me puedo

negar ante mi cuñado! Me está pidiendo un favor, él mismo

va a pagar el sueldo, ¿con qué excusa le digo que no?

—¡Diga que no sin ninguna excusa!

—No puedo, no puedo, me tengo que ganar la confianza

de Bauer. Le vamos a decir que sí, y le vamos a agradecer

con lágrimas en los ojos su generosidad. Vamos a embolsar

el dinero y nos vamos a deshacer de la desgraciada.

—Pero... ¿De qué va a trabajar?

—No sé, che, será la mucama. Pero vos te vas a encargar

 de que no dure ni dos horas en esta casa, ¿me explico?

—¡Por supuesto que se explica, señorrrr! —replicó Justina,

 con una sonrisa cómplice. Ella le haría la vida imposible

 a la intrusa para que renunciase antes de que cantara el gallo.

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Nicolás volvió a la cocina y, como lo habían planeado,

bartolome se deshizo en agradecimientos emocionados por

su gonarosidad y aceptó a Cielo como mucama y cocinera

para los purretes. Nicolás entonces miró a Cielo, que espeRho

 a unos pasos de ellos.

bartolomé aceptó. ¿Vos aceptás, Cielo? —la invitó a

expresar su voluntad.

ella hubiera dicho que sí sólo para poder estar cerca de

pero se obligó a salir de- inmediato del encantamiento.

hace rato que habían dado las doce, y ella seguía siendo la

cenicienta, y ese príncipe era para otra princesa: la señorita de la casa.

 Ella no se quedaría allí para ver cómo eran

felices para siempre y comían las perdices que ella misma

ocinaria. Entonces atinó a rehusar la propuesta, pero NicolaN

 se anticipó y le dijo con especial intención:

-Yo sé que estás para más, pero te va a hacer muy bien

trabajar, y ganarte dignamente la vida, y además, vas a

poder ayudar a chicos, que tienen muchas necesidades.

Cielo no había pensado en eso. Nicolás ya había comentado

 que en ese lugar funcionaba una fundación de chicos

huerarfanos y ella había adivinado que allí vivía la pequeña

Aludí. Pensar en esa nena y en otros chicos que estaban

ahh iendo tocó el costado más sensible de Cielo. Ya no era

molo la fantasía del príncipe la que la retenía allí, sino algo

tod como un instinto, una llamada profunda que le decía que

ilabía quedarse. Después de todo, había huido del circo dispuesta

 a dejarse llevar hacia donde la vida dispusiera. Y la

vida la había traído hacia allí, eso era un hecho.

—¡Me encantaría quedarme! —dijo finalmente Cielo con

Ilusión.

le sonrió. Se sentía satisfecho con lo que había logrado,

aunque si lo hubiera pensado mejor, debería haber considerado

 que estaba metiendo a una supuesta ladrona en la

casa de su prometida. La realidad era que estaba obnubilado

 por esa belleza celestial.

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Desde lo alto de la escalera, Thiago había visto a Marianella junto al resto de los chicos cuando Justina los condujo hacia sus habitaciones. Corrió hacia el fondo del pasillo de la planta alta donde estaba la escalera de servicio, bajó por ésta y atravesó la cocina; recorrió el pasillo que comunicaba directamente con el ala de servicio, sin tener que pasar por la sala, y avanzó hacia el patio cubierto. Desde allí se asomó por la ventana interna hacia el cuarto de las chicas, y vio cómo Marianella se empezaba a desvestir, mientras una nena pequeña hablaba con otra chica, de la misma edad y rubia, que ya estaba acostada.


Thiago sentía que no debía seguir mirando a la fugitiva que se desvestía sin saber que estaba siendo observada, pero una puerta corrediza que comunicaba ambas habitaciones se abrió, y entraron Rama, Tacho y Lleca, que habían logrado robar unas cuantas delicias de la fiesta y venían a compartirlas con las chicas. Rápidamente armaron un picnic en el piso de la habitación, y repartieron con equidad el botín Thiago pensó en que seguramente era idea de Justina que los chicos no pudieran comer con el resto de los invitados


No sabía muy bien para qué había bajado, sólo tuvo el impulso de hablar con ella. Pero ahora estaba rodeada del resto de los chicos, y él no quería presentarse ante ellos; lo incomodaba ser el niño rico de la casa. Y se alejó. Si se hubiera quedado, hubiera oído muchas revelaciones impensadas en la conversación que tuvo lugar en la habitación.


A instancias de Justina, que se lo había encargado a Tacho, los chicos pusieron al tanto a Marianella de las actividades que allí realizaban. Intentaban hablar de ello con


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naturaliad pero la angustia sobrevolaba sus rostros. No podian  expresarlo con palabras, aunque todos sabían que eran víctimas sometidas, sin muchas chances de rebelarse. I e contaron a Marianella que allí tenían casa y comida asegurada. A cambio, sólo tenían que hacer algunos ttrabajos. para Bartolomé. Los más fáciles eran fabricar muñecas antiguas y pedir limosna. El más difícil, robar. Pero no todo era malo, le contaron que de cada botín que conseguían, Bartolomé separaba una pequeña parte para ellos y lo depositaba

 en la cuenta bancaria de cada uno. Cuando fueran mayores de edad, tendrían una buena cantidad de dinero en el banco como para realizar algún emprendimiento. Lleca dijo que él pondría un quiosco con ese dinero. Tacho se iría llii viaje, lejos. Y Rama confesó, no sin pudor, que él estudiaría en la Universidad. También le informaron que no timían permitido ir a la escuela, pero Rama era el único que Kii las ingeniaba para estudiar. Y ofreció enseñarle a Marianella, si ella así lo deseaba, pero ella rechazó la propuesta,

no porque no quisiera, sino porque la avergonzaba confesar ijiic con catorce años, aún no sabía leer ni escribir.


esa noche Cielo durmió en su carromato, esperando anulosa que se hicieran las nueve de la mañana, horario en el que debería presentarse para comenzar a trabajar. No podía (lujar de pensar en Nicolás, y se durmió deseando soñar con no principito atolondrado y conversador.


Lo mismo le pasaba a Nicolás mientras en su hotel le leía un cuento a Cristóbal; abstraído en sus recuerdos y fantam.is, no reparó sino varios minutos después en que su hijo \ a se había dormido. Sólo pensaba en esos ojos de un celeste imposible.


Malvina se aplicaba hielo en la mandíbula mientras pensaba infructuosamente en ese misterio que nunca terminada do explicarse: ¿quién había usado su vestido, su máslina, y había bailado con su Nicky?


Pero para Bartolomé no fue una noche reposada. Si bien


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tenía unos cuantos cheques, la fiesta había sido prácticamente un fracaso. La bólida estaba golpeada y perdida, no había podido oficializar el compromiso, con los riesgos que eso conllevaba. Y, para coronar, el metiche de su cuñado le había encajado a la fuerza una camuca arribista.


«No se preocupe por esa rrrata blonda, señor. Mañana mismo va a salir corrrriendo cuando la agarrre yo. Pero ahora, mi señorr, hay algo que debe saber», le había dicho Justina, cuando intentaba informarle que el niño Thiago estaba de regreso. Pero Bartolomé no la oyó, estaba furioso y necesitaba descargar su ira. Qué mejor que mortificar un rato a los purretes para sacarse esa mufa.


Y se dirigió al sector de los chicos, decidido a darle un buen merecido a esa mocosa que le había pegado a su hermana. Marianella se había levantado para ir al baño; como siempre, el frío le daba ganas de hacer pis. Salió descalza al patio, y apenas dio un paso hacia el baño, vio venir a Bartolomé, y enseguida comprendió lo que se avecinaba.


Bartolomé pensó y degustó las palabras con las que la torturaría, pero sólo alcanzó a decir...


—¿Así que te gusta el box, che?


Iba a continuar con su perorata cuando se quedó de una pieza: en el fondo del patio cubierto estaba su hijo, Thiago, que lo observaba, y con una sonrisa le dijo.


—Hola, papá.


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Capitulo 03

La ivaciòn de Angeles

A la mañana siguiente, Cielo llegó a la mansión Inchausti con ansiedad y preocupación. Quería ver nuevamente a la pequeña Alelí, esa nena dulce que ya se había ganado su corazón, y también deseaba conocer al resto de los chicos que allí vivían. Pero tenía que ocuparse en la mansión de dos tareas fundamentales: limpiar y cocinar. Limpiar, mal que mal, podía hacerlo. No tenía ninguna experiencia, pero tampoco se trataba de una ciencia. Pero cocinar le resultaba tan ajeno como pilotear un avión. Jamás lo había hecho y jamás podría lograrlo, creía. Y lo principal: se moría por cruzarse otra vez con el churro de Nicolás.


Había una diferencia esencial entre Nicolás y Cielo. Él era un negador. Apenas la conoció se enamoró de ella, pero le costaría mucho reconocerlo, tanto que ocultaría durante un tiempo su sentimiento bajo la máscara de la solidaridad. En cambio, Cielo tenía el sano hábito de ser absolutamente sincera consigo misma. Tal vez se permitía, a veces demasiado, no serlo ante los demás. Reconocía que, en verdad, ayudar a Alelí y a los otros chicos que aún no conocía era una razón para estar allí, pero no negaba que el principal motivo de esas mariposas que sentía en la panza era volver a ver al rubio. Como no lo negaba, admitía que estaba en un problema serio y sin solución: le gustaba un hombre que se iba a casar en breve. Y ella, ante todo, era una buena persona, jamás le robaría el novio a otra mujer.


Sin embargo, allí estaba, presentándose a la hora convenida. Cielo no era, ni remotamente, puntual. Llegaba siempre tarde e inventaba en el momento excusas imposibles. El hecho de que esa mañana llegara a la mansión cuando faltaba un minuto para las nueve, demostraba que había allí


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algo que le importaba mucho. Y ya no se trataba del rubio, tenía la sensación de que algo importante estaba comenzando.


La recibió Justina, quien exageró de forma intencionada su habitual malhumor y prepotencia. Sin responder al amable saludo de Cielo, apenas entró en la cocina le tendió un uniforme de mucama. A Cielo no le gustaban los uniformes, pero evaluó que no era una buena manera de comenzar negarse a usarlo. Se encerró en un pequeño toilette de servicio, y se lo puso. No pudo evitar hacerle unos retoques para verse mejor. Se abrió un poco el escote, para que pudiera lucirse una hermosa cadenita que le habían regalado sus viejis, y se subió un poco la falda. El uniforme no era de su talla y le llegaba a las rodillas, y ella lo sabía muy bien, o por encima o por debajo, pero nunca a la rodilla.


Bartolomé anticipó que podrían surgir problemas apenas la vio: tener una mucama tan bella, y con ese uniforme que no hacía más que potenciar su sensualidad, era un peligro. En la fundación había adolescentes varones de quince años. Ni se le cruzó por la cabeza lo que en realidad sería su gran tragedia: la mucamita terminaría ganándose el corazón del que debería ser, sí o sí, su cuñado. Pero no tenía tiempo para esos menesteres, así que instruyó rápidamente a Justina para que le bajara la faldita hasta la rodilla, mantuviera a raya las hormonas de Tacho y Rama, y la obligara a renunciar para la hora del almuerzo. Él debía ocuparse de algo mucho más serio: despachar a su propio hijo en el primer avión a Londres.


Todos dormían en sus camas, excepto Marianella, que acostumbraba despertarse a las siete de la mañana en el instituto y llevaba ya dos horas despierta. Era una fría mañana, pero a través de las ventanas se colaba un sol tibio de otoño. Marianella se entretuvo mirando los millones de partículas que flotaban en el aire a la luz del sol. Y entonces vio entrar a Cielo, tan sonriente. La vio abrir la puerta procurando no


hacer ruido, pero con su torpeza característica tropezó con ni zócalo de la puerta y estuvo a punto de caer. Hizo tal estruendo que despertó a Jazmín y Alelí. Cielo no vio a Mar, a quien una risa espontánea le iluminó la cara. Alelí se sorprendió y mucho al ver entrar a Cielo.


—¡La bailarina! —exclamó al verla—. ¿Qué haces acá?


—Resulta ser que por esas cosas raras que tiene la vida, voy a ser la mucama de la Fundación. Hola, yo soy Cielo —le dijo a Jazmín con dulzura y le dio un beso. Ni Jazmín, ni ninguno de los chicos estaban acostumbrados a esas demosIraciones de afecto.


—Yo soy Jazmín.


—¡Qué hermoso nombre! ¡Tan hermoso como vos! —exclamó Cielo con sinceridad, y luego miró a Marianella y le dijo—¿Y cómo se llama esa hermosura que está debajo de ese pelo enredado?


Fue un chiste que no pretendía ofenderla, sino todo lo contrario. Pero Marianella se ofendió, no le gustaba que hablaran de su pelo, ni de su aspecto, ni de ella.


—Se llama Marianella, y es nueva —respondió Alelí ante ell mutismo de la otra.


Cielo comprendió que su observación le había molestado,y entendió que en un futuro debería tener más tacto con ella. No pretendió disculparse, porque sabía que eso solamente la enojaría más; en cambio, decidió demostrarles que ella seria su amiga y compinche.


—¿Y es verdad que detrás de este coso hay unos chicos que son unos churros? —dijo señalando la puerta corrediza que separaba ambas habitaciones.


—Sí, ¡pero las mujeres no podemos entrar! —le advirtió, larde, Alelí.


Cielo había abierto la puerta corrediza y ya avanzaba hacia el cuarto de los varones. Las tres chicas se asomaron hacia la  habitación y observaron, divertidas, la sorpresa que se Un varón los chicos al ver a Cielo, que entró como una mariposa y fue directo a las ventanas, hablando en voz alta para despertarlos.


—¡Sin dudas éste es el cuarto de los varones, patasucias! —comentó mientras abría la ventana. Lo que logró fue que Rama, Tacho y Lleca despertaran absortos. —¡A ver si ventilan un poco más, o se lavan las patas, che! —y les hizo un guiño a las chicas que se reían, divertidas, del otro lado.


—¿Vos, quién sos? —dijo Tacho, que no podía dejar de mirar a esa hermosa mujer vestida de mucama.


—Yo soy Cielo —respondió ella.


Reconsiderando la altura a la que se le había subido la falda, la bajó hasta las rodillas otra vez, y les habló acelerada, tratando de establecer de arranque cuál sería el código de relación entre ellos.


—Me voy a encargar de limpiar este cuarto, de lavar la ropa, y de cocinarles. Así que espero que sean cuidadosos y que al menos, si son tan patasucias, se laven sus propias medias.


Las chicas se deleitaban cada vez más con esa rubia explosiva que en pocos segundos ventiló la habitación y juntó la ropa tirada.


Fue instantáneo, todos la amaron desde el primer momento. Y nada les importó el horrible desayuno que les preparó, las tostadas quemadas, ni el té con leche que parecía y sabía a agua sucia. Estaban muy sorprendidos con su aparición, sobre todo los que vivían allí desde siempre, quienes sabían perfectamente que Bartolomé jamás traería a un extraño a vivir con ellos, y mucho menos contrataría a alguien para lavarles la ropa y prepararles la comida.


Pocos minutos más tarde, Rama y Tacho comprendieron la situación: por alguna razón que

desconocían, Bartolomé había debido contratarla, pero como la propia Justina les dijo, tenían que conseguir que renunciara ese mismo día.


—¿Pero por qué la contratan si la quieren echar? —preguntó Tacho atinadamente.


—Vos hace lo que te digo y no preguntes —respondió Justina contando con la complicidad de ambos—. Háganle la vida imposible y que se vaya hoy mismo.


Ellos se miraron, por alguna razón no estaban dispuestos a colaborar con ese pedido. Y les dio mucha risa ver cómo cielo respondía con gracia y picardía a cada ataque de Jusilla. —¿A vos te parece que esto es una tostada, rrretarrrdada?


—¿Y a usted le parece que eso es un vestido? —replicó Cielo—. Por favor, ¿qué es ese mal gusto? ¡Póngase algo de color, algo moderno, doña! —le soltó con un desparpajo que provocó una carcajada en todos los chicos y descolocó a Jusiina.


—¡Silencio entierrrro! —les gritó y los hizo callar en el instante.


Justina avanzó hacia Cielo mostrándole los dientes. Esa mucamita no sabía con quién se había metido, estaba dispuesta a hacerse un festín con ella. Pero cuando abrió la boca para hablar, Cielo ya se estaba riendo a carcajadas.


—¿Silencio entierro, les dijo? ¿Pero de qué película la sacarón a usted, doña? ¿Cómo va a hablar así? ¡No puede ser tan aparato! —dijo riendo, y volvió a provocar otra ola de risas en los chicos.


—¡Pero mocosa ins...! —atinó a decir Justina, con una indignación que no le cabía en el cuerpo, pero antes de que tuliera completar la oración...


—¡Silencio entierrrrro! —la calló Cielo imitándola, y se echo  a reír, ya muy tentada.


Mientras los chicos reían desaforadamente, sin traba Iguna, Justina estaba absorta. La insolencia de esa mucalila la descolocaba, y peor aún, ¡los mocosos se atrevían a mírse de ella! Entonces preparó su mano, con la que penII ba ubicar a esa impertinente de una bofetada, y estaba a punto de concretarlo cuando vio entrar al doctor Bauer, conguito y, llamativamente, muy arreglado para ser tan temprano. Justina cambió en el aire el destino de su mano, y lo que iba a ser una bofetada se transformó en una especie de ii brazo tosco que descolocó a Cielo.


—¡Qué contentos que estamos de tenerrrr mucama! —dijo Justina consciente de la ridiculez que estaba haciendo.


Pero Cielo ya no reparaba en el extraño comportamiento del ama de llaves, sino que desde el momento en que vio entrar a Nicolás, el mundo se había desdibujado para ella. Lo mismo le pasó a él, que no escuchaba las explicaciones con las que Justina trataba de disimular su nerviosismo.


—¿Vino a ver a Malvina, doctor Bauer? —preguntó Justina.


—No —se le escapó a Nicolás—. Es decir, sí, pero tambien quise averiguar cómo iba el primer día de trabajo de Cielo.


—Excelente —dijo ella.


—El doctor Bauer es el prometido de la señorita Malvina, y él es quien tan generosamente se ofreció a pagarle a su amiga Cielo para que nos ayude en la Fundación —explicó Justina a los chicos. Rama y Tacho se miraron y comenzaron a comprender la situación.


—¿Usted no conoce a los chicos? —preguntó Cielo.


—No —dijo Nico.


—¡Venga que se los presento! —le dijo con confianza, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la mesa donde todos desayunaban.


—No lo molestes, es un hombre muy ocupado —repuso Justina, tomándolo de la otra mano para llevarlo hacia la dirección contraria.


—Me encantaría conocer a los chicos —dijo Nicolás—. Tengo un hijo de siete años, al que le va a encantar tener amigos de su edad.


—¡Ah, bue, sí, justo! —dijo Justina casi para sí.


Nicolás la miró. Y ella no atinó a explicar, estaba sobrepasada por la situación. Cielo condujo a Nicolás hacia la mesa.


—Esta rubia divina es Jazmín...


—Hola, Jazmín —la saludó gustoso Nicolás.


—Ese rubio ruludo se llama Juan, pero le dicen Tacho, y por cómo la mira, me parece que le encanta Jazmín.


—¡Cualquiera! —dijo Tacho sonrojándose, y mirando a Jazmín, que hizo como si no hubiera escuchado el chiste de Cielo.


Este otro con cara de pachucho es Ramiro, le dicen rama y es el hermano mayor de esta hermosura, Alelí.


¡Qué rápido te aprendiste todos los nombres! —quiso meterse Justina, que había quedado afuera por completo de conversación.


-hola —saludó a Rama y a Alelí, pensativo. Acaba de reconocer a Rama y Tacho.


—y este bombonazo es Lleca. No sabe su nombre —le aclaro  a Nico—, pero todo liso —dijo repitiendo las mismas ftlobras que le había dicho Lleca.


—Hola, Lleca —saludó Nicolás y enseguida se dio cuenta que era uno de los rumanos de la tarde anterior.


—¿Qué tal, boncha, todo liso? —dijo Lleca, extendiendo su mano.


—Todo liso —respondió Nicolás, sintiendo una espontánea simpatía por ese atorrante que le estrechaba la mano. —Y esta hermosura es Marianella. Pero le vamos a decir mar. Es nueva, recién llegadita como yo, así que las dos estamos más asustadas que vaca en un asado.


A Marianella le provocó mucha gracia la metáfora de cielo, y no pudo evitar reírse, y de inmediato se cubrió la sonrrisa con una mano. —Hola, Mar —dijo Nico con una cálida sonrisa. —Bueno, ellos son los chicos. Y este rubio churrazo... dijo Cielo. —¡No seas irrrrrespetuosa! —saltó Justina, indignada. pero vio que Bauer sonreía, lejos de tomar a mal la expresion.


—El churrrrro es el doctor Nicolás Bauer —repitió Cielo, pronunciando muchos las erres, pemulando  a Justina.


—¿Es médico? —preguntó Rama, con la esperanza de

que si  así fuera, ya que le preocupaba un poco el catarro de aleli .


—No —dijo Nicolás—. No soy médico... —Es piripipólogo —dijo Cielo y provocó la espontánea carcajada en Nicolás.


Mientras la cocina se llenaba de inusitadas carcajadas, la planta alta era invadida por increíbles gritos. Malvina los oía desde su habitación, mientras intentaba apagar el hematoma de su mandíbula. No eran los gritos de Bartolomé lo insólito, de hecho eran bastante frecuentes; lo novedoso era esa voz rasposa que gritaba a la par que Bartolomé. Salió de su habitación y se encaminó hacia el extremo del pasillo. Allí estaba el cuarto de su sobrino Thiago, vacío desde que se había mudado a Londres. Pero esa voz rasposa era, sin dudas, la de Thiaguito. Malvina se emocionó, tenía adoración por su sobrino y, en verdad, ella era la única que lo extrañaba en su ausencia. Pero Bartolomé estaba muy enojado, por lo que decidió no interrumpirlos. El cuarto era una habitación despojada, impersonal, con algunos rastros de decoración infantil. Desde que había sido enviado pupilo a Londres, Thiago apenas pasaba unos cuantos días al año con ellos. Durante los dos meses de vacaciones de verano —invierno aquí—, Bartolomé se encargaba de que estuviera el menor tiempo posible en la mansión. Lo llevaba a esquiar, lo mandaba de viaje con el hijo de Adolfito Pérez Alzamendi o, si nada de eso era factible, se instalaban en la estancia; lo que fuera necesario para que Thiaguito no permaneciera en la casa ni entrara en contacto con los chicos de la Fundación. Por ese motivo, el cuarto de Thiago apenas tenía signos suyos. Bartolomé estaba sorprendido, Thiaguito podría tener algún que otro berrinche, después de todo era un adolescente; pero jamás lo había enfrentado con esa vehemencia. El Thiago que había vuelto de Londres, esta vez, estaba muy

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cambiado. Sin embargo, Barto comprendía que debía domar ese potro sin demoras; un adolescente rebelde era lo último que necesitaba en ese momento. Thiago contestaba a cada grito de Bartolomé con un grito más potente, y en una actitud de clara rebeldía, lo haa mientras desarmaba su valija y guardaba su ropa en el Iacard. —Cuando cumplas los dieciocho años y trabajes y ganes dinero, vas a poder decidir. ¡Mientras tanto, decido yo! —Yo a Londres no vuelvo! —gritaba Thiago decidido. —Vos vas a hacer lo que yo te diga, mocoso! ¡Y si no te gusta cómo son las cosas, andá a la India a llorarle a tu mamita, si es que la encontrás! Thiago lo fulminó; aunque despreciaba a su madre tanto como Bartolomé, odiaba que su padre hablara en esos términos de ella. Ignoró la mención a su madre y, en cambio,


—A Londres no vuelvo. ¡Ésta es mi casa y yo me quedo


—Armá esa valija, porque aunque tenga que llevarte de pelos, te subís al primer avión que salga para Londres! —sentenció Bartolomé y abrió la puerta. Ahí se topó con Malvina, que se apartó para dejarlo salir. —Despedite de Thiaguito, Malvina. Se va en el próximo

vuelo.

Malvina sonrió afectuosa a su sobrino, que depuso su a apenas se alejó su padre. —Así que te comprometiste? —Casi —dijo ella. —Gracias por invitarme —reprochó Thiago. —Estás tan lindo! ¿Cuándo creciste tanto, vos? Y lo estrujó con un fuerte abrazo. Thiago lo agradeció, el primer abrazo que recibía desde su llegada.

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Para Bartolomé el día no mejoraría. A la repentina rebeldía de su hijo, se le sumó un preocupante planteo que le hizo su futuro cuñado. Bajaba de la planta alta cuando divisó a Nicolás, que venía desde la cocina. Bartolomé sonrió aliviado: ver a Bauer después del frustrado compromiso auguraba cierta esperanza. Pero se sorprendió cuando Nicolás le dijo que, antes de ver a Malvina, quería hablar con él. Barto temió lo peor: que su casi cuñado le manifestara un cambio de planes. Pero lo descolocó completamente el asunto del que quería hablarle Nicolás. —Bartolomé, quiero que hablemos de los chicos de tu Fundación —primera señal de alarma. Ni los chicos, ni la Fundación eran temas de los que Barto quería hablar con Bauer. —Yo sé que te debe costar mucho llevarla adelante —continuó Nicolás—, pero quiero decirte que descubrí algo bastante grave. —Segunda señal de alarma, «descubrí» más «grave» no propiciaba nada bueno. —,De qué hablás, Nick? —preguntó Bartolomé, intentando mostrarse relajado, mientras pensaba argumentos para rebatir lo que hubiese descubierto ese molesto testigo. —Ayer a la tarde vi a algunos de los chicos de la Fundación haciéndose pasar por rumanos, pidiendo limosna, y muy posiblemente robando. Bartolomé se sintió morir. Lo que Bauer había descubierto era irrefutable, y maldijo su propia codicia por haberlos mandado a hacer los rumanos el día del compromiso y, justamente, a pasos de la mansión. La política decidida ante una eventualidad como ésa era negarlo, y eso fue lo que hizo. —Creo que estás equivocado, Nicolás.

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—No me equivoco, eran ellos. —Es imposible. —Eran ellos. Bartolomé se quedó serio. Entendió que enfrentaba un momento delicado: su futuro cuñado había descubierto su secreto, y él debería silenciarlo. Eso, claro, por un lado imposibilitaría el casamiento de su hermana y, por el otro, le costaría unos cuantos miles. Pensando en esos oscuros menesteres, le costó entender lo que estaba ocurriendo cuando Nicolás le dijo: —No te enojes con ellos, por favor. Son chicos, seguramente es lo que aprendieron en la calle. Sé que te desvivís por ellos y que te dolerá mucho haberte enterado, pero creo qe lo tenías que saber. Bartolomé tardó unos pocos segundos en comprender la situación. Nicolás había descubierto a los purretes haciendo la estafa de los rumanos, pero lo había tomado como una Invesura de ellos, no como una orden suya. El alivio por la situación de peligro que había vivido lo emocionó hasta las lágrimas. Emoción que Nicolás interpretó como gran decepción por enterarse de las actividades de sus tutelados. —No te pongas así, Barto! Comprendo que debe ser inerte para vos, pero entendé que estos chicos habrán tenido una vida muy dura. No los castigues, por favor. —Ay, querido Nicky, ¡vos no sabés lo delicado que es esto! uno se desvive por ellos, trata de darles un techo, comida... ¡dignidad! Y ellos te pagan delinquiendo. Qué difícil, che... ¡Qué difícil! —dijo mientras iba tomando cada vez más énfasis, como un verdadero actor. Bartolomé prometió no castigarlos, ni referirles el episodio, y sí, en cambio, estar más atento para que no se repitiera. Sintiendo que ya tenía controlada la situación, intentó conducir la charla hacia el futuro casamiento, pero en ese mismo momento se le abrió otro frente. Desde el sector de los chicos, irrumpió Cielo airada, era toda indignación. Detrás venía Justina, absorta por ese huracán que era la mucamita, a la que no podía controlar.


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—,Cómo que estos chicos no van a la escuela? —increpó Cielo, con desparpajo, a Bartolomé. Bartolomé se quedó de una pieza. Y Nicolás creyó entender que había una confusión. —Sí, Cielo, los chicos van a la escuela. ¿No? —quiso confirmar con Bartolomé, que intentó hablar, pero no tenía palabras. Cielo acababa de descubrirlo. Luego de desayunar, acompañó a los chicos a sus habitaciones y quiso saber dónde tenían los uniformes y los útiles para ir al colegio, así como los horarios de cada uno para poder organizarse mejor. Pero percibió el silencio y las miradas cómplices que se extendieron entre todos. —Nosotros no vamos a la escuela —dijo Rama. —,Cómo que no? —preguntó Cielo absorta. Pero luego reparó en el pizarrón y en los pupitres. —Ah, ¿viene una maestra a darles clases acá? Más silencio y más miradas. Rama iba a confesarle que no iban al colegio ni venía ninguna maestra, simplemente, ellos no estudiaban. Pero en ese momento irrumpió Justina. No alcanzó a preguntar qué sucedía que ya Cielo la estaba increpando. —Estos chicos no van a la escuela? Justina tartamudeó ante la pregunta directa e inesperada. —1Pero cómo se te ocurre hablarme así, rrrroñosa! —Qué importa cómo le hablo! Conteste: ¿estos chicos van o no van a la escuela? —Me cansaste! Te vas ya mismo de acá, ¡imperrrrtinente! —Yo no me voy nada! Usted no es nadie para echarme, es tan empleada como yo. Los chicos se miraron con una inconfesable satisfacción, por fin alguien le hacía frente a Justina. Y, mucho más que eso, por fin alguien los defendía. —Conteste, ¿van o no van? Justina, furiosa, taconeó sobre el piso, mientras señalaba con su mano hacia el pasillo, hasta que se le formaron

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dos grandes manchones rojos sobre sus pálidas mejillas, y por último gritó: —Te vas ya mismo de acá, rrrrenacuaja! Pero Cielo la ignoró, y miró a los chicos. —Contesten, ¿van o no van? Los chicos se miraron con temor, la presencia de Cielo los envalentonaba un poco, pero no tanto como para desafiar a Justina. Después de todo, estaba claro que Cielo no duraría mucho allí y luego ellos deberían tener que seguir padeciendo a la cruel ama de llaves. Pero Marianella no le tenía tanto miedo, y el desenfado de Cielo alimentaba su propia rebeldía. —No, que se caiga la medianera, este cuento no se puede seguir emparchando... —todos la miraron absortos, tratando de entender sus rebuscadas metáforas—. Acá nadie va a la escuela —concluyó ella. Justina abrió grandes sus ojos y agendó mentalmente hora y lugar del castigo que le aplicaría a esa rata diminuta. De pronto vio que Cielo salió disparada hacia la sala, farfullando algo con indignación. Justina adivinó lo que haría, y salió tras ella. Y no se equivocó. Cielo fue directamente a plantear el asunto a don Bartolomé, lo cual no habría sido un problema si no hubiera estado presente el doctor Bauer. Justina se miró con Bartolomé y ambos comprendieron que no podrían evadirse de esa situación. —No van a la escuela, ni tienen maestra particular. ¡,Cómo puede ser?! —protestó Cielo. —,Eso es verdad? —preguntó Nicolás, incrédulo, a Barto. —Por supuesto que es verdad, yo no miento! —se enojó Cielo. —Es verdad, y no es verdad... —dijo al fin Bartolomé con tono lastimero. —Qué respuesta es ésa? ¿Cómo que es verdad y no es verdad? —gritó Cielo. Se había entusiasmado con su papel de justiciera, pero se quedó dura cuando Nicolás la miró serio y le dijo:

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—Bueno, suficiente, Cielo. No le podés hablar así a Bartolomé, él es el dueño de esta casa y tu jefe. Ahora escuchalo aél. Cielo se sintió incómoda ante el reto de Nicolás, pero a decir verdad, el piripipólogo tenía razón: se había excedido. Como bien le habían enseñado sus viejis, se disculpó apenas comprendió su error. —Disculpe, don. Explique, por favor. —Me conmueve tu preocupación, Cielito... —continuó con su actuación Bartolomé—. La realidad es que mis purretes estudian acá, en el aula que hay junto a las habitaciones. Todos ellos pasaron muchos años en las calles, sin ir a la escuela, y no los puedo mandar a ningún colegio porque están demasiado atrasados para su edad. Entonces les puse los mejores profesores para que estudien acá. Pero... —dijo, y se angustió— últimamente las cosas no van bien, che. Me cuesta mucho hablar de esto, pero la fundación está en rojo. ¡La pucha, qué triste es esto! Y forzó sus ojos hasta que logró llorar. —Fuerza, mi señor —se sumó Justina a la escena, palmeándole un hombro. —Es que es muy triste, muy triste, no tener ni para pagarle a una maestra particular de ciencias sociales o elementales, ¡che! Justina y Bartolomé eran una dupla extraordinaria a la hora de actuar, y ambos lograron conmover tanto a Cielo como a Nicolás. Pero el shock fue total cuando Nicolás, condolido, ofreció su solución: —No te preocupes, Barto, tus chicos van a estudiar. —Sí, sí, ya sé, che, las cosas van a mejorar, ya lo sé. —No, desde hoy, ya mismo, tus chicos van a estudiar. ¡Yo les voy a dar clases! Cielo no pudo contener un grito de alegría, en tanto que Justina y Bartolomé quedaron demudados ante semejante planteo de Nicolás.

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Unos minutos más tarde, hubo una reunión de emergencia en el escritorio de Bartolomé. Malvina llegó apurada ante la insistencia de su hermano. Allí ya estaban él y Justina. —Esto es una invasión! ¡En menos de veinticua-

tro horas nos invadieron el rancho! —comenzó Bartolomé. Y detuvo en seco a Malvina que iba a preguntar ya alguna tontería. —Ahora preguntas bólidas, no, bólida. No sólo llegó Thiaguito de sopetón, sino que tuvimos que tomar a la camuca arribista que tu novio nos metió, y ahora, además, ¡él se ofreció a darle clases a los purretes! Really? —preguntó Malvina, encantada con la idea de tener a Nicky cerca. —Vos entendés que eso no puede ser? —la fulminó Bartolomé. —No puede, y no será, mi señorrr. Usted encárguese de Thiaguito; la bólida, con todo respeto, se encarga de disualir a su prometido, y yo me encarrrrgo de la mucamita rrrrebelde. Y así salió cada uno a cumplir su misión. Bartolomé, a comprar el pasaje con el que pensaba fletar a su hijo. Malvina, a tratar de disuadir a su novio, aunque en realidad no sabía ni de qué se trataba ni de cómo encararlo. Y Justina, a poner de patitas en la calle a la insolente. Pero el ama de llaves una vez más se enfrentó a la difícil tarea de encarar a la joven explosiva. La encontró deambulando por la planta alta, con un pequeño bolso con forma de mono verde. —Qué hacés acá? —la reprendió Justina.

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—Estoy buscando la habitación de servicio, o ¿dónde voy a dormir yo? Justina sonrió en su interior, la pobre desgraciada ignoraba que no pasaría ni una mísera noche allí. Pero aprovechó la ocasión para llevarla al altillo, la habitación más alejada de la mansión, donde nadie podría oír sus gritos ni el llanto que le provocaría a la joven. —Seguime! —le dijo, con su torso erguido y sus manos recogidas a la altura del pecho, y se dirigió a la escalera que conducía al altillo. Apenas entró en la pequeña habitación de madera, Cielo sintió algo que le oprimió el pecho. Pensó que era el polvillo acumulado en ese lugar que, sin dudas, nadie usaba para nada, pero sabía que había algo más. No sólo era una opresión, era más bien una angustia que quería salir a flote. Cielo observó fascinada la parte trasera de ese gran reloj que coronaba la mansión. Su mecanismo era de una extraña belleza, parecía sacado de una película antigua. Justina la hizo pasar, cerró la puerta, y se dispuso a maltratarla de tal manera que la roñosa terminaría suplicándole que la dejase ir. —Es evidente que no servís para nada. Ni para hacer una tostada, ni para lavar una taza, ni para abrir la puerta... Y de repente se detuvo en seco. Fue tan abrupto el silencio que Cielo giró para ver qué le pasaba. Justina estaba pálida. Mientras ella había empezado a hablar, Cielo había abierto el bolsito con forma de mono y había empezado a sacar sus efectos personales, para ir instalándose en el altilb. Lo primero que había sacado era un portarretratos con una antigua foto de ella, de cuando tenía diez años, junto con sus viejis. Llevaba siempre esa foto consigo, y mientras Justina le hablaba, ella buscaba el mejor lugar donde ubicar el portarretratos. Justina sintió que un frío de muerte le recorría la espina dorsal: sin lugar a dudas, la niña de esa foto era la desgraciada que diez años antes, ella y su señor habían mandado a morir al bosque. —,Quién es esa nena? —preguntó con un hilo de voz.

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—Ésta? Soy yo, doña, con mis viejis, cuando tenía diez años. El señor Bartolomé estaba en lo cierto, la mismísima Ángeles Inchausti les había invadido la mansión.

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Aquella semana, el doctor Malatesta tuvo que visitar en varias ocasiones la mansión Inchausti. Gino Malatesta era un psiquiatra que alguna vez dio un mal paso, se vio envuelto en un turbio desfalco a una obra social, y su cómplice y testigo fue Bartolomé. Desde ese momento, Malatesta se vio obligado a responder a todos los pedidos ilícitos que le hacía Barto. Periódicamente, la Fundación debía presentar certificados de salud y vacunación de todos los menores, Bartolomé lo obligaba a firmarlos, sin siquiera examinar a los niños. No gastaba un centavo en la salud de los huérfanos, para eso estaba Malatesta. Cualquier formalidad burocrática la solucionaba el psiquiatra extorsionado. En realidad, Malatesta era un psiquiatra con escrúpulos, que se arrepentía de aquel error y deseaba poder hacer borrón y cuenta nueva. Pero los errores del pasado se pagan en el presente. Cuando recibió el llamado de Bartolomé requiriendo su presencia de inmediato, Malatesta supuso, por su voz estrangulada, que estaba sufriendo un pico de presión. Pero al llegar a la casa, descubrió que el motivo era otro, uno muy peculiar. —,Hay manera de descubrir si alguien se hace pasar por amnésico? —disparó Bartolomé. Se lo veía desesperado. —Depende... en general sí —respondió Malatesta, extrañado. Entonces Bartolomé le refirió los hechos recientes, y no necesitó detenerse de sobra en algunos detalles del pasado, pues Malatesta estaba al tanto de todo, o casi todo, ya que él había debido firmar las actas de defunción tanto de Amalia Inchausti como de la desgraciada Alba. Ambos entraron

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en pánico, y la primera hipótesis que barajaron de la irrupción de Cielo había sido el comienzo de una venganza por haber querido deshacerse de ella siendo una niña. El pánico no se debía sólo a la posibilidad de perder la herencia en manos de la legítima heredera, sino a perder la libertad por los crímenes cometidos. Sin embargo, Cielo no manifestó nada de todo esto. Al contrario, cuando Bartolomé fue a increparla, dispuesto a sacarse el problema de encima con sus propias manos, Cielo refirió los hechos con total normalidad. —Cuando tenía diez años, los viejis me encontraron en el bosque. Yo no me acordaba de nada, y nunca más me acordé. No recuerdo ni cómo me llamo. Ellos me pusieron Cielo, y me dieron su apellido, Mágico. Soy amnésica —relató la joven con naturalidad. A Bartolomé la historia de la amnesia le sonó a cuento chino, y por eso citó a Malatesta. Temía que todo fuera una elaborada y retorcida venganza por parte de la falsa mucamita, Ángeles Inchausti, alias Cielo Mágico. Con la excusa de hacerle un examen preocupacional, la condujeron al escritorio donde la esperaba Malatesta. Ella suponía que él le haría un análisis y algunas preguntas sobre su estado de salud, pero en cambio el doctor solamente la invitó a charlar. —Me dijo Bartolomé que sufrís de amnesia, eso le dijiste, ¿no? —No me acuerdo! —bromeó Cielo. No vivía su amnesia como algo doloroso, pero luego se puso más seria y habló del tema. —Algo me pasó, seguramente, cuando era chiquita, y aparecí en un bosque, sin acordarme de nada. Cada tanto tengo sueños, pero apenas me despierto, enseguida me olvido de lo que soñé. No sé si antes tenía familia o no, pero los viejis que me criaron buscaron, pusieron carteles, avisos. Nadie apareció. No sé si tengo papá o mamá, o hermanos.


En ese momento se oyó un estruendo, como un golpe dado con un objeto metálico contra otro. Cielo se detuvo, ese

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sonido le provocó una extraña sensación. Los ruidos se reiteraron cuatro o cinco veces más y luego cesaron. Tras la puerta del escritorio, Justina, Malvina y Bartolomé estaban parapetados, tratando de escuchar las respuestas de Cielo. Bartolomé, acostumbrado a esos ruidos, los desestimó. —Hacé revisar esas cañerías de una vez, che! —ordenó a Justina. —Enseguida! —dijo ella, y aprovechó la ocasión para retirarse. Sabía perfectamente qué eran esos ruidos. Bartolomé siguió tratando de escuchar a Cielo, cuando de pronto Malvina tuvo una revelación. —Me muero muerta! Qué horror! —dijo para sí. —,Qué horror, qué, bólida? —preguntó Barto. —Si Sky, en realidad, es Ángeles, la hija de Carlos María, eso quiere decir que... ¿sería algo así como nuestra prima? —Algo así —dijo Bartolomé. —Qué horror! —repitió Malvina—. Tenemos una prima mucama!


Los ruidos eran la clave que tenía la pequeña Luz, recluida en el sótano, para llamar a Justina cuando necesitaba algo. La pequeña golpeaba una taza de lata contra las cañerías, y ante ese ruido Justina acudía. Luz sabía que no podía abusar de esa señal, pues era peligroso llamar demasiado la atención, por la guerra en la que creía que vivía. Si Luz solicitaba ayuda, algo pasaba, por eso Justina acudió apresuradamente. Para llegar hasta ella tenía un recorrido y una rutina impecable. Se dirigía a la cocina, donde había un hogar a leña en desuso. Se cercioraba de que no hubiera nadie merodeando, y accionaba un mecanismo oculto bajo el hogar. Una pequeña puerta trampa se abría y ella se introducía a través de ésta. La puerta trampa conducía a un estrecho pasillo de piedra, que descendía hasta el subsuelo. Allí los pasillos parecían un laberinto, nadie mejor que ella conocía ese lugar. Al final de un pasillo, había una puerta de cartapesta que simu-

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laba ser una pared de piedra. Detrás de esa puerta, que se abría con un mecanismo oculto, estaba el amplio sótano que Justina había acondicionado para la pequeña Luz. —Lucecita, ¿qué pasó? —preguntó alarmada Justina, mientras corrió hacia la niña, que la esperaba en su camita. La pequeña estaba, como cada día, con su largo pelo lacio bien peinado y un vestido que parecía sacado de una película de los años 50. —Creo que estoy enferma, mamá —respondió Luz con afectación. Inmediatamente Justina comprendió que mentía, pues la niña, cuando lo hacía, actuaba con el tono exagerado de Scarlett OHara en Lo que el viento se llevó. Justina sentía ya demasiada culpa por tenerla en ese indigno cautiverio, y por ese motivo le toleraba esas travesuras. Fingió creerle, mientras apoyaba su mano en la frente de Luz. —Qué sentís, Lucecita? ¿Te duele la garganta? —Sí, y creo que tengo fiebre. —No, fiebre no tenés. Abrí grande la boca. Luz lo hizo, con una expresión afiebrada y lánguida. Justina le siguió la corriente. —No, no tenés nada. A lo mejor un poquito rojo, pero estás bien. —Seguro? ¿No tendré que ir a ver a un médico? —No, no hace falta. Además, arriba, con la guerra, no está nada fácil conseguir un médico. Para tener cautiva a Luz y que nadie en la mansión descubriera su presencia, Justina había inventado la historia de la guerra, aportando escenas de batallas, nombres de personajes importantes, héroes y mártires, y la cantidad de detalles necesarios para volver creíble su relato cotidiano. Luz debía permanecer en silencio, apartada del mundo, para estar a salvo de los bombardeos y enfrentamientos que se producían en todo el país y, en especial, en las calles de la ciudad en la que vivían. La presencia continua de refugiados, de heridos, de moribundos también resultaba muy pelir r

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grosa, por eso era mejor que permaneciera encerrada en el sótano de esa casa, a resguardo de los duros combates. —,Cuándo va a terminar esta guerra?! —protestó Luz. —Ojalá que pronto, ¡ojalá que pronto! —dijo Justina. Y sí, el fin de la guerra era algo que en algún momento debería ocurrir, sabía que no podía retener por siempre allí a la niña. El plan de Justina era poder hacerse de su parte de la fortuna cuando cobraran la herencia y, con ese dinero, marcharse muy lejos con su hija. Cuando Justina comprobó que ya estaba mejor e hizo el gesto de marcharse, la pequeña le reclamó: —No... ¡quedate un ratito más! —Tengo que volver —le explicó Justina—. Tengo que ayudar al general Bartolomé con los heridos. —Bueno, pero contame un cuento, ¡uno cortito, y te vas! Justina no tuvo más remedio que acceder. En realidad, esos momentos eran los únicos placenteros que tenía cada día. Luz se recostó junto a ella en la cama, y, acariciándole el pelo, curiosamente le relató un cuento sobre un circo.


Algunos metros por encima del sótano, Cielo estaba refiriéndole al doctor Malatesta sus años en el Circo Mágico. Al cabo de unos treinta minutos de charla, el doctor hizo una orden para unos análisis y unas radiografías. Cielo se extrañó cuando además solicitó una tomografía computada. —A la pelotita! —exclamó Cielo—. ¿Para qué una tomografía? —Es pura rutina —mintió el doctor, y se despidió. Mientras Bartolomé lo despedía, Malatesta explicó que en un análisis preliminar podía afirmar que Cielo no mentía sobre su amnesia. Creía que, en efecto, no recordaba nada de su pasado. —Pero en ese caso, ¿es

posible que lo recuerde? —Siempre es posible. Esta chica tiene una lesión cerebral o algún tipo de trauma psicológico que bloquea sus recuerdos. Y, como cualquier trauma, puede ser resuelto.

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—Roguemos entonces que sea alguna lesión cerebral, ¡che! —exclamó Bartolomé. Malatesta sólo lo miró, tratando de ocultar su desprecio.

 e informó que había ordenado hacerle algunos estudios con hs que terminarían de confirmar su diagnóstico. El panorama que le había descripto Malatesta no lo tranquilizaba demasiado. Si bien era casi seguro que la mucatita no mentía sobre su amnesia, en cualquier momento podría recordar, y eso sería el acabose. Eso fue lo que le transmitió a Justina cuando ésta regresó del sótano. —En ese caso —sentenció Justina—, lo mejor va a ser tenerla cerca, señor. Si llega a recuperar la memoria, mejor que esté a mano. —Más vale Cielo en mano que Ángeles volando! —acordó Bartolomé. Pero de todos modos se miraron preocupados; no lo dijeron pero ambos temían que hubiera llegado el momento de empezar a pagar por los errores del pasado.

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La decisión de mantener a Cielo cerca alegró a unos y mortificó a otros. Por supuesto, los que estaban felices por esa presencia cuasi angelical eran los chicos. Y Nicolás. En tanto que los mortificados eran Justina y Bartolomé. Y Malvina. La vida cambió sutil pero sustancialmente para los chicos. Cada día había un despertar feliz: algunos días Cielo entraba en los cuartos cantando; otros, bailando; un día, vestida de sevillana, otro día con una peluca absurda encontrada por ahí. A veces los sorprendía disfrazada de payaso, o con algún traje rescatado del circo. Siempre encontraba algo distinto y original para asombrarlos, ya que Cielo tenía la convicción de que la manera en que uno despierta condiciona el resto del día. Otro cambio en la rutina diaria era el desayuno. No por lo abundante —si bien lo era más que antes—, ni por lo sabroso —aunque era más sabroso que el de Justina, tampoco era una delicia—, lo nuevo del desayuno era que alguien se los preparaba, a ellos, con dedicación. Y no sólo eso, sino que Cielo insistía mucho en que desayunaran todos juntos, le daba una gran importancia a ese detalle. La dedicación de Cielo, la alegría con la que trataba de insuflarlos cada día, y el hábito de compartir, volvían al desayuno más sabroso. Lo diferente y sutil, pero sustancial, era que después de mucho tiempo todos eran tratados con amor. Otra novedad importante fue que Nicolás comenzó a darles clases particulares. Rama estaba feliz, pues era el único que tenía el deseo de estudiar; los demás lo veían como algo mejor que estar robando o trabajando, pero peor que estar haciendo nada. Cielo se hacía un tiempo para presenciar

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cada clase; a Nicolás le encantaba tenerla allí, y se sentía inlimamente envanecido, creyendo que ella lo hacía con el iitiico objeto de verlo. Eso no era del todo cierto, ya que el otro motivo, inconfesado, era que Cielo no sabía leer ni escribir, y ella pensaba que no decírselo era algo así como un detalle de coquetería. Fingiendo limpiar en el lugar o ayudar a la pequeña Alelí, Cielo hacía sus propios deberes y, de a poco, iba aprendiendo los rudimentos de la lectoescritura. Así transcurrían los días, con una nueva rutina de felicidad en ascenso, porque las cosas buenas no sólo hacen bien por buenas, sino por repetidas. «La felicidad es el hábito de las cosas buenas», era una máxima del vieji en la que ella creía ciegamente. La que no estaba nada feliz con esta situación era Malvina. El mismo rasgo que constituía su defecto, la superficialidad, en ese caso era su virtud, ya que se requiere cierta superficialidad para ver cosas que están muy a la vista. Alguien que está demasiado ensimismado o abstraído por pensamientos profundos y complejos puede perder de vista las cosas obvias y evidentes. Y algo obvio y evidente era la conexión que había entre Cielo y Nicolás. Malvina, creía, tenía un único recurso: su belleza. Y sin dudas, Cielo la aventajaba en belleza; y como el estatus social no era algo en lo que Nicolás se fijara, el escalón inferior en el que ella ubicaba a Cielo no era un desmérito para la otra. Malvina entendía que, si esa situación persistía, pronto debería echar mano a otro tipo de recursos. Entre tanto, los estudios que le habían hecho a Cielo confirmaban la amnesia. No tenía un daño cerebral como hubiera preferido Bartolomé, pero los recuerdos de sus primeros diez años de vida habían sido bloqueados por un trauma. Malatesta no arriesgaba un pronóstico; podía recuperar sus recuerdos de un día para el otro o bien podía no recuperarlos nunca. Este gran abanico de posibilidades no tranquilizaba a Barto, quien pensaba, y con razón, que estar viviendo en esa casa que conocía podría despertarla. Aunque, como bien reflexionaba Justina, también el hecho de

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que conviviera con sus verdugos podía mantener el trauma vivito y coleando. En cualquier caso, hasta tomar una determinación, era preferible que estuviera cerca y vigilada. Al que de ninguna manera quería mantener cerca era a Thiago, pero mandarlo de regreso a Londres se había vuelto una misión imposible. Ya había intentado imponer la ley paterna, había querido obligarlo a volver, le había hecho creer que ya tenía su pasaje —lo cual no era cierto, pues Bartolomé no gastaría en un pasaje que podría no ser usado—. Y Thiago se mantenía firme en su rebeldía. Quedaba la instancia de la violencia física, pero eso no era algo propio de Bartolomé. Debería entonces recurrir a la manipulación, la especialidad de la casa. Bartolomé tenía el conocimiento de la naturaleza humana que, en general, tienen las personas perversas y manipuladoras, y sabía que para un adolescente no había nada más doloroso e insoportable que un desengaño amoroso. Adivinaba —no se equivocaba en eso— que teniendo dieciséis años pronto se enamoraría, y ahí entraría él en acción, manipulando para generarle una desilusión que destruiría sus deseos de permanecer allí, y entonces sólo restaría comprar, finalmente, el pasaje. Lo único a lo que debían prestarle gran atención era a la separación que, sí o sí, Thiago debía mantener con los chicos de la fundación. Fingió aceptar el deseo de su hijo de quedarse, con la condición de que inmediatamente comenzara las clases en el Rockland Dayschool, colegio en el que Thiago había cursado sus estudios primarios, y parte de la secundaria. Confiaba en que una vez en contacto con sus antiguos compañeros, todos chicos de familias bien, y retomara su bienamado rugby, pronto se agarraría algún metejón con alguna purreta bien. No calculó que el metejón vendría por otro lado.

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   Capitulo 04

Los huérfanos y los nenes bien

Marianella había aprendido a la fuerza a ponerle un freno a sus fantasías. La vida había sido lo suficientemente cruel ruino para que ella le dijera no a los sueños felices; darle rienda suelta a sus anhelos sólo le ocasionaba más Frustración. Por eso trataba de no pensar en Thiago ni en sus ojos tristes, ni en su sonrisa amplia y hermosa, ni en esos lunares que le imprimían un aspecto adulto a esa hertuosa cara aniñada. Mientras no se lo cruzaba, no fantasear con él era bastante sencillo, pero cuando lo veía o escuchaba sti voz, se le volvía muy difícil. Pero le fue imposible no amarlo cuando lo vio con su uniorine de colegio. Cielo la había mandado a buscar las mediaItitias que había olvidado en la cocina; ese día desayunarían III el patio interno mientras Nicolás daba clases. Mar atravsó la sala yendo hacia la cocina, y lo vio bajar las escaleras, casi corriendo. Vestía una chomba verde inglés, un jean oscuro y un saco escocés, azul y rojo. Tenía el pelo lacio, bastante largo y desmechado, algo húmedo, como recién secado cori toalla, y llevaba bajo su brazo una carpeta y un libro. Ninguno de los dos detuvo su marcha; ella siguió su camino hacia la cocina, y él descendió las escaleras y se dirigió hacia la puerta principal; pero no dejaron de mirarse en todo el r(corrido. Mientras él bajaba, Marianella percibió el perForne de Thiago, que llegó hasta ella, cálido como una onda ixpansiva. —Hola... —dijo Thiago sin detener su marcha. Ella respondió con otro «hola», pero lo dijo con pudor y casi sin abrir la boca, y él no lo escuchó. La miró algo deceprionado por la ausencia de respuesta, pero ella se perdió en pasillo que daba a la cocina. Thiago desestimó y abrió la

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puerta de calle. Marianella se había quedado agazapada en el pasillo, y desde ahí lo espió mientras él salía. De pronto un grito, un chillido histérico la sobresaltó. Apenas Thiago abrió la puerta, detrás apareció una chica menudita, con el pelo lacio y peinado con un gran jopo. Junto a ella había un chico de pelo lacio, enormes cachetes y una sonrisa ganadora. Ambos vestidos con el mismo uniforme de colegio que Thiago. —Thi! ¡Volviste! —gritó la flaquita, y se colgó del cuello de Thiago, abrazándolo con fuerza—. ¡Estás hecho un caño, gordo! Thiago sonrió, agradeciendo el cumplido y saludó amable: —Hola, Tefi! Luego Thiago miró a su amigo, que lo miraba incrédulo, ambos sonrieron con complicidad y chocaron sus manos en un saludo afectuoso. —Man! —dijo el cachetón. —Nachito! —respondió Thiago. Y se abrazaron dándose fuertes palmadas en la espalda. A su lado, Tefi estaba histérica, feliz por el reencuentro de los amigos. Desde el pasillo, Mar los espiaba negando con desprecio. Reconocía perfectamente esa forma de hablar, esa pronunciación exagerada de las eses, o la manera en que no pronunciaban algunas letras como las d; en lugar de decir «copado», decían «copaaao»... o decían «boló», en lugar de otra palabra que, si Mar la hubiera dicho, la habrían considerado una ordinaria maleducada, pero dicha por ellos y así pronunciada era distinto, era cosa de... chetos. Eso era lo que eran Thiago y sus amigos: chetos, nenes bien, chicos ricos, arrogantes y altaneros. Ubicando a Thiago en esta categoría, le resultaría más fácil no pensar en él. Mascullando el desprecio que le despertaban los chetos, fue hasta la cocina, tomó la bandeja con medialunas y volvió hacia la sala, calculaba que los otros ya se habrían ido, pero allí estaban, sentándose en unos sillones, mientras Nacho y Tefi hablaban como cotorras, superponiéndose, creando un

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griterío confuso e inteligible, donde cada tanto se llegaba a oír un «boló, un «tipo que», un «no te la puedo», un «man», y varias palabras en inglés. Mar debía pasar cerca de ellos para volver a su sector, y trató de hacerlo sin mirarlos, pero el cachetón, sin dejar de hablar, le manoteó la bandeja con medialunas, al tiempo que Tefi le entregaba su abrigo, y, sin mirarla, le dijo: —Para mí un café con leche, más leche que café, leche descremada, obvio, y dos sobrecitos de edulcorante, sin ciclamato, please. Marianella la miró con odio; al desprecio que le generaba Tefi en particular, y los de su clase en general, se sumaba ahora que la otra la confundiera con una mucama. Ojo, se dijo Marianella como si alguien estuviera oyendo sus pensamientos, no tengo nada contra las mucamas, de hecho Cielo es mucama y es lo más, pero estos chetos nos ven a todos como sus sirvientes. Thiago, viendo la cara de furia de Marianella, intervino. —Marianella no es la mucama, Tefi. —Ah, ¿no? Sorry, ¡re que pensé que sí! —dijo Tefi mirando a Marianelia, tratando de entender entonces quién podría ser.


—Ella vive acá, en la Fundación de mi viejo. —Ah! —exclamó Nacho entendiendo—. Una de las huerfanitas. Bueno man, a mí también traeme un café con leche —dijo Nacho instalándose y mordiendo una medialuna, entendiendo que si bien no era la mucama, el ser una huérfana de la Fundación la convertía en algo parecido. —No es una mucama —insistió Thiago con vehemencia, avergonzado por el desparpajo de sus amigos. —Y eso no es para vos —dijo Mar fulminando a Nacho con la mirada, y arrebatándole la bandeja con medialunas. No contenta con eso, le quitó la que tenía en sus manos a medio comer. Tefi se indignó ante eso, y chilló. —Ordinaria! —le espetó, casi con asco—. ¿Sabés quién es él? Es Nachito Pérez Alzamendi, ¡el hijo del juez Pérez Alzamendi, hello!

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—Y a mí qué me importa! —respondió Mar airada, y se alejó con las medialunas. Nacho y Tefi, absortos con el descaro de la desubicada, iban a contestarle, pero Thiago medió frenándolos y rogándoles que la cortaran. —Vamos, desayunamos en el colegio —invitó, abrazó a ambos, y salieron los tres, felices por el reencuentro. Tefi y Nacho eran sus amigos de toda la vida, se conocían desde los cuatro años y habían cursado toda la primaria juntos.


Cuando salieron del colegio, Thiago se quedó charlando con sus amigos, sentados en el borde de la fuente frente a la mansión. Nacho opinaba que esa misma noche deberían hacer una fiesta por el regreso de Thiago, pero él no creía que Bartolomé lo aceptara. En ese momento Thiago vio a Marianella, que salía junto al resto de los chicos por la ochava de la mansión. La clase de Nicolás también había terminado y. sin pérdida de tiempo, Justina los había mandado a la calle a trabajar; la loca idea de Cielo y de Bauer de escolarizar a los mocosos les hacía perder las valiosísimas horas de la mañana. Como por ahora no podían hacer nada para evitar las clases, Justina les advirtió que deberían trabajar el doble por la tarde para compensarlo. Thiago no le quitaba los ojos de encima a Marianella, pero ella le corrió la mirada. Algo extraño le estaba sucediendo, algo que nunca le había pasado: ahora se avergonzaba de su ropa, no quería que él la viera así vestida, más aún considerando los zapatos y accesorios que usaban los amigos de Thiago. Thiago no fue el único que los vio salir, también Nacho los observó y quedó fascinado por la belleza de Jazmín, que ni reparó en él. Esto obstinó a Nacho con su idea de la fiesta. —Sí, man, tenemos que hacer fiesta hoy. ¡Y tenés que invitar a los pibes huérfanos! —Por qué querés invitarlos? —preguntó Thiago, desconfiando de la repentina fraternidad de’

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—Porque esa rubia está más buena que Punta en enero, iutn! —Hablemos con Barto... —dijo Thiago sonriendo, feliz por reencontrarse con su amigo Nacho, «el pirata». —Antes, invitá a la rubia! Thiago, fingiendo hacerlo sólo por darle el gusto a Nacho, alcanzó a los chicos que se alejaban de la mansión y los (letuvo. En realidad, lo entusiasmaba más la idea de invitar a Marianella. Ellos lo miraron, expectantes. —Chicos, esta noche voy a hacer una reunión con amius, y los quería invitar —los otros lo miraron, sorpren(lid os —A nosotros? —preguntó Rama, chequeando haber entendido bien. —Sí, claro. Vamos a comer algo, escuchar música. ¿Se copan? —No creo que tu viejo «se cope»... —replicó Tacho. —Por qué no? —preguntó Thiago extrañado. Thiago percibía cierta antipatía de los chicos hacia su padre y no la comprendía; tenía muchas cosas para reprocharle a Barto, pero era indiscutible que era un tipo muy generoso y cariñoso con los chicos de la Fundación. No le gustaba el tono con el que Tacho hablaba de su padre. —Bueno, si Bartolomé no tiene problemas, nosotros tampoco —dijo Rama, anticipándose a Tacho. —Qué problema va a tener mi papá? —dijo Thiago, escudriñándolos. —No, ninguno, boncha, si es copado tu jovie —respondió Lleca, disimulando. —,Vienen, entonces? —preguntó a todos, pero mirando a Mar. —Yo no, gracias —dijo ella, con un gran deseo de ir a esa tiesta. —,Por qué no? —Estoy con la batería media descargada y me hace falso contacto —respondió ella. Y ante la mirada confundida de Thiago, tradujo: —Me quiero acostar temprano.

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—Bueno, el que quiera, ya sabe, están invitados —concluyó Thiago, y se alejó. Los chicos retomaron su camino, hablando entre ellos de esa extraña invitación. —Olvidensé —dijo Tacho—. Ni Barto ni la urraca nos van a dejar ir. —Y siguieron su camino hacia el centro comercial. Thiago volvió junto a Nacho y Tefi. —,Viene la rubia? —preguntó Nacho ansioso. —No sé, no creo. Son medio raros los chicos. —Pero nosotros la hacemos igual, ¿no? —preguntó Tefi. Thiago asintió y ella pegó un alarido de felicidad, y se fue corriendo al negocio de ropa de su madre a sacar un vestido para la noche. Bartolomé estuvo complacido con la reunioncita organizada por Nachito Pérez Alzamendi, al que le preguntó efusivamente por su padre, el juez Adolfo Pérez Alzamendi. Nacho prometió mandarle saludos, y también portarse bien en esa noche y, por supuesto, omitió hablar de «fiesta», dijo que apenas sería una reunión, tres o cuatros amigos y unas pizzas. Thiago también omitió decir que había invitado a los chicos de la Fundación.

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Tefi estaba eufórica. Siempre le había gustado Thiago, desde primer grado; pero ahora, realmente, se había quedado sin aliento. No sólo Thiago estaba hecho un caño mal, sino que sin dudas, era el chico más lindo del Rockland; y si ella lograba conquistarlo, sería una estocada triunfal a las envidiosas de Dolores Castro Barros y Delfina Anchorena. Corrió hasta el local de ropa de su madre, Julia, una mujer muy dulce, que toleraba los caprichos de Tefi con infinita paciencia. Julia era abogada, y había puesto un negocio de ropa prácticamente para consentir a su hija, que era adicta a la ropa nueva. Sin parar de hablar un instante, le contó que Thiago estaba de regreso en la ciudad, que había vuelto al Rockland, que esa noche daba una fiesta, y que sí o sí debía estar divina y única; y para eso estaba dispuesta a probarse todo lo que hubiera en el negocio ya que necesitaba enconrar el vestido. A media cuadra del local, los chicos de la Fundación llegaban para llevar a cabo la tarea encomendada. Tenían bien estudiado el accionar: mientras los más chiquitos, Lleca y Aleli, recorrían las mesas de los bares, pidiendo limosna, Tacho Rama aprovechaban la distracción de los clientes para robar celulares y carteras. Mar y Jazmín estaban en etapa de «entrenamiento», y por eso sólo se limitaban a observar. —Cómo te miraba el hijo de Barto, eh... —comentó Jazmín. Mar se puso extremadamente nerviosa y se sonrojó. —Nada que ver! ¡Cualquiera! Mirá si ese perno mal revocado me va a... ¿Y a mí qué? Yo... o sea... ¡cualquiera! —quiso sonar natural, pero por los nervios su tono resultó alterado, casi agresivo.

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—Bueno, me pareció —minimizó Jazmín, pensando en el carácter inestable de Mar—. Seguro debe de tener amigos muy guapos —comentó Jazmín, que abrigaba fantasía de cuento de hadas y soñaba que algún príncipe la rescatar de las cenizas.


—¿A vos te falla el semieje? ¿Vos te pensás que algur. de esos chetos se va a fijar en vos? —le advirtió Mar. En fondo era una prevención más para sí misma que para Jazmín.


—Bueno, Thiago se fijó en vos... y vos en él me parece.. —la provocó Jazmín, amistosa, pero Mar se puso aún más nerviosa.


—Yo no me fijé en ese fratacho y él no se fijó en mí, deja de ponerle ladrillos a la medianera porque se va a venir abajo!


-¿Qué?


—¡Que dejes de hablar pavadas! ¿0 yo te digo algo de cómo se miran Tacho y vos?


—¿Vos decís que le gusto? —cambió de tema Jazmín interesada en confirmar su sospecha. No es que Tacho le interesara particularmente, pero a Jazmín le gustaba gustar.


—¿Vos decís que le empasto la bujía a Thiago?


Mar se animó a confesar su inquietud con esa pregunta. que la otra, por supuesto no entendió. Una vez más, Mar debió traducir:


—¡Si pensás que le gusto a Thiago, pregunto!


—No sé, te miraba mucho.


—Bartolomé no nos va a dejar ni a palos ir a la fiesta, ¿no?


—Más vale que no —respondió Jazmín mientras observaba cómo Tacho se hacía de un celular.


Los chicos se desplazaron hacia la otra esquina, y Mar y Jazmín, disimuladamente, los siguieron desde la vereda de enfrente, observándolos. Pero al pasar frente al local de la madre de Tefi, Mar se detuvo ante la vidriera. Jazmín no lo advirtió y siguió de largo. Mar observó durante un rato un


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vestido blanco y también el precio, una cifra imposible de imaginar. En ese momento alguien descolgó el vestido de la vidriera y, al quitarlo, Mar vio a Julia. Por un instante ambas quedaron mirándose, algo les llamó la atención a cada una de la otra. Fue un segundo. Julia giró con el vestido y se lo entregó a Tefi. Mar, desde afuera, no la vio, y corrió hacia Jazmín, que ya estaba llegando a la otra esquina.


Cuando Tefi se probó el vestido... era soñado. Decidió quedarse con ése, y se lo dejó a su madre para que le hiciera un pequeño arreglo, ya que tenía un pequeñísimo agujerito en la espalda. Mientras ella iría hasta la peluquería, porque esa noche debía estar diosa. Salió hacia la esquina opuesta, donde estaban los chicos, que ahora se dirigían hacia una galería. Jazmín los siguió y miró a Mar que estaba ensimismada: no dejaba de pensar en la fiesta, en la posibilidad de ir. y en el vestido blanco que acababa de ver.


—¿Vamos, Mar?


—Ahí voy —respondió ella, y volvió hasta el negocio de ropa.


Julia estaba enhebrando la aguja para hacer el arreglo ruando la vio entrar. El aspecto de Mar, claramente una chica de la calle, le hizo sospechar de sus intenciones, pero como detestaba tener esos prejuicios, espantó de su mente ese pensamiento, sonrió y le dijo:


—Hola, ¿en qué te puedo ayudar?


—Me quería probar ese vestido que estaba en vidriera —contestó Mar.


No es que estuviera decidida a robarlo, pero al menos quería probárselo, contemplar, por una vez, cómo se vería en un vestido así.


—¿El blanco? Ya está vendido —repuso con pena Julia.


—Ah... —dijo Mar decepcionada.


—Pero... —dijo Julia viendo su expresión— creo que en el depósito tengo uno parecido, ¡te va a encantar! Espérame.


Fue hasta el depósito. Su prejuicio le decía que esa chica no podría pagar el vestido, pero ver una prenda linda y querer probársela era algo que seguía siendo gratis y de todos.


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El corazón de Mar comenzó a latir con fuerzas. La vendedora la había dejado sola y el vestido blanco estaba sobre el mostrador. Si iba a hacerlo, el momento era ése. ¿Por qué dudaba tanto? Una cosa era robar obligada por Bartolomé y otra era hacerlo por decisión propia. Sus pensamientos se sucedían vertiginosos. El vestido, Thiago, la fiesta, la amabilidad de la vendedora, Thiago, la fiesta, el vestido, la vendedora...


Unos segundos después, Julia salió del depósito con otro vestido, y tuvo una triste decepción. La chica no estaba allí. Y tampoco el vestido blanco.


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Malvina sentía, y no se equivocaba, que su relación con Nicolás se estaba enfriando. No sólo él nunca volvió a hablar del compromiso frustrado sino que, cuando ella intentaba hacer alguna mención sobre el tema, él se volvía esquivo. Nicolás visitaba casi todos los días su casa, pero no precisamente para verla a ella, sino a dar las benditas clases a los huerfanitos. Pero su intuición femenina le decía que el verdadero motivo era Cielo. Era consciente de la forma en que Nico y Cielo se miraban, cómo se transformaban al encontrarse, cómo sus ojos brillaban y sus sonrisas quedaban congeladas en una mueca a medio camino entre la amabilidad y la fascinación. Nicolás jamás había mirado a Malvina de esa forma, y ella lo sabía.


Había intentado pedirle ayuda a su hermano, pero éste, fastidiado por la boda dilatada y harto de tener que soportar i Bauer dando clases a los chicos, le aconsejaba que rompiera relación y se buscara otro candidato. Para Barto su boda í-gnificaba sólo la posibilidad de acceder a una parte de la rencia, pero ella estaba enamorada de verdad de Nicolás.

5íbía que estaba sola en esa empresa, y decidió accionar.


Una de sus mejores armas era lo apasionada que era, pero


i había tenido la ocasión de hacer uso de ello ya que Nico-


staba viviendo en un hotel con su hijo y el sucio amigo


tenía. Malvina no encontraba nunca una ocasión para


r solos, en intimidad. Decidió comenzar por allí, y sor-


dió a Nicolás ofreciéndose para encontrarle un lugar para


ilar. Para Nicolás alquilar una casa significaba aceptar


finalmente había abandonado su estilo de vida nómade,


ienzar a echar raíces. Al principio dilataba el tema con


vas hasta que un día Malvina lo acorraló: le había con-


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seguido un departamento hermoso, tipo loft justo al la” B la entrada del Rockland, enfrente de la mansión. Esta pocos metros, y Nicolás no pudo resistirse a ir a verlo planta baja había un local desocupado y junto a él, una tita que daba a una escalera que conducía al primer piso donde a través de un pequeño hall se accedía al departamento


Apenas entró, Nicolás volvió a experimentar la : . Alquilar un departamento era comprometerse, al mer vivir durante un tiempo en un lugar. Más aún, que demasiado cerca de la casa de su novia, que venía  mando atención y compromiso, justo lo que él le retacY entregado a la fobia, empezó a criticar cada aspee: . departamento: poca intimidad, pisos de cerámica en vez urj madera, muy próximo a un colegio, posiblemente muy ruidoso, con muy poca luz.


—Tiene mucha luz —replicó Malvina, ya de mal humor-


Y abrió la ventana que daba a un pequeño balcón ” Nicolás salió al balcón tras ella, y siguió criticándolo: ,


—El barullo a la hora de la salida del colegio debe zr insoportable, y además la orientación es la peor, y además —y se quedó mudo.


Enfrente, en la ventana junto al gran reloj que coronal»* la mansión, estaba Cielo, pasando un trapo húmedo a vidrios de la ventana. Ella lo vio y su cara se iluminó e táneamente. Ambos se saludaron, sonrientes. Y sin p Nicolás miró a Malvina y le dijo:

—Aunque, la verdad, es hermoso el departamento.


Malvina apenas sonrió, mirando a Cielo. Comprendió qí su idea había sido más un problema que una solución: anón. les había dado la ocasión de verse todos los días.


Cristóbal había ido a la Fundación a invitar a Lleca y AleH a tomar la merienda. Nicolás, eufórico, quiso ir a contarle la noticia. Malvina lo acompañó, recordando que Cristóbal era su otra arma para ganarse a Nicolás. Sabía que nada er la vida era más importante para él que su hijo.


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—Ganarrrrse al hijo es ganarrrrse al padre... —le había aconsejado Justina en una ocasión.


El problema era que Malvina tenía muy poca afinidad con los niños en general y con Cristóbal en particular. Pero era algo que debía lograr.


Cruzaron hacía la mansión, donde se encontraron con Cristóbal, que estaba bastante frustrado, ya que los chicos no se encontraban allí.


—¿Dónde están los chicos? —preguntó Nico extrañado.


—Haciendéndose el cucomental —explicó Mogli, y ni siquiera Nicolás le entendió.


—Haciéndose el bucodental —tradujo Justina.


—Bueno, cuando vuelvan los invitas a merendar, cam’>n... —lo animó Nico—. Pero ahora tengo una sorpresa


ra vos.


—¡Tenemos! —dijo Malvina desplegando lo que ella consideraba una tierna sonrisa maternal. Cristóbal la ignoró como si no estuviera allí, y ansioso preguntó a su padre:


—¿Qué sorpresa?


—¡Se mudan a un departamento divino enfrente de la nansión! —se anticipó, exultante, Malvina, creyendo que, aor el simple hecho de ser la portavoz de la noticia, se granjearía el afecto del niño.


—¿En serio? —verificó Cristóbal con su padre.


—Sí, en serio —confirmó Nicolás.


Malvina sonrió, y por un instante fantaseó con un fuerte fcprazo, cariñoso, como de madre e hijo, que enternecería a bolas, pero en cambio, Cristóbal salió corriendo hacia la federa por la que en ese momento bajaba Cielo.

9 —¡Cielo, nos vamos a mudar a un departamento acá

v —¿En serio? ¡Pero qué buenísimo, bombonino! —exclamó sincera alegría la acróbata, y lo alzó en un abrazo. —¡Nos vamos a poder ver todos los días, Cielo! —¡Ésa es una gran noticia! —dijo Cielo, mirando a NicoJRk Y volvió a abrazar a Cristóbal.


Malvina estaba desahuciada, no sólo Cristóbal no la regis-


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traba sino que, además, adoraba a la mucamita. Y no sólo ellos se adoraban y se abrazaban y se besaban, sino que también Nicolás los miraba embobado.


—¡Hay tal crisis! —pensó Malvina.


Y no se equivocaba. Había llegado el momento de jugar cartas más fuertes.


A los quince años, cómo prepararse para una


fiesta es algo muy serio. En una reunión, en una salida, se juega todo lo que importa a esa edad: el encuentro y el desencuentro. La ansiedad por descubrir si el chico o la chica que te gusta irá, por verificar si tendremos la ocasión de hablar con él o con ella; si te mira, si baila con alguien más, si te habla, si te dice lo que querés escuchar o lo que no queros escuchar. Si gusta o no gusta de vos. Y al final de la fiesta, la ansiedad por saber qué pasará luego de ese encuentro o desencuentro.


En una fiesta te puede cambiar la vida. Y para ésa, especialmente, cada uno se preparaba con expectativas muy diferentes...


Nacho se perfumaba, en exceso, y en lugares insólitos de su cuerpo. Abrigaba una esperanza: dejar de ser virgen. Desde los trece años perseguía incansablemente ese anhelo, y ahora, casi con dieciséis, el anhelo era una necesidad perentoria. Sentía que ya era su momento, y que esta fiesta era, por fin, su gran oportunidad para que sus pensamientos y palabras coincidieran con los hechos. Esa rubia huerfanita lo había dejado extasiado, y descontaba que ella, por u condición, se entregaría fácilmente a sus deseos. Pensó, en ese momento, que sería oportuno conocer su nombre.


Jazmín era consciente de lo que provocaba en los varones, sabía que su belleza tenía un efecto mágico. Cuando a sus trece años su cuerpo empezó a cambiar, comenzó a percibir los resultados. Sabía que la amabilidad con la que casi :odos los chicos la trataban tenía que ver con su belleza, ser _jida era una llave que abría casi todas las puertas, creía. Aunque la única que ella quería abrir era la que llevaba a


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una vida mejor. Sentía que su destino podía tomar rumbo, y la manera, entendía, era a través de un prínapJ que la sacara del lodo. La idea de ir a la fiesta de Thiar sus amigos la mantenía ilusionada, el Rockland era ur. : raíso de príncipes. j


Tacho, en cambio, sentía que esa fiesta era la oc para dejar de ser un «dormido». Era el más grande y e tenía más calle. Era muy picaro y arrojado, y en cuesti de mujeres se lo veía muy lanzado y ganador. Nunca r tenido dificultades para abordar a una chica, pero la l que lo había vuelto tímido y torpe era Jazmín. Durante t los años que ella no estuvo en la Fundación no dejó de re ’ darla y, desde el día en que regresó, no podía dejar de ginar el beso que quería darle. Pero por alguna ext . razón, con ella toda su picardía y desinhibición se transfor- I maba en torpeza y timidez. Esa noche había decidido no tenerse y encarar a Jazmín como el hombre valiente que


Rama nunca había sido audaz ni arrojado como Ta y mucho menos lo era desde que entró Mar a la Fundac y él sintió una atracción inmediata. Nadie lo había re; trado, ya que él hacía un gran esfuerzo por ocultarlo, \ eficaz. La única que lo había percibido era Alelí, quien alentaba a expresarle a Mar lo que sentía; pero Rama -- rehusaba pues percibía que Mar no ocultaba sentirse atrc da por Thiago. No estaba seguro de lo que sentía Thiago p ella, pero que ella estaba encantada con él, era un hecho Rama lo entendía; teniendo que elegir entre él y alguien coi Thiago, cualquier chica elegiría a Thiago. Alelí le decía, cambio, que cualquier chica se moriría por estar con él, que era el más lindo, dulce y bueno que existía, pero Rar creía que sólo su hermana lo veía de ese modo. Alelí ins tió con que se animara a decirle a Mar lo que sentía, y Ran lo consideró por un momento, pero lo acometió un agu dolor de panza que casi lo hizo desistir de ir a la fiesta. AK tuvo que extorsionarlo: iba a la fiesta y hablaba con Mar ella le contaba a Justina que Rama había sacado una muñeca del taller para ella.


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Ten tenía un imagen muy clara en su mente: la cara de envidia que pondrían Dolo y Delfu al día siguiente, cuando se corriera el rumor de que en la fiesta Thi y ella habían estado juntos. Esa reunión era sólo un trámite para alcanzar su objetivo. Por eso todo tenía que salir perfecto: el pelo, el make up y la ropa. Aún recordaba con furia e impotencia el momento en que su madre le informó que le habían robado su vestido. Profirió una sarta de insultos contra los delincuentes y los pobres, y tuvo que conformarse con otro parecido, pero no idéntico. Esta vez nada la detendría: el chape con Thiago era un hecho, como era un hecho las caras de envidia que pondrían Dolo y Delfu.


Thiago estaba contento de reencontrarse con sus amigos, pero lo que más le interesaba de la fiesta era la posibilidad de hablar más de dos palabras seguidas con Marianella, esa chica hermosa que le despertaba mucha intriga. Había algo diferente en su mirada. En la Fundación de su padre siempre hubo huérfanos, y él constantemente sintió que lo rechazaban. Hubiera querido acercarse a ellos, e incluso ser su amigo, pero por un lado su padre se lo prohibía y, por el otro, los chicos en general lo despreciaban. Aunque Marianella también lo miraba con cierto resquemor, a la vez había algo de ternura hacia él en sus ojos, como si le pidiera que la salvara. Y a su vez parecía prometerle: «Te voy a salvar». Thiago quería, esa noche, poder hablar con rila para que pudiera conocerlo y derribar los prejuicios que tendría sobre él.


Marianella, en cambio, albergaba una ambición más modesta: sentirse una chica normal. La vida que había tenido fe había dejado algo en claro: no tenía derecho a soñar nada. sentía fuera del mundo, sin derecho a fantasear como lo Vician casi todas las chicas de su edad, sin derecho a desear. ’: ella quería, al menos por una noche, sentir que también podía ponerse un vestido nuevo, sentirse linda, y aspirar a que un chico lindo se fijara en ella. Sólo eso pedía: sentirse na chica normal por una noche. Miró el vestido que había robado creyendo que ésa era la manera de semejarse a las


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«chicas normales»: usando la ropa que ellas usaban. Quería jugar que estaba a la altura, ser su propia hada madrina aunque sólo fuera por una noche.


Pero, a pesar de las intenciones y sueños que cada une ocultaba en su interior, excepto uno, esa noche ninguno de ellos logró su objetivo.


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Cuando Bartolomé oyó música, salió de su escritorio, en el que estaba haciendo cuentas —¡estamos en rojo, che!— y puso su mejor sonrisa para ir a saludar a los amigos de su hijo. Se creía un padre moderno y «gamba», y le encantaba pensar que los chicos comentarían entre sí lo piola que era el padre de Thiaguito.


—¡Ito! ¡Zeta! ¡Nachito! —saludó a los adolescentes, con su mejor onda «padre joven»—. A ver cuándo lo convences a tu viejo, Nachito, y hacemos un seven, padres contra borregos, los vamos a pasear, ¡che!


—¡Me muero por verte jugar al rugby! —repuso Nacho.


—¡No llegas al tercer tiempo, borrego! —bromeó Bartolomé. Y luego, en compinche, lo codeó. —Pero faltan purretes acá, ¡che! ¿Serán tan panfilos que hicieron reunión de varones solos?


—Naa, man, las chicas están llegando —repuso Nacho mientras relojeaba la barra con bebidas alcohólicas de Barto.


—¿Y a qué mocosa le echó el ojo Thiaguito, eh? —inquirió, en cómplice, Bartolomé.


Thiago resopló incómodo por esa forzada «onda» de su padre. Barto en realidad quería saber cuál sería la chiquiüna que en breve le rompería el corazón a su hijo y lo pondría, llorando, en un avión hacia Londres.


—No sé, pero espero que no sea ella, porque es mía —contestó Nacho, señalando a alguien a espaldas de Barto.


Barto giró y su sonrisa se congeló al ver a Jazmín, que llegaba junto a Tacho y Rama, que se habían arreglado lo mejor que pudieron, con la ropa que tenían ñama se había puesto un sombrero. Tacho tenía una camisa que se veía


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bastante nueva, abierta hasta el pecho. Jazmín estaba radiante, con la ropa de siempre, pero combinada de una manera especial, sensual, que agitó las fantasías de Nacho.


—¿Qué dicen mis pimpollos? ¿Necesitan algo? —les preguntó Bartolomé, mirándolos con intención, advirtiéndoles con un gesto que, si la idea de ellos era participar de la reunión, desistieran de inmediato.


Los chicos no respondieron, y en cambio miraron a Thiago, quien rápidamente se hizo cargo de la situación.


—Yo invité a los chicos a la reunión, papá.


Bartolomé lo fulminó con la mirada y un rápido movimiento de cabeza. Tacho y Rama sintieron un poco más de respeto por Thiago al escucharlo sostener ante su padre la invitación que les había hecho. Bartolomé comprendió que no podía mostrar su furia tan abiertamente, e hizo un intento de frenar la situación:


—Pero los purretes se levantan temprano mañana para estudiar con Nicky...


—No, Barto, los sábados descansamos —se oyó a sus espaldas.


Allí estaban Nico y Malvina, abrazados. Nico les sonrió a los chicos, y le guiñó un ojo a Thiago, complacido por e. gesto de integrarlos.


—Esta semana los tuve al trote, así que no les va a venir nada mal una fiesta. ¿Se van a portar bien, no?


—Sí, obvio, Nico, nos vamos a portar bien —dijo Tacho, saboreando el triunfo momentáneo sobre Barto.


—Cópate, Barto, déjame a la rubia acá, ¡por favor te lo pido! —dijo por lo bajo Nacho, abrazando a Barto, y apelando a la misma complicidad con la que antes lo había tratado el padre de su amigo.


Barto estaba acorralado; no podía darle su merecido a los mocosos por semejante osadía delante de Nicolás ni de su hijo, tampoco quería desairar al hijo de Adolfito Pérez Alzamendi, un juez al que convenía tener de amigo.


—¡«Cópate», Barto! —insistió Nico—. Y nosotros vayamos a comer a la cocina, dejemos a los chicos solos.


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—¡Pero claro! ¡Me encanta que se integren! Pásenla bomba, purretes, y nada de alcohol, ¡eh! —dijo y empezó a alejarse, contoneándose al caminar como si tuviera dieciocho años.


Lo único que se le ocurrió hacer fue llamar a Justina para que oficiara de chaperona, pero ella no respondía. Le dejó un mensaje desesperado en el contestador.


Apenas se fue Bartolomé, Nacho tomó de la mano a Jazmín y le ofreció algo de comer, mientras la acompañaba hacia la mesa. Tacho le vio las intenciones de inmediato y quiso ir tras ellos, pero Thiago lo retuvo junto con Rama, y les preguntó por Marianella. Esto ofuscó íntimamente a Rama, pero disimuló su malestar y contestó amablemente que, tal como había dicho, prefirió quedarse a dormir. Thiago se sintió decepcionado, y al mismo tiempo advirtió que deseaba verla mucho más de lo que pensaba.


Marianella se había hecho muchas ilusiones con la fiesta. Se había duchado, con la felicidad dibujada en la cara. Se nabía probado el vestido y se había emocionado viendo lo hermoso que le quedaba. Y finalmente había entrado en razones, diciéndose que nada bueno le iba a traer soñar con lajaritos de colores. Entonces se desvistió, se puso su larga remera para dormir y se acostó. Pero no contó para nada ron que Alelí no estaba dispuesta a que sus propios planes fracasaran, mucho le había costado darle el empujón a su


- ermano para que la abordara; no iba a aceptar que Mar no fuera.


A partir de esta ausencia, Rama estaba menos nervioso; se había relajado e incluso había empezado a socializar con Thiago y sus amigos. Thiago, en cambio, estaba un tanto senté, pensando en si convenía o no ir a insistirle persoiente a Mar. El que no lo estaba pasando nada bien era

10. No sólo lo enfermaba ver cómo ese cachetón concheto -- raboseaba impunemente con Jazmín, sino que lo peor


 que ella le daba calce. Tacho lamentó haber tardado tanto

- -ncararla; se había dormido, y ahora el cachetón lo hacía


-:era, pero no tendría ningún inconveniente en enfren-


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tarse a ese cheto insoportable por ella. Lo único que He sitaba era una excusa, y la excusa llegó pronto.


Observó cómo Nacho, mientras hablaba de Punta New York con Jazmín, deslumhrándola, manoteaba botella de vodka de la barra de Barto, y disimulada: volcaba un poco en una jarra conjugo de naranja; lueg vio dos vasos y ofreció uno a Jazmín. Ésa era la opo dad que Tacho necesitaba.


—¿Qué haces? —le dijo de mala manera a Nacho, que miró absorto por el tono con que ese «cabeza» se atrev hablarle.


—¿Perdón? —respondió Nacho, tratando de expresar con ese término «¿sabes que soy Nachito Pérez Alzamenn hijo de Adolfo Pérez Alzamendi juez de la Nación?».


—¿Qué le das alcohol, chabón? —respondió Tacho, igr:- rando la intención que escondía la respuesta del otro.


—¿Pero qué te metes, flaco? —dijo en matoncito Nach


Era muy cobarde, pero tenía más amigos que Tacho ei la reunión. Desafiándolo y reafirmándose ante el resto, volvió a ofrecerle el vaso a Jazmín, que estaba tensa y, a la vez. halagada por esa disputa de la que era la figura central Tacho, entonces, le sujetó con fuerza el brazo y le sacó e vaso.


—Tiene quince años, no toma alcohol.


—¿Qué te pasa, Tacho? —protestó Jazmín—. Soy grande y hago lo que quiero, ¿ok?


—¿No te avivaste de que te quiere emborrachar para avanzarte?


—Thiago, man... —apeló Nacho, para que el anfitrión pusiera fin al exabrupto de su contrincante—. ¿A ver si lo ubicas a este villero?


A Tacho lo indignó por igual el mote de «villero» como la cobardía de Nacho al acudir a Thiago.


—¿Qué lo llamas a Thiago, cagón? —le largó en la cara, irguiendo el pecho y avanzando dispuesto a iniciar una pelea.


Thiago y Rama advirtieron la situación e intervinieron. Viéndose fuera de peligro, Nacho empezó a provocar.


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—Te voy a matar, villero, cabeza, ¿qué me hablas así?


Tacho se encegueció, y tuvieron que intervenir Ito y Zeta, además de Rama y Thiago, para frenarlo. Jazmín se puso histérica y comenzó a acusar a Tacho de desubicado. Y en el medio de esa escena tan sacada, Nacho casi se creía su furia y sus ganas de boxearlo, y pedía que lo soltaran cuando en realidad nadie lo sujetaba.


Rama logró apartar a Tacho y trató de calmarlo. A esa altura, la furia de Tacho había mutado en dolor. Ya no era la actitud de Nacho sino la de Jazmín la que lo indignaba. Thiago escuchó las explicaciones de Nacho, y le creyó, y casi arrepentido de haberlos invitado, fue a increpar a Tacho, pero en el camino se olvidó del mundo: en la puerta que daba a las habitaciones de los chicos estaba Marianella, radiante, con su hermoso vestido blanco, y una expresión tímida y nerviosa.


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Xo se oVS


cváa e\ eüaVogo que soseTOTVTvoMeTaSVuJiiSI y obvio.


—Al final viniste —dijo Thiago, encendido.


—Al final vine —atinó a contestar ella, rogando i no agregara nada más, pues se creía incapaz de sostei diálogo coherente.


—Vení, pasa —completó él.


Ella sonrió y comenzó a avanzar hacia Jazmín, estaba más allá, increpando a Tacho, pero Thiago, que no esperaba que ella viniese, no estaba dispuesto a dejar : sar esa oportunidad que creía perdida, y la frenó, tome dola de un brazo.


—Espera —casi suplicó.


—¿Qué? —lo interrogó ella, mirándose el brazo, con ur expresión que no quiso ser reacia, pero lo pareció.


Él registró perfectamente el tono de su pregunta y la ge tualidad de su cuerpo, y la soltó.


—No, nada, quería charlar, nada más —necesitó acic rarle.


—Ah, bueno... —dijo ella, preguntándose de qué podrían charlar.


Ambos se miraron un instante. Eran dos extraños y, por esa razón, no tenían mucho de qué hablar, aunque a la vez había bastantes cosas de las que enterarse. Thiago rogó que


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se le ocurriera un tema para sacar urgentemente, y abrió la boca para hablar; a pesar de que aún no sabía qué decir, confió en que una vez dicha la primera palabra el resto vendría solo. Y así fue.


—No sabes, Tacho casi se agarra a trompadas con Nacho.


—¿En serio casi le acomoda los bulones? —dijo Marianella, aliviada de que él hubiera sacado un tema que no fuera ella.


Y así comenzaron a charlar, y charlando aprovecharon para mirarse, y admirar, mutuamente, esas sonrisas que los subyugaban.


Tacho y Rama sentían su noche perdida y estaban considerando irse a dormir. Tacho veía cómo Jazmín seguía nablando con Nacho, aunque no dejaba de mirarlo a él. Y Rama observaba cómo Marianella charlaba animadamente con Thiago, sin siquiera registrarlo a él. Pudo imaginar cómo en breve algo pasaría entre ellos, le daba mucha impoten:ia descubrir que para otros era tan sencillo hacer eso que z él le resultaba imposible. Por otra parte, la situación les recordaba lo que vivían a diario: el mundo era para los otros. Estaba considerando retirarse a su habitación, donde Alelí y Lleca jugaban con el hijo de Nico, cuando pasó algo que, nesperadamente, cambió su suerte.


Como era de esperar, el vestido con el que había tenido rae conformarse Tefi a último momento no le gustó, y pasó ás de dos horas eligiendo qué ponerse para lo que sería í noche perfecta. Como se le había hecho tan tarde, le pidió i su madre que la llevara. Julia la acompañó hasta la puerta. z rtolomé las recibió con extrema amabilidad, hizo pasar a rñ e invitó a su madre —siempre era bueno tener amigos n ogados— a tomar un café en la cocina con él, su hermana . su cuñado. Julia aceptó, ya era bastante tarde y era preferible esperar a su hija ahí mismo.


Tefi fue directo a la sala. Como oyó que estaba termiando de sonar un tema, prefirió esperar a que comenzara r siguiente; era más propicio para una entrada triunfal. Entonces cuando el siguiente tema comenzó a escucharse,


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I

ella avanzó hacia la sala desfilando como en una pasarella. pero tuvo una doble decepción: nadie pareció registrarla y, además, Thiago estaba hablando, animadamente, con la morochita desagradable de la Fundación. Esto la ofuscó tanto que tardó unos segundos en percatarse de que el vestido que la otra tenía era idéntico al que le habían robado a su madre el que debía haber sido suyo. Que esa chiruza le hubiera robado el vestido era gravísimo, pero que le robara a Thi era inadmisible. Fue directo hacia ella, y sin saludar la increpó:


—¿De dónde sacaste ese vestido?


—Ey, Tefi, ¿qué pasa? —dijo Thiago, sorprendido.


—¿Dónde lo compraste? ¿Lo compraste acaso? Porque ese vestido es carísimo, no sé vos de dónde habrás sacado la plata...


Thiago se molestó mucho con la inesperada actitud de Tefi, y percibió la incomodidad que empezaba a sentir Marianella.


—¿Qué te pasa, Tefi, estás loca?


No estaba loca. Mientras escaneaba de arriba hacia abajo el vestido, localizó la misma fallita que su madre iba a arreglarle. Ya no había dudas: era el suyo.


—¡Esta parda le robó este vestido a mi mamá! —gritó, y todos los presentes dejaron de hablar para observar la situación.


—¡Yo no robé nada! —se defendió Mar, mintiendo.


—Sí, robaste este vestido, ¡ladrona!


—Tefi, te estarás confundiendo... —medió Thiago—. Este vestido será parecido a alguno de tu mamá...


—No es parecido, ¡es éste! Hoy fui a buscar un vestido y elegí éste, y le pedí a mi mamá que le arreglara una fallita. Después mi mamá me dijo que entró una chica al local y que le robó el vestido. Y el vestido era igual a éste, y tiene la misma fallita, ¡en el mismo lugar!


—¡Yo no lo robé! —persistía Mar, mintiendo.


Jazmín la miró, compadecida, sabía perfectamente que Mar lo había hecho. Tacho y Rama se miraron, tensos.


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—¡Mamá! —gritó Tefi, y Mar palideció—. Mamá está en la cocina, con tu papá; que venga ella y diga si Mar fue la que le robó.


Mar quiso irse, pero Tefi la frenó; Thiago quiso separarlas, y en medio del griterío se impuso la voz de Bartolomé.


—¿Qué pasa acá?


Todos giraron. En el pasillo que daba a la cocina estaba Bartolomé, detrás de él se asomaba Malvina, y detrás, Julia. Al mismo tiempo, desde lo alto de la escalera, apareció Cielo, también alertada por los gritos. Al ver a su madre, Tefi gritó.


—Ma, ¿no que éste es el vestido que te robaron?


Julia no necesitaba verlo, había reconocido a Mar. Le dio mucha pena tener que confirmar la acusación de Tefi.


—Sí, esa chica estuvo hoy en mi negocio, y me faltó un vestido idéntico a ése —comentó, se acercó a ella y miró el vestido de cerca. Con dolor, agregó: —Es el vestido que me robaron.


Estupor general.


—¿Cómo pudiste robar? ¿Cómo pudiste hacerle esto a mi papá? —dijo Thiago con desilusión y desprecio.


Mar se sintió morir. Vio la profunda decepción de Thiago en sus ojos. Vio el desprecio con el que la miraron todos los chetos. Vio la furia contenida de Barto. Y vio, en lo alto de la escalera, la expresión dolida de Cielo. Y fue en ese momento que se oyó la voz de Rama.


—Marianella no robó ese vestido. Lo robé yo —mintió.


Todos giraron y miraron a Rama, que avanzó y miró a Julia.


—A Mar le encantó el vestido, pero no se lo podía comprar. Yo se lo quise regalar, pero tampoco podía pagarlo. Perdón, sé que está muy mal robar, pero nada más quise hacerle un regalo a mi amiga. Ella no sabía que yo lo había robado.


Ese episodio dio por terminada una fiesta en la que casi nadie pudo cumplir con sus expectativas. Nacho se quedó sin la noche apasionada que anhelaba. Jazmín se fue sin conocer al príncipe dorado, Nacho había resultado ser un cheto insoportable. Tacho no sólo no había podido abordar


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a Jazmín, sino que además ella ahora estaba furiosa Tefi no podría despertar al día siguiente ninguna env: que nada había pasado con Thiago, y él no sólo no h podido derribar el prejuicio que Mar tenía sobre él, sirio había acrecentado, desconfiando de ella cuando eri cente. Mar había perdido de un cachetazo la chance de  tirse una chica normal. Pero Rama, sin proponérselo r logrado que Mar se percatara de su existencia, yse. ganado, definitivamente, un lugar en su corazón.


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i


En medio del revuelo que generó el episodio del vestido, nadie más que Malvina se percató de la ausencia de Nicolás.


Habían estado charlando animadamente en la cocina, mientras tomaban un café, cuando Nicolás se excusó para ir al baño. Bartolomé estaba tratando de localizar a Justina, que no daba señales de vida, para que se apersonara en la fiesta y fiscalizara el meeting de los mocosos con los amigos de Thiaguito. Luego llegó Julia, y minutos más tarde se sucedieron los gritos, la discusión y todo el episodio desagradable del robo. Recién cuando casi todos los chicos se habían ido, Nicolás reapareció en la cocina, y extrañado preguntó qué había ocurrido. Luego de contarle brevemente los hechos, Malvina preguntó dónde había estado él.


—Fui a ver a Cristóbal, que estaba jugando con Lleca y Alelí.


—¡Great! —dijo Malvina, fingiendo creerle.


La verdad es que Nico había estado en otro lugar, haciendo otra cosa. Claro que fue al baño, pero cuando salió, vio la escalera de servicio que conducía a la planta alta. Pensó, rápidamente una excusa para entablar una charla con Cielo, y la encontró.


—¡Thiago invitó a los chicos de la Fundación a su fiesta! —le dijo a Cielo, que lo miraba sorprendida por su irrupción en el altillo.


—Qué bueno... —dijo ella, con la puerta entornada; le hablaba asomando apenas su rostro, aún sin entender la urgencia de Nicolás por ir a contárselo.


—No... —se excusó él—. Me pareció genial que Thiago


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integre a los chicos, y te lo quería contar; sé que a vos . importan mucho los chicos.


—Sí, ¡es buenísimo! ¡Ojalá que se diviertan mucho! —dijo Cielo, haciendo ademán de cerrar la puerta. Pero él la frenó.


—Espera.


—¿Qué pasa?


—Necesito decirte algo.


—No, ¡no necesita decirme nada! —exclamó ella, anticipándose a lo que él le diría.


—Sí, Cielo, por favor. No puedo seguir haciéndome e. tonto.


—Lo que tiene que hacer es ir con su novia.


—Lo que tengo que hacer es jugarme por lo que siento.


—¡Me parece excelente! —replicó ella—. Vaya con la doñita Malvina, y juegúese con ella por lo que siente, ¡por ella!


Y cerró la puerta. Sabía que, si abría esa puerta, ya nc podría cerrarla. Y sabía, además, que como consecuencia de eso Malvina sufriría un dolor indecible. Y Cielo no podía permitirse lastimar a nadie, aunque fuera a una mujer hueca frivola y un tanto asquerosa. Cielo jamás le haría lo que nc le gustaría que le hiciesen a ella.


Frustrado, Nicolás volvió a la cocina, y a su frustración se sumó la culpa por mentirle de esa manera a Malvina. Entonces fue a buscar a su hijo y regresaron al hotel. Allí estaba Mogli, que dormía acostado sobre el piso y despertó alerta; luego miró a Nicolás, que acostaba a su hijo. Cristóbal murmuró entre sueños:


—Pa, vamos a tener que mandarle a mamá la dirección de la nueva casa para que me escriba...


—Sí, hijo, mañana se la mandamos —respondió Nicolás mientras lo arropaba.


Y enseguida, como instintivamente, miró a Mogli, que negaba, en abierto desacuerdo con la mentira que Nicolás sostenía ante su hijo.


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Los primeros años de vida de Cristóbal, Nicolás no tuvo demasiado tiempo para pensar. Carla había desaparecido a ios pocos días de nacido su hijo y nunca más habían vuelto i verla. Nicolás no dudó un instante en hacerse cargo de ese ebé al que, aunque no era su hijo, le había dado su apellido. No bien producido el abandono, Nicolás intentó infructnosamente hallar al verdadero padre, Marcos Ibarlucía. No lo conocía personalmente, pero tenía noticias de su reputación: era un traficante de reliquias arqueológicas. Sin necesidad de haberse visto alguna vez la cara, le quedaba claro que eran antagonistas: Ibarlucía buscaba saquear precisamente lo que Nicolás quería preservar.


El nacimiento de Cristóbal coincidió con la época más i:iva de Nicolás viajes, conferencias, éxitos profesionales; :ro él no iba a dejar tirado a ese bebé al que ya amaba pro;r.damente. Y así fue cómo Cristóbal comenzó a deambuar de un lado para otro con su padre y su tío Mogli, el inconicional amigo de Nico.


El primer año de vida fue complicado, pero se las arreliaron. Casi no dormían, pues como buen padre primerizo exageraba los cuidados. El segundo año le resultó más rela-


ado; ya dormían mejor, pero Cristóbal había empezado a :aminar y a desarrollar su vocación exploradora. También empezó a hablar, y un día le dijo «papá». Nicolás no recordaba haberse emocionado tanto en su vida.


Pero a los tres años, Cristóbal empezó a hacer preguntas. Sorprendía a todos la claridad conceptual con la que el zequeño las formulaba. Y la pregunta tan temida comenzó i aparecer: ¿dónde está mi mamá? Nicolás había tenido empo para pensar cómo responderle, pero lo angustiaba


Lnto que siempre dejaba para más adelante la elaboración el discurso que sostendría ante el pequeño.


A los cuatro años, al comenzar a ir al Jardín, la pregunta


tornó con insistencia. Todos sus compañeritos, o casi todos,


-man una mamá. ¿Dónde estaba la suya?


Nicolás consultó con una psicóloga, entendía que era un


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tema delicado y debía asesorarse para poder manejarlo. La especialista le hizo algunas observaciones que no convencieron a Nicolás. Buscó un psicólogo, que tampoco lo convenció, y buscó un tercero. Todos le decían, básicamente, que el niño no tendría problemas en procesar los hechos, en tanto él mismo pudiera tramitar el trauma que le había ocasionado el abandono de Carla. Nicolás se indignaba; él no tenía ningún trauma, él había superado perfectamente el hecho de que esa horrorosa y siniestra zorra momificada los hubiera abandonado para irse otra vez con el enfermo innombrable de Marcos Ibarlucía. Él tenía perfectamente superado el abandono de esa perra pestilente, su única preocupación era su hijo.


El último psicólogo al que consultó le dio una orientación más operativa para manejar el tema con Cristóbal:


—No le dé información que él mismo no requiera. Limítese sólo a contestar lo que le pregunte. Ésa es la medida de lo que está preparado para saber.


Nicolás le agradeció, y rechazó la invitación del psicólogo para comenzar un tratamiento y reafirmarse como padre; él no necesitaba ningún psicólogo para superar ningún trauma por el abandono de ninguna momia pestilente.


A los cinco años las preguntas eran incesantes. Y Nicolás había adoptado la política de limitarse a responder con la verdad a las preguntas de su hijo:


—¿Dónde está mi mamá?


—No lo sé, hijo.


—¿Cómo no lo sabes?


—No lo sé.


—¿Pero va a volver?


—No lo sé.


Hasta ahí era fácil. Doloroso, pero relativamente fácil. A Cristóbal no se le ocurría preguntar si él era su padre biológico, con lo cual, suponía, que no tenía ninguna necesidad de darle esa información. Pero llegó un momento en el que Cristóbal comenzó a poder expresar las inquietudes reales que lo asediaban y a formular planteos más abstractos.


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—¿Mi mamá me abandonó? —disparó un día. La pregunta petrificó a Nicolás, que en ese momento estaba en la cocina preparándole el desayuno. El televisor estaba encendido, y en el noticiario acababan de dar la noticia de un bebé que había sido abandonado en la puerta de un edificio de oficinas.


Nicolás captó de inmediato la asociación, y entonces se vio en un serio aprieto. Contestar que no sabía dónde estaba Carla o de qué color era su pelo; si era linda, gorda, flaca o alta, era relativamente sencillo. Pero contestar con la verdad si había sido abandonado, le pareció de una crueldad innecesaria. Cristóbal apenas tenía cinco años.


—No, hijo, tu mamá no te abandonó —mintió con compasión.


—Y entonces, ¿por qué no viene a verme? ¿Por qué no me llama?


—Porque no puede —inventó Nicolás tras un instante de duda.


Creyó que esa respuesta, dentro de todo, era sincera. A fin de cuentas el abandono de Carla respondía a una imposibilidad concreta de ella. Pero por supuesto Cristóbal no se contentó con esa respuesta y fue por más. —¿Por qué no puede?


Y ante el mutismo de su padre, fue el propio Cristóbal el que empezó a arriesgar hipótesis y a armar en su imaginación la que luego se convertiría en la inverosímil historia de su vida.


—¿Mi mamá está enferma? —preguntó. —Sí—dijo Nicolás apostando a que eso, de alguna manera, tampoco era una mentira. —¿Está muy grave? —Sí.


—¿Se va a morir? —preguntó angustiado. —No, no. No se va a morir. —¿Y no viene a verme para no contagiarme? —¡Exacto! De esa manera, Cristóbal fue convocando con su deseo

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de saber una historia que su padre fue construyendo a tientas. En esa historia Carla había viajado a África cuando Cristóbal tenía pocos meses, y ahí había contraído una enfermedad muy contagiosa. Había sido aislada y estaba internada en un lugar muy lindo, pero del que no podía salir ni para hablar por teléfono, para no contagiar. Pero su madre no veía la hora de poder curarse para volver a ver a su hijo tan querido. Ese relato pareció atemperar la angustia del pequeño, y Nicolás sintió que no era una mala solución, aunque técnicamente fuera una mentira.


—Le quiero escribir una carta —propuso Cristóbal una tarde. Y a Nicolás le pareció una buena idea.


Le dio mucha ternura y compasión leer lo que el pequeño escribió de su puño y letra —Cristóbal leía y escribía desde los cuatro años—. Le decía que la quería mucho, que la extrañaba, y que ojalá esa carta le diera fuerzas para curarse y volver pronto junto a él. «Bauer es copado, pero en esta casa hace falta una mujer, ma», concluía.


Nicolás se ocupó personalmente de enviar la carta, y durante un tiempo su hijo pareció recobrar la alegría, como si esa sutil nube gris que lo había estado cubriendo hubiera desaparecido. Nicolás sintió que esa historia había logrado resolver, en parte, la angustia de su hijo.


Pero al poco tiempo la nube gris volvió, más oscurecida. Cristóbal estaba francamente angustiado, y había comenzado a tener actitudes insólitas: se peleaba en el colegio, rompía sus juguetes, le pegaba a Mogli, y tenía ataques de furia contra su padre, al que le pegaba patadas retorciéndose cuando Nico lo quería sujetar. Nicolás comprendió que lo que angustiaba a su hijo, una vez más, era la falta de respuesta de su madre. Fue por eso que tomó una decisión muy osada, con la que no habría estado de acuerdo ninguno de los psicólogos a los que había consultado, ni su amigo Mogli, ni Berta, su madre. Ni siquiera Nicolás, en otras circunstancias, habría aprobado esa idea. Pero no soportaba ver el dolor en los ojos de su hijo.


Y así fue cómo escribió la primera carta de Carla a su


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hijo. La escribió con su mano derecha —Nicolás era zurdo— la puso en un sobre con unas estampillas que había conseguido en uno de sus viajes por África, y fingió haberla recibido por correo. Cristóbal volvió a sonreír. Cada mes, cuando llegaba carta de su madre, Cristóbal estaba radiante, feliz. Curiosamente su madre acordaba en todo con su padre, por ejemplo con el tema de la ducha. Padre e hijo tenían un enfrentamiento diario por eso: Nicolás sostenía que debía ducharse todos los días, y Cristóbal que debía hacerlo cada tres. Había intentado negociar que se duchara día por medio, pero su padre se mostraba inflexible. Mucho le sorprendió cuando su madre le dijo en una carta que no olvidara bañarse todos los días.


A Cristóbal le llamaba la atención que su madre se las arreglara siempre para saber dónde estaban, y que sus cartas llegaran puntuales, una vez al mes, incluso a pueblos perdidos, en

medio del desierto por los que pasaban apenas dos días cuando estaban en alguna excavación. Vivía convencido de que su madre era una capa.


Guardaba prolijamente cada carta en una cajita, que llevaba siempre consigo, y sólo esperaba el bendito día en que su madre se curara y pudiera venir a su encuentro. A partir de la llegada de las cartas, Cristóbal ya no tenía accesos de asma. Se sentía más seguro y protegido. A lo único que temía era a las enfermedades contagiosas.


Así llegó a cumplir siete años, y las preguntas se volvieron más difíciles. Nicolás suponía que pronto preguntaría cómo fue que él conoció a su madre y cómo decidieron tenerlo, cómo había nacido. Y ahí se vería en un nuevo problema: cómo explicarle que no era su padre biológico.


Cristóbal ignoraba por completo a Malvina, porque no aceptaba que su padre quisiera casarse con otra mujer. Aunque Nicolás le había explicado que antes de la enfermedad él y Carla habían decidido separarse; que, aunque se querían mucho, habían decidido no ser más una pareja; Cristóbal sostenía que, cuando su madre volviese, ellos volverían a enamorarse y a estar juntos, por eso no admitía que su


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I

padre se casara con otra mujer. Sin embargo, eso había cambiado a partir de conocer a Cielo.


—Pa, si un día te querés casar con Cielo, por mi estaría todo bien —dijo Cristóbal de la nada, mientras desayunaban una mañana.


—Pero yo me voy a casar con Malvina, hijo.


—¡Ya sé, Bauer! —dijo Cristóbal como si fuera una obviedad—. Yo nada más te digo que si algún día te querés casar con Cielo, por mí, todo bien.


Eso era lo que Nicolás había querido decirle a Cielo esa noche. Que Cristóbal aceptara a Cielo como esposa de su padre no sólo hablaba del cariño que el pequeño sentía por Cielo, sino de la percepción que éste tenía del amor de Nico por ella.


—¿Te gusta Cielo? —había preguntado Cristóbal.


—Sí, claro —ésa había sido una pregunta fácil de responder con sinceridad.


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El acto de arrojo de Rama le había granjeado la gratitud de Marianella, y desde entonces se habían vuelto inseparables.


—¿Por qué lo hiciste? —Para ayudarte —respondió Rama. —Sí, ya sé... pero ¿por qué? ¿Por qué siempre me querés ayudar?


—¿Cómo por qué? ¡Porque sos mi amiga! —respondió Rama con cobardía. Alelí, que desayunaba más allá, revoleó los ojos.


Excepto por la innegable gratitud de Marianella, el resto de las consecuencias de su autoincriminación fueron nefastas para Rama. Por un lado, Bartolomé estaba furioso; no le importaba si el vestido lo había robado Ramiro o Marianea, sólo lo enfurecía el hecho de que hubieran robado algo ara sí mismos y no para él y, tras cartón, que hubieran ablado de robo allí, delante de todos, con la connotación ue eso tenía. Eso le había valido el correctivo de dos noches i la celda de castigo, una diminuta jaula escondida bajo el sván de la escalera. También esto le había valido el desecio de Thiago y de todos sus amigos, que lo miraban con sdén. Pero lo que más angustiaba a Rama era la profunda decepción que veía en los ojos de Cielo. Ella no le había dicho nada al respecto, ni siquiera se había referido al incidente. Le hablaba como siempre, y lo trataba como siempre, sin embargo había en sus ojos una sutil, pero contundente diferencia: Rama la había defraudado. Cielo no quería decirle nada porque entendía que la vida no había sido fácil para ellos. Mar también lo percibió, y mortificada porque Rama


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sufriera las consecuencias de su delito, le pidió a Cielo que no estuviera enojada con él.


—Yo no estoy enojada con Rama.


—¡Pero lo tratas distinto, perna —insistió Mar.


—No estoy enojada.


—Sí, Cielo, te conocemos, te saltó la térmica con Rama...


—No estoy enojada —repitió—. Yo los entiendo. Sé que tuvieron vidas muy difíciles todos. Pero lo que me da mucha lástima es que no se agarren de la soga que don Barto o don Nico, o yo misma, les tiramos. En lugar de aprovechar eso, salen a robar.


Mar no pudo responderle como hubiese querido. ¿Cómo explicarle que para los chicos, Bartolomé, Nico y Cielo no significaban lo mismo? ¿Cómo revelarle cuál era el verdadero rostro del director de la Fundación BB a quien no le interesaba protegerlos ni salvarlos de los peligros y tentaciones de la calle? Como había ocurrido en muchísimas otras circunstancias, casi a diario, se mordió por dentro y bajó la cabeza, humillada e impotente. Una vez más la realidad quedaba oculta tras una sarta de falsos argumentos y las apariencias no los beneficiaban.


Bartolomé, por su parte, aprovechó el incidente para hablar con su hijo, y reiterarle el pedido de que no se juntara con los chicos de la Fundación.


—¿Entendés ahora por qué te planteo siempre lo mismo? Lo único que logras integrándolos es volverlos más resentidos. Los pobres purretitos ven todo lo que tienen ustedes, todo lo que ellos nunca van a tener, y se les salta la chaveta. ¡Del resentimiento a la delincuencia hay un solo paso!


Thiago tuvo que admitir que algo de lo que decía su padre era cierto. Él quiso tratarlos como iguales, pero no lo eran.


—La división de clases existe desde que el hombre es hombre, y existe por un motivo, ¡che! —completó con un desbordado cinismo.


Thiago se alejó para no discutir. Había un profundo desacuerdo entre padre e hijo: para Bartolomé la asistencia era caridad y consistía en limitarse a dar algún tipo de alivio a


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los necesitados. Para él, en cambio, la solidaridad implicaba achicar la brecha entre unos y otros.


Una tarde, Nicolás reunió a Cielo y a Thiago. Excluyó a Barto de la reunión por la sencilla razón de que no quería cargarlo con más preocupaciones. Nicolás explicó que lo que había ocurrido la noche de la fiesta no era un hecho aislado: él mismo ya había visto a los chicos, no sólo a Rama, robando a la salida del colegio. Cielo también confesó que así había conocido a Alelí.


—Y no son los únicos que equivocan el camino —agregó Nico con cierta dureza, mirando a Cielo, recordando el episodio durante el cual se habían conocido.


Cielo no había podido aclararlo en su momento, y creía que ya no tenía ningún sentido hacerlo ahora.


—Como sé que ustedes también le tienen afecto a los chicos, se me ocurrió que podemos hacer algo para ayudarlos. Mostrarles algo diferente, darles oportunidades —completó Nico.


En esa reunión surgieron dos ideas. La primera, propuesta por Cielo, fue hacer un festival de música. Las cosas en la Fundación estaban peliagudas, todos escuchaban a diario las lamentaciones de Barto al respecto. Con ese festival podrían recaudar dinero para que los chicos tuvieran acceso a una mejor calidad de vida. Además sería una manera de mostrarles un camino diferente.


La otra idea, propuesta por Thiago, fue tratar de conseguirles becas en su colegio. Entendía que si los chicos pudieran llevar una vida normal y pasar gran parte del día en el colegio, irían corrigiendo esos hábitos. A Nico y a Cielo la idea les pareció excelente, y adivinaron, pero ninguno dijo nada, que además de ayudar a todos, Thiago se entusiasmaba con la idea de tener a Mar como su compañera.


—Yo puedo ir preparándolos para que den el examen de nivelación —aportó Nicolás.


Cielo propuso que los chicos fueran a una escuela pública, pero Nicolás dijo que el Rockland, el colegio al que había empezado a mandar a su hijo, era excelente. Se trataba de

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una inmejorable oportunidad de que los chicos pudieran tener un lugar allí.


—En esa escuela de copetudos me los van a discriminar, ¡don Indi! —dijo Cielo.


—¿Cómo me dijiste?


—Don Indi...


—¿Por qué me decís así?


—Porque se parece al de Indiana Jonses, que anda siempre con ese sombrero, buscando momias. ¿Le molesta?


—No, me encanta... —dijo Nico tan arrobado que ni siquiera advirtió la deformación que Cielo hizo del título de la película.


—¿Podemos seguir hablando de esto? —dijo Thiago impaciente.


—Ah él quiere seguir hablando de Mar... —bromeó Cielo.


—De todos. Y no los vamos a discriminar en el Rockland. No todos somos chetos huecos ahí.


—No, mi vida; si hay uno más como vos ahí, ya estamos salvados.


Decidieron mantenerlo en secreto hasta poder concretarlo. Se imaginaron la cara de felicidad de Barto el día que le comunicaran que los chicos irían al Rockland, y que además harían un festival para recaudar fondos para la Fundación.


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      Capitulo 05

Cayendo desde lo alto de una ilusión

Unos días muy fríos anticiparon el invierno. Comenzaba el mes de junio, hacía casi tres meses que todos habían llegado a la Fundación, donde había varias rutinas que se desarrollaban a diario, rutinas visibles y rutinas secretas.


Cada mañana Cielo despertaba a los chicos, incluyendo a Thiago, con el desayuno listo. Luego él se iba a su colegio, donde pasaba toda la mañana y parte de la tarde. Los chicos se desplazaban hasta el patio cubierto, y allí Nico les daba clases por las mañanas. Y por la tarde participaban en las de baile, a cargo de Cielo, y las de corte y confección para las chicas, y carpintería para los varones, que dictaba Justina. Habían tenido una charla al respecto, y Bartolomé opinaba que, además de lengua y matemáticas, era bueno que los chicos aprendieran algún oficio que les resultara útil el día que se alejaran de la Fundación.


Luego del almuerzo, Cielo debía abocarse a la limpieza de la planta alta de la casa, actividad que realizaba con la constante presencia de Malvina, que no se le despegaba. Malvina la había tomado como su confidente y amiga, un modo de asegurarse de que Cielo no fuera a traicionarla quedándose con su novio. A las ocho de la noche se servía la cena, y luego todos se iban a dormir. En medio de estas costumbres bien perceptibles, se desarrollaban muchas otras, de carácter más incierto.


Las clases de corte y confección y las de carpintería que dictaba Justina, en realidad, eran una fachada para esconder las reales actividades que los chicos debían realizar por las tardes. Justina los hacía salir por una puerta secreta a la calle, donde los chicos se dedicaban a robar y a pedir limosna.


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Por la noche, luego de cenar, Cielo se despedía de todos en sus respectivos cuartos; pero minutos más tarde, los chicos eran obligados a levantarse de sus camas, para ser conducidos hasta el taller de juguetes, que estaba oculto detrás de una pared falsa, ubicada estratégicamente en el patio cubierto. Se accionaba una puerta trampa, y accedían al taller, un lugar gélido en el que los chicos pasaban las frías horas de la noche pegando diminutos ojos a muñecas, o lustrando y añejando autitos de madera. Muy tarde en la noche, volvían a sus camas, contando las horas que podrían dormir antes de que Cielo fuera a despertarlos.


Cuando alguno de los chicos cometía alguna insubordinación, una baja en su productividad o se acercaba demasiado al niño Thiago se les aplicaba un correctivo, que por lo general consistía en algunas horas de encierro en la celda de castigo. La ausencia del castigado se justificaba ante Nico y Cielo con alguna actividad burocrática, o un simple mandado que estaba haciendo para Justina.


Otra rutina precisa y secreta era la que llevaba a cabo Justina para ocuparse de la pequeña Luz, encerrada en el sótano, a salvaguardo de la supuesta guerra. Justina dormía cada noche con la pequeña. Tras acostar a los roñosos, luego del trabajo en el taller, ella se encerraba en su habitación de servicio en la planta baja, junto a la cocina. Allí corría un espejo que ocultaba un pequeño boquete que ella misma había abierto, y por ahí descendía al sótano. Muy temprano en la mañana, preparaba el desayuno para Luz, y volvía a ocuparse de sus tareas domésticas. Durante el día, bajaba dos veces a visitar a la niña y a llevarle comida. Tenía otro acceso oculto al sótano, a través de una puerta trampa en el jardín, justo detrás de un pequeño mausoleo familiar. Algunos antepasados Inchausti, y la propia Amalia, estaban enterrados allí. Sabiendo que era un lugar al que nadie querría acercarse, Justina había construido allí la puerta trampa. El mantenimiento de ese pequeño cementerio era una de sus tareas preferidas, un gustito que se daba algunos días de la semana.


Posponer y dilatar el compromiso con Malvina era otra


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rutina casi diaria de Nicolás. Y secretamente, se entregaba a otra: tras haberse percatado de que Cielo era semianalfabeta, le había propuesto darle clases particulares. Para que estos encuentros no se vieran como algo ilícito ante sus propios ojos, Nicolás le propuso hacerlo en secreto, en el carromato de Cielo, que había sido estacionado en un rincón del jardín de la mansión. Nico justificó su propuesta de clandestinidad, arguyendo que seguramente sería algo vergonzoso para ella tener dificultades para leer y escribir a esa edad. Cielo progresaba en sus estudios a buen ritmo, y Nico intentaba ganar terreno con ella en el plano sentimental. Ella le prohibía poner en palabras eso que ambos sentían.


—No me hable del coso —decía Cielo cuando el quería hablar de amor.


—Pero tenemos que hablar del coso —insistía él.


—Usted hable del coso con su novia —concluía ella.


Nicolás entendió que tenía que terminar con esa situación, aunque no sería sencillo. Él ya tenía perfectamente claro que lo que sentía por Malvina no era amor; contrastado con lo que sentía por Cielo, no había dudas. Pero terminar su relación con Malvina no sólo significaría romperle el corazón, lo que le generaba mucha culpa, sino que se quedaría ya sin motivos para ir diariamente a la Fundación. Tenía claro que, si se separaban, ella le pediría, y con razón, que dejara de visitar su casa, con lo cual debería abandonar las clases de los chicos y sus visitas diarias a Cielo. De todas maneras Nicolás ya se había mudado al loft frente a la mansión, en cualquier caso estaría cerca de todos.


Otra rutina que se verificaba a diario era el beso de las buenas noches que Cielo le daba a Cristóbal a través de la ventana del altillo. Cristóbal le había regalado a Cielo un walsáe talkie, y cada noche el niño no se iba a la cama si antes ro hablaba con Cielo. Lo hacían saludándose de ventana a ventana. Luego de que se despedía de Cristóbal, Nico y Cielo seguían conversando unos minutos, mirándose y deseándose. En general esa charla terminaba cuando ella advertía que él empezaba a hablar del coso.


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Emulando a Nico, Thiago también había encontrado una excusa para tener su rutina secreta con Mar. Mientras hacía las gestiones para conseguirles una beca en el colegio, le sugirió a Mar que sería bueno que ella tuviera un apoyo escolar extra, ya que era a la que más le costaba el estudio. Ella había aceptado si, a cambio, él aceptaba que ella lo ayudara con las clases de baile. Marianella había resultado ser un virtuosa en las clases de Cielo, y Thiago había resultado ser un rugbier duro, sin ninguna elasticidad. Rama, celoso de esta rutina, también se había ofrecido a ayudar a Mar con el apoyo escolar, y ella eventualmente, aceptaba su ayuda.


Bartolomé tenía una rutina por demás tediosa: hacer las cuentas a diario y verificar que siempre estaban en rojo, por lo que había encargado a Justina que reclutase algún purrete más; buscar la manera, siempre, de fletar a su hijo a Londres; forzar a Malvina para que lograra que Nico concretara el casamiento; presionar al abogado para que destrabara la herencia y verificar que Cielo no recordara ser Ángeles Inchausti.


Entre tantas ocupaciones, no se percató de lo que los otros estaban organizando en secreto, y por eso se extrañó aquella noche de que Nico y Cielo dispusieran una cena con todos para comunicar dos noticias importantes. Semejante despliegue alarmó a Barto, que entendió que algo se le había escapado. Nunca hasta ahora habían compartido todos una cena.


La mesa del comedor había sido hermosamente decorada por Cielo, y Nico se había encargado de cocinar toda la tarde, mientras los chicos se ocuparon de sacar con excusas a Justina de la cocina. Desde la cabecera de la mesa, Barto observó las miradas y sonrisas cómplices de todos, y comprendió que algo se había cocinado, además del pollo a la portuguesa.


—Bueno, ¡desembuchen, che! —se impacientó Barto—. Con tanto despliegue, algo me van a pedir... ¡Pidan nomás!


—No, Barto —respondió Nico sonriendo—. No te vamos a pedir nada, en realidad te vamos a ofrecer algo.


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—¿A mí? —preguntó Barto sorprendido mirándose con Justina, a la que no había nada, ya que esa noche ellos eran los agasa


—Sí, tenemos dos noticias para darte —c Como sabemos que estás con algunos prob eos, y que, como esto es tu vida, estás muy nos ocurrió una idea para ayudarte.


—¡No quiero que ustedes se preocupen p atajó Bartolomé.


—¡Pero nos preocupamos, don Barto! ¡P a ayudar! —exclamó Cielo.


—Cielo tuvo una idea brillante —continu a Cielo, que se sonrojó y miró a Malvina, qu so roja, pero de furia.


—Bueno, ¡larrrrrgue de una vez! —apui


—¡Vamos a hacer un festival de música frente a la Fundación, para recaudar fondo: co—. Los chicos ya tienen ensayadas las caí reos. Vamos a vender entradas y a hacer 1 recaudado... ¡va para la Fundación!


Barto y Justina se miraron. Había una ra la que no lo permitirían: nada podría distrai ce su trabajo. Pero, además, había una razó zzaT una empresa como ésa, donde los chic : 5 de un sueño común, con actividades ar oando fondos con un sano esfuerzo, les da a peligrosa inyección de dignidad que h metimiento que tanto les había costado c


—¡Pero qué lindos son! —exclamó Barto .:n—. No sabes, Nicky, lo que significa es rocupación tuya...


—Nuestra —aclaró Nico.


—Para mí, que soy un filántropo... —conl — la aclaración de Nico— ver que no va el entusiasmo y me hace entende nie soy un soñador, pero no soy el únu -do aceptarlo.


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—¿Por qué no? —ya se enojó Cielo.


—Primero porque para mí un niño tiene que ser niño. Los chicos en la escuela, y los adultos en el trabajo. De ninguna manera permitiría que mis purretes trabajen.


Todos los chicos de la Fundación se miraron, intentando que sus caras no reflejaran el odio y la indignación que les producía oírlo hablar así, con tanta falsedad y descaro.


—No sería un trabajo —explicó Nico—. Sería un juego, una diversión; cantar, bailar, y de paso juntar dinero.


—Hacer cualquier cosa, por dinero, es trabajar. Quiero que ellos estudien y no se preocupen por eso. Ya demasiado sufrieron para que ahora estén pensando en dinero. Además, quiero decirles que ya estoy resolviendo las dificultades; me está por entrar una partida del Ministerio y, además, cuando vos y Malv se casen, ella va a recibir una parte de la herencia, y seguramente Malv no te lo dijo porque es muy humilde, pero ella, generosamente, me dijo que va a donar la mitad a la Fundación.


Malvina casi se atraganta. Por supuesto que ella contaba con la herencia y que la compartiría con Barti, pero de ninguna manera le iba a dar un solo peso a esos mocosos. Iba a aclararle a Barti que tal vez se había confundido, pero Justina le apretó una rodilla, indicándole que se mantuviera callada, y Malvina comprendió que era otro acting de su hermano.


—Eso es genial —dijo Nico mirando a Malvina—. Que dones algo de tu herencia es muy generoso de tu parte, pero ese dinero puede tardar en llegar.


—¡Esperemos que no tarde tanto, Bauer! —bromeó Barto, y aprovechó para cambiar de tema—. ¿Qué tal si mientras disfrutamos de esta cálida cena ponen la fecha de la boda?


—Eso ya lo veremos... —evadió incómodo Nico, percibiendo el malestar de Cielo ante ese tema—. Pero necesitamos dinero antes.


—Estamos bien, che, estamos bien; para comer alcanza.


—Pero vamos a necesitar plata para los uniformes —intervino Thiago.


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—¿Uniformes? ¿Qué uniformes?


Entonces Thiago, triunfante, se dispuso a informar la segunda sorpresa de la noche.


—Estuve haciendo algunas gestiones con el director del Rockland... y después de varias charlas, aceptó becar a los chicos para que estudien en el colegio.


Esa noche tuvieron que llamar de urgencia a Malatesta para desatorar el hueso de pollo con el que se atragantó Bartolomé.


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Justina amaba apasionadamente a Bartolomé por dc razones: la primera, esos penetrantes ojos negros y sus rulo brillantes e inquietos. La segunda, esa maravillosa y maquiavélica capacidad para manipular que tenía.


Al principio se sorprendió cuando Barto le comunicó e. plan de acción a seguir a partir de los hechos acontecidos Pero inmediatamente sonrió, sabía que su amor, su señor era una eminencia de la manipulación.


—Vamos a agradecer a Thiaguito su gesto y aceptar conmovidos la beca para los purretes —explicó Barto con su voz aún cascada por el hueso de pollo atragantado—. Nos vamos a emocionar hasta las lágrimas el día que los veamos cor. los uniformes del Rockland, y los vamos a acompañar, siempre llorando de emoción, a su primer día de clases.


—Pero, señor... —intervino ella, confundida.


—También vamos a dejarlos hacer su festivalcito, y vamos a llorar aún más de emoción al verlos cantar y bailar como saltimbanquis.


—Con todo rrrrespeto, señor, lo que tendríamos que hacer es despachar a Thiaguito, alejar a Bauer de acá, y matar de una vez por todas a la camuca arrrribista.


—Todo eso se hará oportunamente —respondió Bartolomé elucubrando—. Vos mostrate agradecida con Bauer e incluso, dejales creer a los purretes que los vamos a dejar escolarizarse y hacer su showcito. Caer duele, pero precipitarse desde lo alto de una ilusión mata, che —declaró Bartolomé, y ambos rieron, siniestros, en las penumbras del escritorio.


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A decir verdad, los ensayos para el festival no estaban tan avanzados como le dijeron a Barto, ni las becas habían sido garantizadas. Ante el «sí» de Bartolomé, tuvieron que empezar a correr, debían pasar de la instancia de proyectar a concretar. En secreto, Justina conminó a los chicos: les permitirían preparar el festival siempre y cuando no desatendieran sus obligaciones diarias. Los chicos, entusiasmados, se comprometieron a no bajar su productividad, y de hecho, durante los veinte días que llevó preparar todo, las arcas de Bartolomé crecieron gracias a los cuantiosos botines que cada día conseguían en la calle.


Lo primero que tuvieron que resolver estaba relacionado con el repertorio y los artistas. Decidieron formar una banda que se llamaría «Cielo y sus Angelitos», integrada obviamente por Cielo, Mar, Rama, Tacho, Thiago y Jazmín. Cielo llegó al primer ensayo y les presentó una de las canciones que ella usaba en su show circense. Ese día Rama pensó en cuánto había cambiado la Fundación en poco más de tres meses, tras la llegada de ella y Nicolás. Ahora el invierno no era tan frío, sonaba música todo el día, y había algo muy novedoso: alegría.


Y va, que va, que vamos a bailar... Y baila, baila, baila y no pares jamás...


El patio cubierto había sido despojado de los muebles. Los chiquitos asistían a los más grandes, atendiéndolos como verdaderos artistas mientras ensayaban. Alelí estaba feliz de ver a la bella Cielo desplegando sus alas, enseñando las coreos a los chicos. Rama se sentía agradecido de tener que


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bailar junto a Mar, al menos podía rozar sus manos durante alguna coreo, aunque adivinaba que a ella le pasaba lo mismo al bailar con Tbiago. Tacbo no le sacaba los ojos de encima a Jazmín, que lo acercaba y alejaba, tanto en los giros de la coreografía como en la vida.


Que bailando las penas, las penas se dejan pasar... Cosquillas en el alma se siente al bailar...


Como un bálsamo, las penas parecían, en efecto, pasar. Y cosquillas en el alma y los estómagos eran cosa de todos los días. Cosquillas sentía Thiago observando bailar a Mar. Cosquillas sentía ella sintiéndose observada. Cosquillas, pero en los puños, sentía Tacho cada vez que veía a Nacbo acercarse a Jazmín. Cosquillas le bacía Nico a Cristóbal cada vez que éste le llamaba la atención sobre su boca abierta al observar a Cielo.


Y va, que va, que va, que va... Con ángeles y duendes vamos a soñar...


Los sueños son un motor difícil de encender, pero una vez puesto en marcha, es casi imposible frenarlo. La Fundación BB se había llenado de sueños. Los días pasaban, los ensayos avanzaban, Cielo había empezado a probarles el vestuario que ella misma había confeccionado. El día que se vieron todos con sus trajes, brillitos de emoción aparecieron en sus ojos. En pocos días estarían sobre un escenario, un sueño que jamás habían imaginado poder alcanzar.


Y baila, baila, baila... baila y hazla girar. Con gracia tu cintura se mueve al compás.


Era un gran esfuerzo lograr que la cintura de Tacho se moviera al compás. Siempre llegaba un tiempo antes o un tiempo después al paso. Él creía tener un problema rítmico, pero Cielo entendía que se distraía y se perdía a causa de los hipnóticos movimientos de cintura de Jazmín. Thiago


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estaba muy comprometido con la organización del espectáculo; lo secundaban Nacho y Tefi, quienes se mostraban deseosos de ayudar, pero estaba muy claro que el festival les interesaba tanto como una conferencia sobre el medio ambiente. Nacho y Tefi tenían un solo objetivo: él seducir a Jazmín y ella, a Thiago.


Y asíjerei jei jei, bailo yo...


Y asíjarai jai jai, bailas tú...


Y baila, que la vida es una fiesta...


Las tardes de los chicos —una increíble fiesta para ellos— se habían convertido en un dolor de mandíbulas para Justina. Le generaba tanto odio verlos felices que se dormía umiando su bronca. Malatesta le había diagnosticado bruísmo: mientras dormía, rechinaba sus dientes contrayendo js músculos de su maxilar, y por eso Justina despertaba ada mañana con dolor de mandíbulas. Pero debía contenerse, su señor la instaba a tener paciencia, ya llegaría el día de su golpe mortal.


Y asíjerei jei jei, al compás...


Y así jarai jai jai, sin querer... Como una mariposa que da vueltas...


Que bailando la vida se despierta...


La que daba vueltas como una mariposa era Malvina, ntando captar la atención de Nicolás, perdida hacía ya jho tiempo. Él, en verdad, había decidido terminar con a relación, pero cuando ella le dijo que podrían aprovechar -. día del festival para retomar el compromiso postergado, iturdido por la sorpresa y la culpa, aceptó.


Y va, que va, que vamos a soñar...


Y sueña, sueña, sueña, no pares jamás...


Que la vida devuelve todo aquello que le das...


Y todo lo que guardes te lo perderás.


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Tres días antes del show, Cielo notó que los nervios y el miedo estaban haciendo estragos en los chicos. Rama, como cada vez que se acercaba a algo que deseaba, estaba con dolores de panza. Mar se había encerrado varias veces en la habitación negándose a ensayar, manifestando su irrevocable negativa a actuar. Tacho casi se agarra a trompadas con Nacho el día en que él se ofreció a reemplazar a Rama en caso de que sus retorcijones no cedieran. Cielo entendía que a veces daba miedo soñar y, lejos de retroceder, los impulsó a ir por más con una nueva canción que escribió para ellos.


Hay que decidirse y animarse a buscar un amor, un viento nuevo, una esperanza para el corazón...


Que el sol saldrá.


Sólo acércate a tu ventana y verás que el sol saldrá.


No te pierdas la alegría que te trae un nuevo día,


lo que tanto ayer querías está por llegar...


Cada vez que Nico desde su balcón veía aparecer a Cielo en su ventana, se decidía un poco más a dar ese paso que debía dar. Y así se lo manifestó al incondicional Mogli una tarde, en la cocina de la mansión, mientras preparaban el refrigerio para llevar al ensayo general. Mogli estaba apoyado junto al intercomunicador de la cocina, un sofisticado y antiguo sistema que comunicaba entre sí a todas las habitaciones de la mansión.


—Lo voy a hacer, Mogli. ¡Me voy a jugar por Cielo!


—¡Ah, buana! —exclamó Mogli, apoyando su mano contra el intercomunicador—. Pur fin, Micola, ¡amainé cutú con diusa!


—Pero antes tengo que terminar con Malvina —continuó Nicolás—. Cuando pase el festival, voy a hablar con ella, voy a intentar terminar bien, y ahí sí voy a decirle a Cielo lo que siento.


En ese momento se cortó la luz, y mucho tardaron en


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detectar el desperfecto. El corte se debió a un cortocircuito provocado por una planchita para el pelo que cayó dentro de un florero lleno de agua. No fue un descuido, sino un acto irracional de Malvina, que había escuchado las palabras de Nicolás mientras se alisaba el cabello en su habitación. Mogli había activado el intercomunicador sin notarlo.


Hay que convencerse y no mirar hacia atrás... La ilusión está delante de tus ojos, y viene por vos...


¡Por más! ¡Yo voy!


Y busquemos esperanzas nuevas...


Que es mejor si somos dos.


No te pierdas la alegría que te trae un nuevo día...


Lo que tanto ayer querías está por llegar...


Había comenzado la cuenta regresiva. Era la noche previa al festival, y todos se habían reunido para el último ensayo. Las entradas habían sido vendidas casi en su totalidad, mucho habían ayudado Nacho y Tefi en su afán de ganarse el afecto de Jazmín y Thiago, respectivamente. El hecho de que casi todo el Rockland Dayschool fuera a estar presente ponía más nerviosos a los chicos, pero era tiempo de ir por más. Por otra parte, Nacho había hecho una intervención decisiva a la hora de convencer al director del Rockland de becar a los chicos de la Fundación. Thiago era respetado en el colegio, pero Nachito era un intocable. Bastó una llamada de Nacho a su padre, y las becas estuvieron disponibles. El momento había llegado: primero el festival, y el unes siguiente comenzarían las clases en el Rockland.


Y así me siento... es el momento...


¡Tiempo de despegar!

¡Voy por mi libertad!


Una desconocida sensación de libertad sintieron Thiago, ar, Rama, Jazmín y Tacho cuando subieron al escenario y omenzaron a cantar. Por diferentes razones, para todos era


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un sueño hecho realidad. Nico y Mogli habían armado un 1 escenario sobre la plazoleta, frente al colegio y la Funda- I ción, y se habían ocupado del sonido. Los chicos estaban j radiantes en sus vestuarios, tan felices que ni repararon en las expresiones despectivas de algunos alumnos del Rockland que los observaban, casi riéndose de ellos. Pero ninguno había llegado hasta allí para retroceder, y como si hubieran hecho eso toda su vida, los cinco, junto a Cielo, brillaron sobre el escenario.


Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar.


Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar.


El festival fue un éxito. Cuando le entregaron a Bartolomé lo recaudado, éste sopesó la caja en la que estaba el dinero y concluyó que nunca había logrado tamaña recaudación de los purretes. Por un momento se preguntó si no sería la explotación artística una actividad más rentable que la delictiva. Justina se había cansado de vender tortas y bebidas en el bufé que habían improvisado. El festival fue una fiesta, los chicos cantaron una y otra canción. Tefi y Nacho vieron con odio cómo sus propios compañeros empezaron a corear algunas canciones. Las chicas del Rockland empezaron a preguntarse quiénes eran esos caños rubios que bailaban sobre el escenario.


Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar.


Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar.


Esa noche, mientras intentaban dormir, los cinco chicos repasaron mentalmente cada momento del show. La alegría, los aplausos, las sonrisas, la felicidad... Era mucho, pero mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar.


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un sueño hecho realidad. Nico y Mogli habían armado ur escenario sobre la plazoleta, frente al colegio y la Fundación, y se habían ocupado del sonido. Los chicos estaban radiantes en sus vestuarios, tan felices que ni repararon en las expresiones despectivas de algunos alumnos del Rockland que los observaban, casi riéndose de ellos. Pero ninguno había llegado hasta allí para retroceder, y como si hubieran hecho eso toda su vida, los cinco, junto a Cielo, brillaron sobre el escenario.


Voy por más y más. amor y amigos nuevos y sueños por realizar.


Voy por más y más. la vida nos espera y la podremos alcanzar.


El festival fue un éxito. Cuando le entregaron a Bartolomé lo recaudado, éste sopesó la caja en la que estaba el dinero y concluyó que nunca había logrado tamaña recaudación de los purretes. Por un momento se preguntó si no sería la explotación artística una actividad más rentable que la delictiva. Justina se había cansado de vender tortas y bebidas en el bufé que habían improvisado. El festival fue una fiesta, los chicos cantaron una y otra canción. Tefi y Nacho vieron con odio cómo sus propios compañeros empezaron a corear algunas canciones. Las chicas del Rockland empezaron a preguntarse quiénes eran esos caños rubios que bailaban sobre el escenario.


Voy por más y más, amor y amigos nuevos y sueños por realizar.


Voy por más y más, la vida nos espera y la podremos alcanzar.


Esa noche, mientras intentaban dormir, los cinco chicos repasaron mentalmente cada momento del show. La alegría, los aplausos, las sonrisas, la felicidad... Era mucho, pero mucho más de lo que jamás se habían atrevido a soñar.


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Albertito Paulazo era una de los primeros «egresados» de la Fundación BB, y discípulo dilecto de Bartolomé. Había llegado a la Fundación siendo muy pequeño, y desde el primer día fue formado en las artes delictivas por el director y el ama de llaves. Había tenido que dejar la mansión a los dieciocho años, edad en la cual el juez de menores disponía el traslado a otra institución o, en caso de que el menor estuviera capacitado, pasaba a un sistema de puertas afuera, asistido. ¡ Pero Albertito seguía ligado a Bartolomé, quien lo había conectado con el comisario Luisito Blanco, el mismo que brindaba protección y zonas liberadas para los purretes de la Fundación, a cambio de un porcentaje que Barto pagaba puntualmente cada mes. Albertito trabajaba ahora para el comisario Blanco, pero no olvidaba la gratitud que sentía hacia Barto, que le había enseñado todo lo que sabía, y éste, íventualmente, le encargaba alguna que otra tarea especial ruando lo necesitaba.


Y ésta era precisamente una de esas ocasiones. Justina


Bartolomé lo recibieron con mucha alegría: Albertito Pau-


izo les había traído un nuevo mocoso que prometía mucho.


—Se llama Mateo, pero le dicen Monito —lo presentó.


Bartolomé y Justina miraron con una sonrisa al pequeño


entendieron perfectamente por qué le decían así: era de


uy baja estatura, tenía el pelo oscuro y largo, que le cubría


ia la frente, y unos ojos grandes y redondos, con una


oresión simiesca y picara. Según Albertito, era un prodi-


como «descuidista», podía sustraerle en la cara cualquier


a a cualquiera.


—¡Hola, Monito! —saludó Bartolomé con una gran son-


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—Hola, pancho —dijo Monito con total displicencia— 1 ¿Tienen algo para morfar? j


El comentario le provocó una estruendosa carcaj Bartolomé, quien ordenó a Justina que le diera a Monit he could eat». Justina lo condujo a la cocina donde vio asombro, cómo Monito devoró en segundos media doccü de sandwiches. Siempre tenía hambre.


—¿Y hace mucho que vivís en la calle, vos? —indagó jí tina mientras Monito manoteaba otro sandwich.


—Siempre viví en la calle. Antes vivía con mi agüelo. r el muy pancho se murió. ¿Puedo comer eso? —dijo Mcr señalando una torta que había preparado Cielo.


—¡All you can eat! Todo lo que puedas comerrrr, con señaló el señor —dijo Justina con apenas un esbozo de sc risa. Ella tenía un gran olfato para reconocer a los talent y Monito, sin dudas, tenía un gran talento para el robo.


En ese momento entró Tacho por la puerta trasera de cocina y miró con sorpresa a Monito, que sostenía un sánwich de jamón y queso en una mano y una porción de tor en la otra.


—Él es Tacho —dijo Justina.


—Hola, pancho... Yo soy Monito —se presentó guiñándole un ojo con desparpajo.


—¿Qué haces, capo? —respondió Tacho con inmediata simpatía.


—Monito va a vivir en la Fundación. Tachito te va a explicar todo... —dijo ella mirando con intención a Tacho—. Contale bien cómo son las cosas acá —completó la frase mientras se retiraba.


Tacho miró a Monito, que lo observaba expectante, y en él se vio a sí mismo a esa edad, cuando había llegado a la Fundación, y pensó cuan distintas habrían sido las cosas si hubiera tenido alguien más grande que lo cuidara. Con un instinto de protección desconocido para él, decidió que Monito sería su protegido.


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Bartolomé recibió de Albertito los papeles para gestionar la tutela del nuevo huérfano. A cambio le entregó un cheque con la suculenta comisión para Luisito Blanco.


En pocos minutos se pusieron al día, y celebraron el hecho de que a su purrete preferido le estuviera yendo tan bien bajo el ala del comisario. Cuando Justina regresó, trajo a información de que Monito ya estaba siendo integrado, entonces Bartolomé se dispuso a encarar directamente el asunto. Como siempre, Justina permaneció de pie, unos centímetros por detrás y a la derecha de Barto.


—¿Qué necesita, don Barto? —le preguntó Albertito, demostrándole con su tono que podía pedirle cualquier favor.


—Necesito algo para la bólida, che.


—¿Cómo anda Malvina?


—Y ahí, bólida como siempre. Vamos al grano, Albertito. Sabes que sigo con la herencia bloqueada durante varios años más, pero una parte se va a liberar el día que la bólida


se case.


—¿Usted me llamó para...? —atinó a preguntar Albertito.


Por un segundo tuvo temor de que su mentor hubiera pensado en él como posible marido de su hermana. No es que Malvina no le pareciera una mujer bella, pero hubiera tenido problemas con Sandra, su novia.


—¡No, no! —se anticipó Bartolomé, mirándose con Justina y sonriendo ambos—. ¡No te llamé para eso, che! ¡Mira si te voy a pedir a vos que te cases con ella! Ya tiene un novio, pero ahora nos enteramos de que él la quiere dejar. Y vos la conoces, va a ser muy difícil encontrarle otro candidato, y además ella dice que ama a éste... En síntesis, hay que evitar que Bauer deje a Malvina.


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—¿Quiere que tenga una charlita con él?


—¡No, no! —dijo Barto—. Eso no funcionaría en este caso.


—¿Ya tiene un plan, no? —dijo Albertito sonriendo. Admiraba los planes imaginativos de su mentor.


—¡Por supuesto que tengo un plan, tengo el plan! —se ufanó Bartolomé—. ¡Un plan para que mi bólida se convierta en heroína, se gane el corazón de su amado y me firmen la libreta cuanto antes!


Una vez que terminaron de discutir los detalles de la maniobra que se llevaría a cabo el lunes siguiente, Justina abrió la puerta del escritorio para despedir a Albertito e hizo pasar a Rama, que también había sido citado por Barto. El chico permaneció de pie, como siempre debían hacerlo todos pero esta vez Barto lo invitó a sentarse, y viendo la cara de perversa satisfacción de Justina, de pie, detrás de Barto. Rama comprendió que finalmente patrón y ama de llaves habían despertado de su aparente letargo.

—¿Están contentos con el show cito, Ramitis? —comenzó Barto con su sonrisa más falsa.


—Sí, estuvo muy bueno —respondió Rama con sumisión, ante el inminente contraataque de don Barto.


—¡Y el lunes empiezan las clases en el Rockland, che! ¡Quién los ha visto y quién los ve! —dijo con una mirada siniestra, a la que se sumó Justina.


Rama no contestó; comprendió que luego de dejarlos soñar durante algunos días, finalmente Barto iba a demostrar quién mandaba allí.


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Quiero invitarte a conocer... La vida que imaginé...


Cielo despertó con estas palabras sonando en su cabeza, y enseguida supo que debía escribir una canción. Ella sostenía que sus mejores canciones le habían sido dictadas en sueños. Cuando de crear se trataba, estaba convencida de que los artistas eran simplemente instrumentos de algo superior. Sólo había que estar abiertos.


Manoteó el cuadernito que tenía sobre la mesa de luz y anotó esas frases, confiando en que la canción seguiría surgiendo a través de ella. Saltó de la cama con alegría; cada despertar para Cielo era como un debut, un día nuevito y a estrenar. Casi como una rutina, se asomó a la ventana, tal vez don Indi anduviera cerca de su balcón.


Y allí estaba. Pero llorando. Desgarrado, llorando como un nene, como jamás lo había visto.


Donde no existe el dolor... Y cdbe un río de amor...


Se cambió lo más rápido que pudo, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Mientras corría hacia el loft, Justina le gritó que tenía que hacerle el desayuno a los roñosos.


—¡Hágalo usted! —gritó Cielo y siguió de largo.


Golpeó la puerta, urgida; su corazón se agitaba, don Indi estaba sufriendo y ella sentía que tenía que estar ahí para él. Le abrió Mogli; tenía una sonrisa forzada, congelada en el rostro, pero sus ojos estaban inyectados en lágrimas. Detrás, estaba Cristóbal, feliz, leyendo una carta, y junto a él estaba


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Nico, sirviendo chocolatada caliente, con la misma sonrisa forzada en el rostro, y los ojos rojos inyectados en lágrimas Cielo estaba desconcertada, algo pasaba pero no allí.


—¡Llegó carta de mamá, Cielo! —exclamó feliz Cristóbal.


—¡Qué bueno! —dijo Cielo, cuestionándose por qué no se había preguntado antes por la madre que Cristóbal que. sin dudarlo, debería tener una.


—¿Te leo? —dijo Cristóbal.


—Toma la leche que ya es tarde, tenes que ir al colé —lo apuró Nicolás.


—¡Léeme mientras tomo la leche! Desde ahí, el resto ya lo leí! —le pidió a Cielo.


Cielo miró a Nico, sabía que algo pasaba, pero no lograba adivinar qué. Tomó la carta, y mientras Cristóbal apuraba la chocolatada y las tostadas, la leyó en voz alta, con cierta dificultad, aunque había avanzado bastante en sus clases particulares con Nico.


No hay mejor remedio para mí que saber que creces feliz y contento junto a tu papá y el tío Mogli. La vida a veces es caprichosa y un poco cruel, y quiso esta vez que vos y yo tengamos que estar separados, pero quiero que sepas que siempre te llevo en mi corazón. Sos mi alegría más grande, y mi mayor ilusión. Cuídate mucho, y hacele caso a tu papá. Te quiero mucho más que mucho. Mamá.


Cielo terminó la carta; las palabras amorosas de la mamá de Cristóbal la conmovieron, y pensó que lo mismo le pasaba a Nico, ya que tenía sus ojos inyectados en lágrimas. «Estará muy enamorado de ella todavía», pensó Cielo.


—Está re contenta, para mí que ya se está curando —dijo ilusionado Cristóbal.


—¡Tiempo! —gritó Nicolás—. ¡Al colegio, vamos,! ¡Mogli, llévalo!


—¡Tristobola agarra muchila!


—Chau, pa, te quiero. Chau, Cielo, te quiero.


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—Te amo, hijo —dijo Nico, y Cielo percibió que la garganta se le había cerrado en un nudo.


—Chau, bombonino te quiero mucho —dijo Cielo.


—Micola necesita muito muito a Diusa —le dijo Mogli a Cielo en un susurro, y salió con Cristóbal, con la misma expresión dura con la cual la había recibido.


Apenas cerraron la puerta, Nicolás se desarmó y se largó a llorar con una congoja que estremeció a Cielo.


—¡Don Indi! ¿Qué pasa?


Nico no podía hablar, cuando ella se acercó, sólo pudo


[abrazarla, y, aferrándose a ella, desgarrado, lloró, como un nene.


Si me ayudas a aprender a mirar... Yo te prometo enseñarte a soñar..

—Don Indi, por favor, dígame qué le pasa.


—Estoy aterrado, Cielo —dijo él, por fin.


—¿Qué pasó?


—La mamá de Cristóbal... —comenzó a decir, y volvió a :>rar.


Ella le buscó un vaso con agua, lo obligó a beber y a serenarse. Y Nico empezó a hablar; con una tristeza contagiosa


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mentira con la que se lo había aliviado. La puso al tanto áe la falsa enfermedad y de las cartas falsas con las que man-;a viva la ilusión de Cristóbal. Ella sólo lo escuchó, absorta, sin juzgarlo. —Es una muy mala persona, Cielo —dijo Nico justifiriose más ante sí mismo que ante ella—. Hace un tiempo .: creció, me llamó, estaba desesperada y necesitaba dinero. pidió plata para no contarle la verdad a su propio hijo! —¡Pedazo de turra! —dijo Cielo sin filtro, pero no se atrea preguntar si se lo había dado o no.

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—Te amo, hijo —dijo Nico, y Cielo percibió que la garganta se le había cerrado en un nudo.


—Chau, bombonino, te quiero mucho —dijo Cielo.


—Micola necesita muito muito a Diusa —le dijo Mogli a Cielo en un susurro, y salió con Cristóbal, con la misma expresión dura con la cual la había recibido.


Apenas cerraron la puerta, Nicolás se desarmó y se largó a Dorar con una congoja que estremeció a Cielo.


—¡Don Indi! ¿Qué pasa?


Nico no podía hablar, cuando ella se acercó, sólo pudo abrazarla, y, aferrándose a ella, desgarrado, lloró, como un nene.


Si me ayudas a aprender a mirar... Yo te prometo enseñarte a soñar...


—Don Indi, por favor, dígame qué le pasa.


—Estoy aterrado, Cielo —dijo él, por fin.


—¿Qué pasó?


—La mamá de Cristóbal... —comenzó a decir, y volvió a orar.


Ella le buscó un vaso con agua, lo obligó a beber y a serenarse. Y Nico empezó a hablar; con una tristeza contagiosa E contó todo, toda la verdad que no le había confesado a nadie. Le contó cómo esa mujer los había abandonado a su njo y a él, que Cristóbal no era su hijo biológico. Le habló :! dolor crónico que tenía su hijo por ese abandono, y de i mentira con la que se lo había aliviado. La puso al tanto :? la falsa enfermedad y de las cartas falsas con las que man:rnía viva la ilusión de Cristóbal.


Ella sólo lo escuchó, absorta, sin juzgarlo.


—Es una muy mala persona, Cielo —dijo Nico justifirindose más ante sí mismo que ante ella—. Hace un tiempo i pareció, me llamó, estaba desesperada y necesitaba dinero. Me pidió plata para no contarle la verdad a su propio hijo!


—¡Pedazo de turra! —dijo Cielo sin filtro, pero no se atreóa preguntar si se lo había dado o no.


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—Ahora volvió a aparecer.


—¿Quiere más plata? —preguntó Cielo ya en actitud guerrera.


Nico negó con la cabeza, y volvió a angustiarse.


—Me dijo que tiene una enfermedad genética muy grave Se ve que la mentira se hizo realidad. La están tratando pero no sabe si van a poder curarla.


Cielo no le deseaba la muerte a nadie, pero la enfermedad de semejante yegua no ameritaba tanta angustia de su don Indi, algo más pasaba. Y él finalmente se lo dijo.


—La enfermedad es hereditaria... y Cristóbal puede haberla heredado —se desahogó finalmente Nico, y su llanto ya no tuvo fin.


Ella lo abrazó con mucha fuerza, intentando que su abrazo contuviera todo su amor, toda su ternura y compasión.


Para Cielo era muy simple saber cuándo amaba a alguien: cuando la hacía feliz la felicidad del otro o cuando la entristecía la tristeza del otro, eso era amor.


Quisiera mostrarte el corazón que buscas...


Vení conmigo.


—Venga conmigo —dijo de pronto, tomándole la mano. —¿A dónde? —Confíe en mí.


Lo tomó de la mano, él se dejó llevar por ella y salieron del loft.

Nico se extrañó cuando llegaron a un gran galpón que de afuera parecía abandonado pero, al entrar, vio que era un lugar cálido, de techos muy altos, lleno de arneses, telas y sogas colgadas del techo.


—¿Qué es esto?


—Éste es mi lugar, Indi. Acá es donde entrenaba los vuelos para mi show.


—¿Y qué hacemos acá?


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—Usted necesita despejar mucho su cabeza, ¿sabe? Y volar es como encontrarse con uno mismo, es como si... el alma y el cuerpo se encontraran en un instante... Le va a encantar.


Quiero invitarte a respirar un aire de libertad.


—Me encanta la idea, Cielo... pero no puedo dejar de pensar en Cristóbal...


—Tráigalo con usted —dijo Cielo mientras se dirigía hacia jia soga de la que colgaba un arnés, y tendió su mano, invitándolo a acercarse.


Quisiera mostrarte lo que quiero decir...


Vení conmigo.


Cielo le colocó el arnés a Nico, y con la ayuda de Ger-


án, el entrenador de vuelos, lo subieron unos diez metros por encima del piso. Luego Germán subió a Cielo, que ya se había colocado su propio arnés, y salió dejándolos solos. Gelo empezó a balancearse, enseñándole a Nico cómo hacerj: . y comenzaron a volar, girando, alejándose y acercándose.


—¡Sienta el viento en la cara, Indi! —dijo ella mientras cá iba experimentando la mágica sensación de volar. I En un cruce ella lo tomó de una mano y sus sogas empeI zaron a entrelazarse, mientras ellos giraban tomados de las


inos, a varios metros de altura. Estaban muy cerca, él la zró a los ojos con infinito amor.


Para vos, este amor... Si me das un mundo mejor, todos mis sueños te doy...


Apenas se mecían en el aire, entrelazados, mirándose a ms ojos. Él tomó aire para decirle algo, y ella apoyó un dedo c ios labios de él.


—No diga nada, Indi, no hace falta...


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—Pero yo te lo quiero decir —dijo él, enamorado—. Te amo.


—Te amo con locura, mi amor —se atrevió a reconocer finalmente Cielo—. Con cada centímetro de mi piel.


Para vos, este amor, y yo escribo en tu corazón la letra de esta canción, nuestra canción.


Nicolás acercó su boca a la de Cielo, cerró sus ojos y se dejó llevar por ese beso tan ansiado. Ella se extravió en su boca, y meciéndose suavemente en el aire, perdieron por completo la noción del tiempo y del espacio.


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El lunes siguiente el cielo amaneció teñido de una densa oscuridad, enormes nubarrones negros lo cubrían por completo. Podía olerse en el aire, cargado de humedad, la tormenta inminente. Todos en la mansión amanecieron muy temprano, y por el nerviosismo y las corridas parecía el primer día de clases, aunque estaban en la mitad del ciclo lectivo. El único que no empezaría las clases ese día era Monito, porque no habían tenido tiempo de anotarlo por su reciente llegada, pero lo harían cuanto antes. Él miraba a todos correr de un lado para el otro, mientras comía sin parar vainillas mojadas en leche.


El fin de semana había transcurrido entre la constante evocación de los minutos gloriosos que había durado el festival, las clases intensivas que Nico les dio a todos para poder pasar con holgura los exámenes de nivelación, y el sonido incesante de la máquina de coser con la que Cielo arregló los uniformes para los chicos. Thiago donó todos los uniformes que ya no usaba, y lo mismo hicieron Tefi y Nacho, anunciándolo a viva voz. Además Cielo se ocupó de los útiles: forró cada cuaderno y carpeta comprados para los chicos, sacó punta a los lápices y llenó de caramelos las cartucheras.


Nicolás estaba un poco más entero, se había sobrepuesto. A partir de la sospecha de que Cristóbal pudiera estar enfermo, sacó turno para hacerle los estudios cuanto antes. En medio de las corridas, se las ingeniaba para interceptar a Cielo en algún recoveco de la casa y darle unos besos furtivos, a los que ella se entregaba, pero rápidamente interrumpía los mimos, pues le daba espanto la idea de ser descubiertos. Nicolás aún era el novio oficial de Malvina, aunque


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se trataba más de una formalidad, pues la relación se había enfriado por completo. Nico le dijo que al día siguiente hablaría con ella para terminar su relación.


—No quiero que me cuente, Indi. Que usted me diga que quiere estar conmigo me da una alegría que me hace sentir mal.


—¿Por qué?


—Porque no me gusta alegrarme de algo que va a hacer sufrir a la doñita Malvina.


Nicolás bastante tenía que lidiar con su propia culpa, pero entendía que era lo mejor para todos. Cielo le dijo que él hiciera lo que sentía, y luego, con el tiempo, verían qué hacían con su coso.


Entre los chicos se extendía una mezcla de alegría y nerviosismo; todos estaban entusiasmados con la idea de empezar el colegio, pero los angustiaba un poco ir a uno repleto de chetos que, sin duda, los mirarían como a bichos raros. A Cielo le llamó mucho la atención que Rama estuviera tan apagado, casi amargado; él siempre había sido el más interesado en estudiar, y Cielo esperaba que estuviera exultante, sin embargo se lo veía angustiado.


—¿Estás bien, Rama? —indagó Cielo.


—Un poco cansado —respondió él, alejándose. Cielo hubiera jurado que se alejó para que ella no lo viera llorar.


Aquel lunes, por la mañana bien temprano, todo era nerviosismo y gritos en la mansión. Los chicos se ducharon y se vistieron con sus flamantes uniformes. Encontrarse a desayunar vestidos de esa forma les dio a todos un ataque de risa. Una risa que escondía una gran emoción. El único que seguía sin participar de la fiesta era Rama.


Cuando estaban por salir rumbo al colegio, Bartolomé los retuvo con un discurso que se extendió durante varios minutos. Repasó la historia de la Fundación BB, desde sus comienzos hasta ese día, y celebró el logro, agradeciendo tanto a Nico como a su hijo por esta oportunidad para sus


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purretes. Volvió a omitir a Cielo en los agradecimientos, aun cuando Nico se lo hizo notar. Les pidió a los chicos que se comportaran como era debido y que ennoblecieran el buen nombre de la Fundación BB. Mientras los despedía a todos con lágrimas en los ojos, su doble plan ya estaba en marcha.


Nicolás no pudo hacer desistir a Malvina de su deseo de s a buscar a los chiquitos a la salida de su primer día de clases. Cristóbal, junto con Lleca y Alelí, estaban en el edificio dnexo del Rockland, a dos cuadras de la mansión. Nicolás asistió en que no se preocupara, que Mogli se encargaría ;e eso, mientras ellos podrían, finalmente, tener esa charla ue tanto habían postergado. Por supuesto Malvina sabía que quería dejarla y por esa razón postergó el encuentro.


—Tengo adoración por esos mocosos —dijo Malvina, y sonó


jnvincente—. Cristis es como un hijo para mí. Y Ayelencita


. El otro rubiecito de la Fundación, nada, tipo que los vi


icer los quiero con locura... Y el nuevito, Monky, he is so


e. Please ¡déjame que los vaya a buscar a la salida del colé!


Nico no encontró argumentos para impedírselo, y en


Tibio le aclaró que Ayelencita era Alelí; el rubiecito, Lleca,


rae Monky aún no había empezado las clases.


—¡Obviously! —dijo Malvina, y partió hacia el anexo de


jcación primaria.


Los tres niños se sorprendieron al verla parada entre los ires a la salida del colegio, y mucho más se sorprendie-

- cuando Malvina tomó a Lleca y Alelí de las manos. Ya se ían alejado del anexo, y estaban por cruzar una calle, ido de pronto apareció un auto que se detuvo con una ada brusca frente a ellos. La puerta trasera de éste se jürió y un hombre encapuchado asomó desde el interior; en pn rápido movimiento manoteó a Cristóbal y lo metió dentro del vehículo, que arrancó velozmente sin darles tiempo i a reaccionar. Nadie lo vio, pero quien secuestró a Cristólal era Albertito Paulaso, y quien conducía el vehículo era andra, su novia.


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purretes. Volvió a omitir a Cielo en los agradecimientos, aun cuando Nico se lo hizo notar. Les pidió a los chicos que se comportaran como era debido y que ennoblecieran el buen nombre de la Fundación BB. Mientras los despedía a todos con lágrimas en los ojos, su doble plan ya estaba en marcha.


Nicolás no pudo hacer desistir a Malvina de su deseo de ir a buscar a los chiquitos a la salida de su primer día de clases. Cristóbal, junto con Lleca y Alelí, estaban en el edificio anexo del Rockland a dos cuadras de la mansión. Nicolás insistió en que no se preocupara, que Mogli se encargaría de eso, mientras ellos podrían, finalmente, tener esa charla que tanto habían postergado. Por supuesto Malvina sabía que quería dejarla y por esa razón postergó el encuentro.


—Tengo adoración por esos mocosos —dijo Malvina, y sonó convincente—. Cristis es como un hijo para mí. Y Ayelencita y... El otro rubiecito de la Fundación, nada, tipo que los vi nacer, los quiero con locura... Y el nuevito, Monky, he is so nice. Please, ¡déjame que los vaya a buscar a la salida del colé!


Nico no encontró argumentos para impedírselo, y en cambio le aclaró que Ayelencita era Alelí; el rubiecito, Lleca, y que Monky aún no había empezado las clases.


—¡ Obviously! —dijo Malvina, y partió hacia el anexo de educación primaria.


Los tres niños se sorprendieron al verla parada entre los padres a la salida del colegio, y mucho más se sorprendieron cuando Malvina tomó a Lleca y Alelí de las manos. Ya se habían alejado del anexo, y estaban por cruzar una calle, cuando de pronto apareció un auto que se detuvo con una frenada brusca frente a ellos. La puerta trasera de éste se abrió y un hombre encapuchado asomó desde el interior; en un rápido movimiento manoteó a Cristóbal y lo metió dentro del vehículo, que arrancó velozmente sin darles tiempo ni a reaccionar. Nadie lo vio, pero quien secuestró a Cristóbal era Albertito Paulaso, y quien conducía el vehículo era Sandra, su novia.


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Malvina reaccionó actuando según lo previsto.


—¡Secuestraron a Cristiancitol —exclamó—. ¡Vayar. avisarle a Nicky, go, corran,¡go, go —gritó empujando Lleca y Alelí, que aturdidos y angustiados salieron corriendo j hacia la mansión, mientras Malvina corría, «desesperada», I detrás del vehículo. *


Nico estaba siguiendo a Cielo mientras ella regaba Implantas en el frente de la mansión. Más allá, Justina desmalezaba, mientras aguardaba. Nicolás quería convencer a Cielo de ir a comer esa misma noche y ella se negaba, arguyendo que aun cuando dejara a Malvina, esa noche sería demasiado pronto y la pobre desgraciada estaría llorando a lágrima viva; sin embargo le aseguró que contaba con ell? i para acompañarlo en todo lo que tuviera que ver con la salí de Cristóbal.


En ese momento llegaron Lleca y Alelí y, consternados, informaron a Nicolás de lo que había ocurrido. Nico tardó unos segundos en reaccionar; que alguien hubiera secuestrado a su hijo era un sinsentido. Aún sin terminar de comprender realmente lo que pasaba, salió corriendo guiado por Lleca hacia la esquina donde todo había ocurrido.


Cielo se apresuró a cerrar la canilla y salir tras él, cuando empezó a oírse una estridente alarma contra incendios, e intempestivamente, las puertas del Rockland se abrieron. En medio de un espeso, abundante y oscuro humo, cientos de chicos empezaron a evacuar el edificio. Cielo olvidó su intención de ir tras Nico al comprender que había habido un incendio en el colegio, y no volvió a respirar hasta no ver a todos sus chicos sanos y salvos.


—¿Qué pasó? —preguntó desesperada, mientras los chicos recuperaban el aire, tosiendo—. ¿Qué pasó?


Y comprendió que algo grave, además del incendio, había ocurrido, cuando vio que todos miraban con cierto recelo a Rama, quien finalmente comenzó a llorar, impotente y supü- I cando perdón.


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Por supuesto, al llegar a la esquina donde habían secuestrado a Cristóbal, allí no estaban ni su hijo ni Malvina, ni ningún policía al que recurrir. Nicolás estaba desesperado, y sacudió con fuerza a Lleca para que le dijera hacia dónde se habían ido. En ese momento llegó Mogli, al que Nico había llamado mientras corría hacia esa esquina. Aunque su olfato parecía desorientarse en la ciudad, Mogli tenía una extraordinaria capacidad, casi animal, para rastrear.


No quiso llamar a la policía suponiendo que eso podría entorpecer la negociación con los secuestradores. Se preguntaban quién y por qué habrían hecho eso. ¿Tal vez había sido Carla? ¿Toda la historia de la enfermedad era un perverso juego para volver a sacarle dinero? ¿O quizá se trataba de Marcos Ibarlucía? Si bien no lo conocían, Nico había frustrado varios atracos al traficante, era la única persona en el mundo que podría tener algún tipo de resentimiento con él. Sin embargo no podía entender por qué querría secuestrar a su hijo. La otra posibilidad era un simple secuestro extorsivo, pero la situación económica de los Bauer, si bien era holgada, no justificaba una acción como ésa.


Una llamada fuera de todo cálculo puso fin al desasosiego de Nico y Mogli.


—¡Nicky, soy Malv! —gritó Malvina, agitada.


—¿Malvina, dónde estás?


—¡Seguí a los secuestradores, Nicky! Fue horrible, horrible. De pronto se lo llevaron, ¿entendés? ¡Se llevaron a mi Cristiancito Yo me dije, ¡¿quién en el mundo puede querer hacerle mal a ese solcito?!


—Malvina, ¿dónde estás? —interrumpió urgido Nico.


—¡Y corrí! —continuó Malvina heroica, con su dis-


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curso bien estudiado—. Corrí, aunque tenía tacos, ¿you know? A las dos cuadras se me rompieron, pero por suerte, justo pasaba un taxista, en su taxi, obvio, y me subí, y le dije «¡Siga a esos secuestradores!». El taxista fue muy valiente, y los siguió, pero Albertito manejaba muy rápido.


—¿Albertito? —preguntó Nicolás.


Malvina se taró; en ocasiones como ésa, cuando no sabía cómo resolver alguna metida de pata, se quedaba en blanco.


-¿Eh?


—Albertito. Dijiste «Albertito manejaba muy rápido». ¿Vos conoces al secuestrador?


—No, no, ¡para nada! —dijo finalmente Malvina—. Fue una forma de decir, como quien dice Cariños, o Emilianito...


—Malvina, por favor, ¡decime dónde estás! —interrumpió Nico desesperado, y ella finalmente le dio la dirección.


Pocos minutos después, Nico y Mogli llegaron al lugar que les había indicado Malvina, pero ella no estaba allí. Detrás de ellos llegó Lleca, ignorando la orden de Nico de volver a la Fundación. Nico llamó a Malvina, que tardó en responder.


—¿Dónde estás, Malvina?

—Estoy en la casucha espantosa donde tienen secuestrado a Cristiancito —contestó ella, susurrando.


—¡Te dije que no hicieras nada! —gritó exasperado Nicolás.


—¡No podía quedarme de brazos cruzados mientras alguien tiene secuestrado y con los ojos vendados a mi hijito del corazón! —declamó Malvina con hipocresía.


—¿Cuál es la casa? —preguntó Nico, mientras Mogli miraba en todas las direcciones, olisqueando, tratando de encontrar el rastro de Cristóbal.


—Es una casucha horrible, gordo —susurró Malvina. En ese momento estaba frente a Albertito Paulazo, que la miraba.


Permanecían en un descampado junto a una casa aban-


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donada, en el interior de la cual estaba Cristóbal, atado, amordazado y con los ojos vendados. A un gesto de Malvina, Albertito empezó a gritar y hacer ruido, y Malvina comenzó a hacer lo propio, fingiendo un altercado. Nico, desesperado, oía los gritos mientras Mogli, como un perro de caza, indicó una dirección.


Malvina cortó la comunicación, y Albertito y su novia huyeron, tal como lo habían planeado. Y Malvina, creyendo de verdad su papel de heroína, irrumpió en la casa y liberó a Cristóbal, que estaba realmente asustado; y mientras le quitaba la venda de los ojos y la mordaza, exclamó:


—Cristiancito, hiji querido, hijito del corazón, ¿estás bien?


—¡Malvina! —exclamó el niño, aterrado, y al ver un rostro conocido, con un gran alivio se aferró a ella apenas lo desató, llorando y con la respiración agitada; se le estaba desatando una crisis asmática.


Al rato llegaron Nico y Mogli, siempre seguidos por Lleca. Nico corrió a abrazar a Cristóbal, que no paraba de llorar. Mogli vio a Malvina con el pequeño, y con un amor espontáneo corrió hacia ella y la abrazó, gritándole su agradecimiento en su extraña lengua. Pero Malvina estaba tan extasiada en su rol de heroína que decidió ir por más.


—¡Esas bestias se fueron para allá! —gritó cual Juana de Arco, y salió corriendo.


Nico atinó a frenarla, pero Malvina ya había salido corriendo hacia la calle. Más allá, Albertito y su novia se subían al auto y la vieron, azorados, persiguiéndolos. Mal-

1na corrió tras la pareja, que huyó velozmente. Era toda indignación, el personaje se había apoderado de ella por completo. Nico fue detrás y le gritó que los dejara ir, pero ella respondió con un grito.


—¡Nadie secuestra a mi hijito del corazón! —y cruzó itempestiva la calle, sin ver que un enorme camión de carga avanzaba a toda velocidad en sentido contrario.

El sonido del freno neumático del camión se fundió con el grito que profirió Nicolás, y con el ruido de las fracturas múltiples de los huesos de Malvina.


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Hasta que Nico no le confirmó a Cielo que Cristóbal estaba a saivo, ella no pudo concentrarse en otra cosa. Apenas cortó con él, luego de obligarlo a hacerle escuchar la voz de Cristóbal para tranquilizarla, ella giró y pudo ocuparse de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.


Allí todo era caos. En la sala estaban Mar, Tacho, Jazmín y Rama, discutiendo con Thiago, quien furioso acusaba a Rama de ser el culpable de lo que había ocurrido. Extremadamente acongojado, Rama no se defendía. Mar, Tacho y Jazmín no entendían qué había ocurrido, pero lo suponían. Alelí y Monito miraban todo con desconcierto, y Justina aprovechaba para descargar su furia sobre los chicos, mientras les hacía beber leche pura por una eventual intoxicación con humo del incendio. Monito extendió su vaso para recibir su ración de leche.


—¡Rrrenacuajos, insurrectos, desagradecidos! —gritaba en su salsa.


La puerta del escritorio se abrió, y de éste salió el director del Rockland, indignado. Detrás venía Bartolomé, simulando decepción y frustración. Mientras habían estado hablando a solas, Bartolomé le había dicho que entendía perfectamente sus razones, y que él mismo retiraba a los chicos del Rockland luego del lamentable incidente en el cual uno de ellos había provocado un incendio intencional. Pero una vez en la sala y delante de todos, Barto fingió un último esfuerzo por conmover al director.


—Por favor, López Echagüe, le pido que lo reconsidere. Mis purretitos no pueden quedarse sin esta oportunidad, ¡no pueden pagar justos por pecadores! —dijo mirando a Rama.


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—Bedoya... —comenzó el director.


—Agüero —agregó Barto.


—Bastante arriesgada fue mi decisión de tomar a sus tutelados en el Rockland. Eso inquietó mucho a las familias de los alumnos. Después de este incidente, van a retirar a sus hijos en masa. ¡La decisión está tomada! —sentenció el director.


—¡No los puede echar a todos! —protestó con bronca ~ iago—. Eche a Ramiro, ¡él fue el que provocó el incendio!


> puede echar a todos por lo que hizo este imbécil!


Rama bajó la cabeza, y Mar se enojó con los dichos de Thiago, pero no dijo nada. Cielo observaba la situación sin intervenir vio la angustia con la que Rama soportaba todos los ataques, sin defenderse. El director del colegio se mostró inflexible. Ninguno de los chicos de la Fundación podría seguir asistiendo al Rockland. Thiago, furioso, insultó a Raima, con tanta violencia que Tacho saltó a defender a su amigo, y casi terminan peleándose. Bartolomé los puso en caja ron tres gritos, y despidió al director, fingiendo resignación ante su fallo.


—Sí, en cambio, pueden seguir asistiendo los más pequeños a la primaria —dijo el director antes de retirarse. Rama sonrió algo aliviado, por lo menos Alelí podría seguir yendo al colegio.


—Por mí no se preocupen —acotó Monito, que no tenía íinguna intención de ir al colegio.


—¡De ninguna manera! —bramó Bartolomé, sorprendiente a todos—. ¡0 van todos o no va ninguno!


—¿Por qué no deja que los chiquitos sigan yendo? —atinó \ protestar Mar.


—Usted se calla, ¡insolente! —gruñó Justina.


Ahora el inflexible era Bartolomé. Rechazó la propuesta leí director y lo despidió, dando por terminado el asunto uego miró con desprecio a los chicos, sobre todo a Rama.


—Ahí tenes, Thiaguito, margaritas a los chanchos.


—No diga eso —intervino por primera vez Cielo.


—Vos no te metas en esto —la fulminó Bartolomé, y


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siguió con los chicos—. Mi hijo les consigue una oportunidad única, una beca en el Rockland Dayshool, ¡y ustedes la arruinan el primer día de clases! Castigados hasta nuevo aviso, van a tener que reflexionar mucho sobre lo que han hecho.


Cielo entró en la habitación donde estaban Mar, Rama. Jazmín y Tacho, que se callaron de inmediato al verla. Ella fue directo a Rama, estaba muy decepcionada.


—¿Por qué lo hiciste, Rama?


—Fue un accidente —dijo Mar.


—¿Por qué lo hiciste? —repitió Cielo, enojada. Era la primera vez que los chicos la veían así.


Por detrás de Cielo asomó Justina. Sólo Rama y los chicos la vieron, estaba allí para asegurarse de que Rama siguiera a pies juntillas el plan.


—Los Chetos me bardearon —mintió él—. Se burlaron de mí, dijeron que éramos unos villeros. Me enojé y les prendí fuego a los útiles; se prendió una cortina, y... bueno... el resto ya lo conoces.

Cielo se mantuvo en silencio y se retiró. A Rama esa actitud le dolió más que cualquier palabra que pudiera haberle dicho. Una vez solos, se largó a llorar. Tacho lo palmeó y Mar propuso:


—A Cielo tenes que decirle la verdad, perno.


—No. No podemos —dijo Rama.


—Sí, Cielo lo tiene que saber —insistió Jazmín.


—No —concluyó Rama.


En verdad no podían decirle a Cielo que Rama había sido obligado por Bartolomé a provocar ese incendio con el fin de que los expulsaran el primer día. Rama había intentado negarse, pero Bartolomé sabía cómo amenazarlo: le había asegurado que, si no lograba hacerse expulsar del Rockland, él lo mandaría al Escorial, separándolo de Alelí, quien quedaría bajo su tutela, expuesta a una vida aún más miserable que la que llevaban. Bartolomé conocía perfectamente


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siguió con los chicos—. Mi hijo les consigue una oportur dad única, una beca en el Rockland Dayshool, ¡y ustedes arruinan el primer día de clases! Castigados hasta nue aviso, van a tener que reflexionar mucho sobre lo que ha: hecho.


Cielo entró en la habitación donde estaban Mar, Ran Jazmín y Tacho, que se callaron de inmediato al verla. Ella fue directo a Rama, estaba muy decepcionada. —¿Por qué lo hiciste, Rama? —Fue un accidente —dijo Mar.


—¿Por qué lo hiciste? —repitió Cielo, enojada. Era la pri- ] mera vez que los chicos la veían así.


Por detrás de Cielo asomó Justina. Sólo Rama y los chicos la vieron, estaba allí para asegurarse de que Rama siguiera a pies juntillas el plan.


—Los chetos me bardearon —mintió él—. Se burlaron de mí, dijeron que éramos unos villeros. Me enojé y les prend fuego a los útiles; se prendió una cortina, y... bueno... e. resto ya lo conoces.


Cielo se mantuvo en silencio y se retiró. A Rama esa actitud le dolió más que cualquier palabra que pudiera haberle dicho. Una vez solos, se largó a llorar. Tacho lo palmeó y Mar propuso:


—A Cielo tenes que decirle la verdad, perno. —No. No podemos —dijo Rama. —Sí, Cielo lo tiene que saber —insistió Jazmín. —No —concluyó Rama.


En verdad no podían decirle a Cielo que Rama había sido obligado por Bartolomé a provocar ese incendio con el fin de que los expulsaran el primer día. Rama había intentado negarse, pero Bartolomé sabía cómo amenazarlo: le había asegurado que, si no lograba hacerse expulsar del Rockland, él lo mandaría al Escorial, separándolo de Alelí, quien quedaría bajo su tutela, expuesta a una vida aún más miserable que la que llevaban. Bartolomé conocía perfectamente


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dónde atacar. Tal vez Rama había podido soñar durante un tiempo que sus vidas podían modificarse positivamente, pero el sueño había terminado.


Esa noche, cuando Nico volvió a la mansión, desolado por el sombrío pronóstico de Malvina y apenas recuperado del susto por el secuestro de Cristóbal, lo primero que hizo fue ir a buscar a Cielo. Ella le contó lo ocurrido con los chicos, y él se ensombreció tanto como ella. Nico le contó que Malvina tenía múltiples fracturas en todo su cuerpo y que estaba muy grave.


—Perdóname, Cielo... pero ahora tengo que acompañarla.


—Por supuesto, Indi —dijo ella acallando su dolor.


—Ese beso en el aire fue lo más hermoso que me pasó en la vida... pero Malvina...


—Entiendo perfectamente, Indi. Vaya con la doñita.


Nicolás le acarició la mejilla, y se alejó. Cielo lloró con profunda tristeza, y la tormenta que había amenazado todo el día se desató, estruendosa, y no cesó durante toda la semana.


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Tras un breve y fugaz momento de felicidad, las cosas habían vuelto a ser más lúgubres que antes para los chicos de la Fundación. Cielo seguía ocupándose de cocinarles y de tener su ropa limpia, pero ya no les sonreía como antes, y toda su alegría y entusiasmo se habían apagado, sobre todo con Rama.


Thiago se había distanciado de ellos porque lo habían defendido. Se había peleado sobre todo con Mar, el día en que le cuestionó cómo podía defender al imbécil que les había arruinado la única posibilidad de salir adelante que habían tenido en su vida. Mar se enfureció con él, y harta de la impotencia de no poder decirle lo que en verdad había ocurrido, estalló.


—Rama no tuvo nada que ver, ¡acá el culpable de todo es la basura de tu viejo!


Obviamente Thiago pidió explicaciones, y fueron Tacho y Jazmín los que evitaron que Mar se explayara; dar ese paso sería letal para todos ellos. Esa discusión alejó aún más a Thiago de los chicos. Para Mar, Thiago fue un asunto terminado cuando lo vio aparecer de la mano de Tefi. Finalmente la delgada y chillona había logrado su objetivo, y estaban de novios.


Ya sin las clases de Nico, ni las de baile de Cielo, la vida de los chicos se había vuelto más sombría que antes, y ahora eran obligados a trabajar y robar día y noche, sin ningún tipo de escrúpulos.


Los únicos que lucían radiantes y descorchando champagne eran Justina y Bartolomé. Las cosas habían vuelto a sus carriles. Sólo un detalle tenía un poco mal a Bartolomé: la salud de su hermana. Al principió creyó que el accidente de Malvina era parte del acting, pero cuando comprobó que


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estaba al borde de la muerte, se angustió de verdad. Cuando ya estuvo fuera de peligro, se animó pensando que en algún tiempo sus huesitos soldarían y Bauer, que le debía la vida de su hijo, se casaría de inmediato con ella. Sus planes habían tenido un resultado inmejorable.


Rama estaba desahuciado. Esta vez sabía que ni él ni su hermana tendrían la posibilidad de salir adelante. Entonces habló con Tacho, Jazmín y Marianella para proponerles una solución desesperada. Desde que habían empezado a trabajar para Bartolomé, éste les aseguraba que un pequeño porcentaje de lo recaudado era depositado en una caja de ahorro que cada chico tenía a su nombre. Era un pequeño ahorro que tenían para su futuro. Rama pensaba que, si tenían una chance de mejorar sus vidas, era lejos de la Fundación; entonces les propuso hacerse de sus ahorros para poder huir. A Tacho no le faltaban ganas, pero entendía que sería difícil obligar a Bartolomé a que se los entregara. Rama sabía que eso sería imposible, pero estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo: ya que estaban obligados a robar, le robarían a su explotador. Pero por su curiosa naturaleza justa, Rama no quería robar un peso más de lo que les correspondía, por eso quería saber exactamente cuánto dinero tenía cada uno en su caja de ahorros. En cambio, Jazmín opinaba que debían robarle todo lo que pudieran y huir. Marianella sabía por experiencia propia que huir sólo llevaba hacia un nuevo lugar del que, tarde o temprano, también tendrían que escaparse. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo con la idea de acabar con aquella opresión.


Una noche, mientras Barto se ocupaba de darle la papilla a Malvina, Rama y Tacho se escabulleron en el escritorio para revisar los libros contables de Bartolomé. Sabían que él tenía un gran libraco en el que cada día anotaba el porcentaje que correspondía a cada chico. También les había mostrado el libro donde asentaba cada movimiento bancario, con su interés correspondiente.


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Sintieron que se trataba de una extraña broma cuando encontraron el enorme libro en el que lo habían visto asentar los importes cada día. No tenía más que garabatos. Cada vez que frente a sus propias narices había fingido anotar con sus comas y decimales los ahorros, lo que hacía en realidad era burlarse de ellos. Al principio se resistieron a creerlo, pero fue el propio Bartolomé quien se los confirmó, cuando entró y los sorprendió revisando sus papeles.


—¿De verdad creyeron que estaban ahorrando para su futuro? Ustedes no tienen futuro, roñosos. Ni futuro, ni pasado, ni presente. Son parias, desgraciados, que siguen vivos porque soy generoso. Agradezcan que tienen milanesas de berenjenas quemadas para comer, agradezcan el colchoncito mugroso en el que duermen, agradezcan que pueden ver la luz del sol, purretes.

—¿Dónde tenes nuestra plata? —dijo Tacho, apretando los puños.


—«¿Nuestra plata?» —repitió Bartolomé con un gesto burlón—. No hay nuestra plata, Tachito. ¿Entendés el castellano, vos? No hay plata, nunca van a tener plata.


Y Tacho entonces hizo lo que muchas veces había deseado hacer pero jamás se había atrevido. Cruzó el límite, y se tiró con todo el peso de su cuerpo contra Bartolomé. Atravesaron la puerta del escritorio y cayeron, rodando, en la sala. Rama estaba aturdido, no sabía qué debía hacer, y así los encontró Thiago. Apenas los vio, saltó a defender a su padre. Los gritos alarmaron a Cielo, que estaba en la cocina, y también a Nico, que había ido a visitar a Malvina.


De pronto, la sala se llenó de gente, Tacho estaba furioso, enceguecido, y Rama apenas podía contenerlo. Thiago estaba cada vez más indignado con ellos; ahora, además, agredían a su padre. Mar y Jazmín también acudieron cuando oyeron los gritos de Tacho y Thiago. Nico intervino cuando vio que Bartolomé, totalmente desvalido, no podía ni reaccionar.


—¡Tacho, cálmate por favor! —gritó Nico con voz firme.


—¡¿Qué te pasa, flaco, estás loco?! —estalló Thiago.


—No, Thiaguito, entendelos, son chicos con un pasado


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terrible, son como animalitos, pobrecitos —dijo misericordioso Bartolomé.


—No se merecen todo lo que haces por ellos. Son unos desagradecidos —insistió Thiago, indignado.


Cielo observaba cómo Tacho, al igual que Rama, Mar y Jazmín hacían un gran esfuerzo por contener su bronca. Había algo que estaba siempre latente, Cielo podía presentirlo. Como Thiago seguía agrediendo a Tacho, finalmente Mar estalló.


—¿Querés saber quién es tu viejo? Vos, que lo defendés tanto, ¿querés saber?


—¿Qué, qué vas a decir de él? —la apuró Thiago.


—¿Querés saber?


—Chicos, chicos... —intentó mediar Nicolás.


—¿Querés saber?


—¡Si tenes algo para decir, habla! —gritó Thiago.


—Dejala, Thiaguito... —dijo Barto, viendo que la situación se iba de madre—. A ver, ¿qué tenes para decir de mí, Marita? —dijo Barto mirándola fijo a los ojos.

Mar miró a Thiago, que la contemplaba con odio; comprendió que él jamás podría creer la verdad sobre su padre. Miró a Cielo y a Nico, ellos los querían, sin dudas, pero estaban convencidos de que eran chicos problemáticos. Miró a sus amigos, y todos le hicieron un imperceptible gesto para que callara, aún tenían mucho por perder. Finalmente Mar se contuvo y se retiró, sin decir nada.


Ante el intento de insurrección, Bartolomé consideró que tenía que dar una clara muestra de poder. Los doblegaba de inmediato o en breve tendría una rebelión en puerta; por lo tanto esa misma noche, algunos minutos después de que hubieran apagado las luces, éstas volvieron a encenderse y Bartolomé entró en la habitación de las chicas hecho una furia. Sin darle tiempo a reaccionar, agarró a Marianella del pelo y la sacó de la cama. Instintiva, Jazmín saltó a defender a su amiga, y cuando quiso empujarlo para que la sol-


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tara, Bartolomé le pegó una bofetada con la mano libre. Jazmín era una adolescente sometida en la Fundación, pero la sangre gitana corría por sus venas, y enardecida se le tiro encima y le clavó sus uñas en la cara. Bartolomé, absorto soltó a Marianella y agarró a Jazmín por el cuello, y la estrelló contra el placard. Los ruidos y los gritos alarmaron a los varones, que entraron de inmediato en la habitación. Vieron la furia y la crueldad en los ojos de Bartolomé, que disparó sus advertencias como balas.


—Alguien más que se rebele, y van a saber lo que es sufrir de verdad.


Tacho le suplicó a Bartolomé que la soltara, y a Jazmín que se tranquilizara. Ella no dijo nada, pero en silencio lo maldijo mirándolo fijo a los ojos. Bartolomé la soltó, empujándola hacia Marianella, que la recibió en sus brazos.


—Desde hoy y por tiempo indefinido, van a trabajar toda la noche en el taller de los juguetes, hasta que se les pasen esas ínfulas rebeldes —concluyó.


Y de inmediato entró Justina, quien con su mano extendida les indicó el camino hacia la puerta trampa del patio.


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A la semana siguiente, Nacho tuvo la ocasión de oír una charla que le resultó muy conveniente para sus intereses. Jazmín, exhausta luego de una semana entera de trabajar en el taller por las noches y en la calle durante el día, harta de los maltratos, gritos y amenazas, le manifestó a Tacho su decisión de huir sin pérdida de tiempo.


—¿A dónde vas a ir? —le preguntó Tacho tratando de disimular su desesperación.


—No sé, chaval, lo más lejos que pueda.


—Me parece una locura que te vayas sola —intentó disuadirla—. Te tenes que quedar acá, ya vamos a encontrar la forma de salir adelante.


—Acá no hay salida, Tacho, y lo sabes. Me tengo que ir de la Fundación.

—Pero, ¿a dónde vas a ir, y con qué plata?


—No sé, ya voy a ver de dónde saco la plata.


—Vos de acá no te vas —le ordenó él.


—Vos no me vas a decir a mí lo que tengo que hacer —replicó Jazmín, en el fondo encantada con la determinación de Tacho y su tono imperativo.


Unos metros más atrás, Nacho se deleitaba con lo que oía. No había alcanzado a escuchar cuáles eran las razones que tenía la bella Jazmín para marcharse, ni le interesaban tampoco, pero se le ocurrió una idea para poder, finalmente, ograr lo que tanto ansiaba de ella.


Esperó a que Tacho se marchara, y una vez que estuvo sola, con una actitud muy diferente a la del millonario arrogante con la que le hablaba siempre, la abordó.


—Gitanita, perdóname... pero recién te escuché hablar con Tacho.


207


—¿Qué escuchaste? —se alarmó Jazmín.


—Que te querés ir de la Fundación. Quédate tranquila no voy a decir nada... nada más te quiero ayudar.


—¿Vos me querés ayudar? ¿Y por qué?


—No soy tan mal tipo, man... —dijo Nacho con cara actitud de muy buena persona—. Nada, veo que estás re ma. y no sé, por ahí te puedo ayudar. No tenes plata para e pasaje, escuché.


—Estaba hablando pavadas... Yo no me quiero ir.


—Gitana, ¿vos sabes que papá es el dueño de una empresa de colectivos de larga distancia? A donde quieras ir yo te puedo conseguir el pasaje.


Jazmín no pensaba dos veces las cosas. Había querido irse de la Fundación desde el día en que regresó, y ahora la situación estaba peor que nunca. Nacho le había ofrecido ayuda para huir y no dudó en aceptarla. Quiso evitar despedidas, y eludir la posibilidad de ser disuadida por sus amigos. En menos de cinco minutos juntó la poca ropa que tenía la metió en una bolsa de papel, guardó sus pertenencias en una cartera de lana que ella misma había tejido, y salió al encuentro de Nacho, que la esperaba en el jardín trasero.


Tomaron un taxi hasta su casa, con la excusa de esperar allí a su padre para pedirle el pasaje. Él creía saber perfectamente qué era lo que necesitaba la gitanita; no era irse no era un pasaje, sino soñar con todo lo que no tenía.